Elvis, de Baz Luhrmann

El rey y su titiritero

Oswaldo Osorio

Parecía un biopic obvio, como tantos puede haber de rockeros en su dinámica (también obvia) de ascenso y caída… pero no, porque se trataba de una película de Baz Luhrmann, un director que casi nunca (salvo por Australia, tal vez) deja impasible a su público. Y efectivamente, la historia de Elvis Presley es aquí contada con el mismo ímpetu de la revolución que este joven de Memphis causó, hace más de medio siglo, no solo en Estados Unidos sino en toda la cultura popular de Occidente.

Este director australiano tiene otros títulos tan potentes como entrañables: Strictly Ballroom (1992), Romeo + Juliet (1996) y Moulin Rouge! (2001) son los más destacados. Su estilo destellante y vertiginoso, generalmente con una vistosa pero estilizada puesta en escena, ha sido motivo de acusaciones acerca de privilegiar la forma sobre el fondo, pero si bien es cierto que sus películas pueden deslumbrar visualmente, no hay descuido alguno en lo que quiere trasmitir y en la complejidad de la construcción de sus personajes. De hecho, es uno de esos directores en los que es posible estudiar la imbricada relación que tienen sus historias y temas con su estilo visual y narrativo.

Con Elvis (2022) Luhrmann debía tener cuidado, pues era un personaje y un contexto que daban para facilismos y lugares comunes. Tal vez por eso la primera gran decisión de su biopic fue el punto de vista, pues prefirió, no el del Rey del rock’n’roll, sino el de su manejador de siempre, el Coronel Parker, algo así como su padre putativo y su más inescrupuloso explotador. Interpretado por un siempre correcto Tom Hanks –con un maquillaje de esos que ganan premios de la Academia– este hombre es quien aporta el componente de ambigüedad a la historia, porque es dibujado con todo su carisma de hombre pragmático y sagaz en los negocios, pero al mismo tiempo, con un cinismo y poder de manipulación abiertamente desagradables, como su figura misma.

En contrapartida, resulta evidente la simpatía del director por su personaje central, a quien trata como el ícono histórico que es. De hecho, haberle dado ese protagonismo al punto de vista del Coronel permite ver siempre a Elvis como una víctima, tanto de las decisiones y manipulaciones de su manejador como de las circunstancias, las cuales son constantemente usadas como argumentos, en defensa de Elvis, por la voz en off del narrador, es decir, el Coronel Parker. Así que el abuso de drogas, lo mal padre y esposo, su paranoia, su pasión por las armas y hasta la degradación de su figura son apenas soslayadas por el relato o sugeridas por algún plano o corta escena.

Y es que a Baz Luhrmann, quien también escribió el guion junto a Craig Pearce, lo que le interesaba de la figura de Elvis en esta película era, claramente, ese don y conexión que tenía con la música. Aunque es bien sabido que el rock’n’roll no fue más que el “blanqueamiento” de la música negra, Luhrmann se asegura de que no haya duda en la historia que cuenta de que los sonidos negros hacían parte de la esencia del Rey, ya fuera por sus vivencias juveniles en los guetos, su amistad con B.B. King o su admiración por Mahalia Jackson.

Por eso, el sentimiento central a lo largo del relato es esa pasión por la música y lo que Elvis podía hacer con ella y despertar en las personas. Esa idea permanentemente está presente en los diálogos y en momentos estelares, como su primer concierto con un gran público, su presentación de navidad en televisión, el debut en Las Vegas o la última canción de la película, cuando por unos instantes el entregado Austin Butler deja de interpretar a Elvis Presley para ver en la pantalla al mismísimo Rey en imágenes de archivo.

La voz en off del Coronel, la pasión por la música, el inquietante contexto político y la vehemencia en la actuación de Butler son vertidos en la máquina estilística de Luhrmann a lo largo de más de dos horas y media de metraje. Una cámara en constante movimiento y un montaje raudo y voraz son la impronta de la narración en los primeros dos tercios, pero cuando ya se está al borde del agotamiento, disminuye el ritmo para andar al paso de un Elvis mayor, más reflexivo y por momentos abatido. Aun así, la película termina con el mismo ímpetu en lo que se refiere a mirar a su personaje y su relación con la música.

Se trata, entonces, de la película de un fanático sobre un ídolo que es casi un mito. Igualmente, es una carta de amor a la música y un juego estilístico que se mueve al compás del rock’n’roll y de la rebeldía juvenil. También es el arco de transformación de un tipo de música, de una sociedad y de un hombre que era su propio súper héroe y un rey para millones de personas.

Diamante salvaje, de Agathe Riedinger

“Solo la gente linda tiene éxito”

Oswaldo Osorio

Siempre se ha dicho que la belleza conquista al mundo, y muchas veces lo hace, aunque suele pagar un precio por ello. Liane, la protagonista de esta película, está dispuesta a pagarlo, pero en estos tiempos de realities shows y redes sociales puede que el costo sea más alto, porque a través de ellos la sociedad de masas ha llegado a un grado de banalización, superficialidad y materialismo que roza con el embrutecimiento general y que puede destrozar y desechar a cualquiera sin que siquiera alcance sus quince minutos de fama.

Esta ópera prima de la francesa Agathe Riedinger es una extensión de su cortometraje J’attends Jupiter (2017) y tal vez por eso, por momentos, el relato parece alargar ciertos recorridos y tiempo muertos. Aunque eso es un problema menor al lado de la potente pieza que finalmente resulta ser esta película, en la que la actriz Malou Khebizi siempre está frente a la cámara interpretando a Liane, quien vive obsesionada por explotar esa juventud y belleza de las que es consciente. “Solo la gente linda tiene éxito”, dice, y luego complementa su filosofía de vida afirmando que con ello te admiran, tienes poder y consecuentemente dinero.

La marginalidad, la falta de educación y de una estructura familiar sólida que guie a los niños y jóvenes suelen ser las condiciones medioambientales para que cale esta forma de pensar, pero justamente esa es la realidad de Liane. Sus oportunidades son limitadas y tampoco quiere terminar como sus amigas, es decir, como madre adolescente, cajera o manicurista. Lo suyo es la grandeza y por eso las desdeña. Pero confunde fama con grandeza. Y fama pueden ser los cincuenta mil seguidores que tiene en las redes sociales, no importa que muchos la traten solo como ese objeto brillante que ella ha creado con su imagen, o incluso que la degraden con su vulgaridad.

Lo mejor logrado de Diamante salvaje (Diamant Brut, 2024) es que su directora sabe avanzar sobre la cuerda floja de un tratamiento del personaje y su situación que no toque los extremos del estereotipo o los juicios fáciles, pero aun así resulta crítica con esta realidad. Para ello empieza por construir a su protagonista con matices y profundidad. Es cierto que su filosofía de vida está en el límite de la ignorancia y la ingenuidad, pero también hay un honesto propósito de ser mejor persona, incluso de servir como modelo para los demás (empezando por su hermana), aunque sea adoptando endebles lemas, como de programa de autoayuda, diciendo que “le dará fe a la gente”. De igual forma, Riedinger evita caer en lo escabroso o miserias innecesarias en medio de ese código realista que elige para su relato, aunque llega a tocar esos linderos en las escenas con la madre o cuando Liane se cruza con unos hombres mayores.

La ambigua actitud que el espectador puede tener con esta historia es un indicio de la complejidad de su planteamiento, pues, de un lado, repele esa mentalidad de Liane y los fútiles mecanismos sociales que le dieron forma, y del otro, empatizamos con su vulnerabilidad, al punto de sufrir cada que hay riesgo de algo nefasto como la prostitución, la violación o el engaño de cazatalentos. Así que mientras negamos con la cabeza sus superfluos discursos y su ciega adoración a una fama sin esfuerzo, con la mirada la cuidamos para que nada le vaya a pasar. Y eso no está muy lejos de lo que nos ocurre con muchos jóvenes que conocemos, porque a Liane la hemos visto en el mundo real, o más bien, en esa otra ficción que son las redes sociales, y ahí no importa si es Francia o Colombia.

Las cuatro hijas, de Kaouther Ben Hania

De la realidad y la representación

Oswaldo Osorio

Muchas veces la ficción es la mejor forma de enfrentar la realidad. De hecho, es sabido que las historias, empezando por los mitos y las leyendas, surgieron para facilitar la comprensión del mundo y de las distintas facetas de la vida individual o social. Esta película, que no sería exacto limitarla solo a la categoría de documental, hace tomar de la mano a los elementos de la realidad y la ficción para crear un relato intenso y envolvente que tiene mucho de catártico, de experimento emocional y de alegato político.

A esta cineasta tunecina ya se le había visto por la cartelera del país –lo cual es un indicio de su proyección internacional– con dos impactantes películas, La bella y los perros (2017), en la que una joven busca justicia luego de ser violada por policías; y El hombre que vendió su piel (2020), en la que un sirio fue tatuado como obra de arte a cambio de la visa europea. Son dos obras basadas en polémicos hechos reales que la directora potencia con su puesta en escena y problematiza aludiendo a preguntas incómodas y reclamando responsabilidades a personas, instituciones y estados.

Lo mismo hace en Las cuatro hijas (Les Filles d’Olfa, 2023), relato en el que Olfa es una mujer que ha perdido a sus dos hijas mayores en medio de un sonado caso que llamó la atención a Ben Hania, por lo que le propuso a esta madre y a las dos hijas que le quedaban hacer la película. Para ello contrató a tres actrices, una que personificara a la misma Olfa y otras dos para las ausentes. Es así como las siete mujeres, contando a la directora, se embarcan en una intrincada operación dramatúrgica y representacional en la que reconstruyen momentos pasados entre las cuatro hermanas y la madre.

De manera que actrices y personajes se entrelazan en situaciones dramáticas rememoradas por la familia, en las que intentan decodificar los complejos lazos familiares que están determinados tanto por su condición femenina al interior de la cultura islámica como por el contexto político e ideológico del yihadismo. Entonces, el acto de representar se carga de matices y sinuosidades al punto de perderse por momentos esa diferencia entre quienes actúan y quienes recuerdan; así mismo, al relato se le van sumando diversas capas producto de los ensayos, las repeticiones, las discusiones sobre las diferencias de lo recordado entre unas y otras, las nuevas emociones espoleadas por la memoria y hasta el aporte de las actrices.

En una narración que no da respiro y que se dirige hacia un final dramático y sorpresivo, se pone en evidencia una contradictoria dinámica generacional, donde las hijas menores están en permanente tensión con las mayores, pero sobre todo con la madre, aunque, al mismo tiempo, hay constantes gestos de sororidad y cariño entre ellas. Por eso hablan y hablan, como tratando de resolver su mundo con palabras, preguntas, explicaciones y reflexiones. Y de esto se desprende el único bemol de la película, y es que la carga de texto, por vía de los diálogos, desborda por completo las posibilidades de la imagen, haciéndola una pieza con una verborrea que por momentos resulta abrumadora.

Aun así, se trata de una pieza portentosa por esa aventura emocional y narrativa en la que introduce al espectador. Su equilibrada construcción entre la realidad y los juegos representacionales enriquece lo que quiere documentar, así como un relato que se rehúsa a ser encasillado en un solo tipo de discurso. Y para rematar, falta lo más sorprendente, ese final del que este texto no hablará, porque todo este juego ficcional y documental terminan siendo superados por un desenlace en el que, la realidad misma, parece seducida por los giros de la ficción.

Cristina, de Hans Fresen

El vínculo absoluto

Oswaldo Osorio

El mundo se divide en dos: quienes tienen hijos y quienes no. Esta relación de conexión y dependencia puede determinar muchas cosas en la vida y concepción del mundo de cada persona. Ver esta película también depende de esa condición, pues para quienes son padres, puede ser la constatación de una conocida dinámica vital que supo ser captada con elocuencia en la pantalla, y para quienes no, la revelación de un secreto mundo que se desarrolla a partir de infinidad de gestos y matices que solo tienen sentido para dos seres que comparten ese invisible y potente vínculo.

Esta es una película sobre ese vínculo, el cual también está cruzado por las relaciones que la madre del niño, Cristina, tiene con los hombres que pasan por su vida, empezando por la inestable relación con el padre de su hijo. Ellos entran y salen tocando e impregnando de distintas formas el medioambiente afectivo de esa mini familia, pero la prioridad de ella y del relato es siempre esa coreografía de la cotidianidad entre madre e hijo, como si el cordón umbilical nunca se hubiera cortado, o mejor dicho, la cámara pone en evidencia que aún existe esa visceral línea de conexión, aunque ya no sea física.

Justo eso es lo revelador de esta película, al menos para quienes no conocemos esa experiencia, lo cual no solo es para aquellos que no tienen hijos sino también para muchísimos hombres, aunque sean padres. Se trata de una relación casi codependiente, que a veces puede parecer una imposición para la madre, aunque esa es una idea que termina disipándose con la avalancha de momentos de gozo y plenitud que pueden experimentar juntos. Incluso en las situaciones más desesperadas y dramáticas, como cuando no se sabe dónde está el niño, ese vínculo se potencia al nivel de lo absoluto… no puede existir la vida estando la una sin el otro, y viceversa.

La gran virtud de Cristina, entonces, es la facilidad y desenvoltura con que nos da a entender todo esto. Y no es que sea una película fácil, todo lo contrario, pues está compuesta por muy pocos elementos (una madre y su hijo con algunos hombres orbitando en torno a ellos) y unas acciones reiterativas. Y aun así, resulta un relato que, cuando uno logra conectar con su íntimo micro cosmos, parece una emotiva aventura elaborada con trozos de vida y con el sentimiento humano más fuerte que pueda existir. El director y su co-guionista, Rossana Montoya, la misma que interpreta a Cristina, supieron conferir a esta narración la intensidad y el ritmo necesarios para construir una historia a la que le importa menos un argumento fuerte que poner en juego todas estas ideas, emociones, conexiones y sentimientos.

Me resulta difícil pensar en otra película que hable de esto mismo con tal concentración y locuacidad. Aunque historias de relaciones entre madres e hijos pequeños puede haber muchas, se me ocurre que el elemento diferenciador es que el asunto económico y el del tiempo no son condicionantes de la vida de Cristina para relacionarse con su hijo, y eso saca de la ecuación muchos conflictos propios de películas con el mismo tema, conflictos que deben solucionarse de manera práctica y con acciones: dejar el trabajo o conseguir uno, negociar tiempo o dinero con el padre, buscar ayuda, incluso abandonar. Pero en este relato es ese vínculo y su cotidianidad el centro de todo, de ahí lo reveladora.

Lograr esta intensidad y concentración es el resultado de muchos factores, pero quiero resaltar dos: el primero, que Rossana Montoya es co-guionista, protagonista, madre del niño que actúa (¡porque lo hace!) y pareja del director. Esto posibilitó un trabajo orgánico y consecuente entre los tres y así fue como se logró esa impresionante compenetración, en la puesta en escena, entre los dos personajes y la cámara, que es el segundo factor. Porque resulta admirable la manera como la cámara registra y está siempre atenta y dúctil ante lo que ya llamé coreografía cotidiana de esta relación filial. Solo así fue posible dar cuenta de esa intimidad y del exclusivo lenguaje que construyeron entre los dos y que cada día aumentaba su léxico de gestos y su gramática afectiva.

Esta película es una pequeña joya, pequeña por su economía de recursos y su modesta producción, pero es que no necesitaba más. Una joya de la puesta en escena, del registro fotográfico, de la construcción de un universo privado y de su elocuencia con el tema.

Crímenes del futuro, de David Cronenberg

Las nuevas vísceras

Oswaldo Osorio

Extrañábamos mucho al mejor Cronenberg, al del “horror corporal”, ese tipo de cine con el que se dio a conocer y al que pertenecen sus mejores películas: Rabia (1977), Videodrome (1983), La mosca (1986), Naked Lunch (1991), Crash (1996), eXistenZ (1999); un cine donde las mutaciones e intervenciones del cuerpo son tratadas desde lo visual grotesco y las alteraciones sicológicas, que pueden ser causa y consecuencia de esas transformaciones fisiológicas. Aunque en esta película ese cuerpo anómalo ya está normalizado, solo que el ser humano siempre quiere más, sin importar qué limites tenga que mover, y Cronenberg es un maestro empujando esos límites.

Esta historia se ubica en un tiempo en que el cuerpo se está adaptando al entorno del futuro y puede transformarse y mutar. Un artista del performance, Saul Tenser (Viggo Mortensen), explota esta posibilidad y hace presentaciones públicas para extraerse sus nuevos órganos. A esta premisa la cruzan la existencia de una sociedad secreta, una serie de asesinatos y una investigación policiaca. Con estos elementos parece que hablamos de un thriller, que lo es, pero como ocurre en otras películas de este director canadiense, ese gran género solo es una excusa y la estructura exterior para crear un entramado de complejas y misteriosas relaciones, así como anómalos comportamientos y bizarras formas de concebir el mundo.

En otras palabras, lo importante no es resolver “quién es el asesino” ni tampoco jugar con los recursos recurrentes del género como la intriga o el suspenso. Aquí lo que importa son los nuevos o diferentes paradigmas con que se entiende el cuerpo humano y su papel en el orden social, así como sus implicaciones sicológicas, éticas y hasta sexuales. Aunque habría que empezar por la alusión directa que hace a la creación artística. En un mundo actual donde ya existen artistas como Orlan o Sterlac, que alteran e intervienen sus cuerpos con cirugías o dispositivos, no es tan disparatada la idea de hacer arte transformado la fisonomía, incluso las vísceras mismas. Pero la idea de hacerlo en un futuro donde el cuerpo mismo está mutando y evolucionando, así como el uso de una serie de aparatos e instrumentos con ese aspecto inquietantemente orgánico, eso es de la cosecha de Cronenberg. De paso, propone el performance extremo y último con el cuerpo y, al mismo tiempo, cuestiona la validez artística de unas acciones que rayan con el exhibicionismo snuff y las perversiones de la carne.

Ese nuevo cuerpo suscita nuevas formas de verlo y tratarlo, por lo que se presenta como una oportunidad para crear este insólito y cuestionable arte, para practicar una sexualidad en la que el deseo transita por escabrosos caminos y para presionarlo hacia transformaciones más radicales. En cuanto al arte, ya decía Warhol que, para serlo, solo es necesario que lo haga quien se identifique como artista, y Tenser, junto con su colega Caprice (Léa Seydoux), lo son; además, el arte se hace con los medios y tecnología de su tiempo, que en este caso son ese cuerpo en transformación y los grotescos aparatos con que lo intervienen (entre los que se lleva la palma la tétrica silla para comer).

De otro lado, el horror corporal de Cronenberg muchas veces atraviesa lo sexual (incluso literalmente), eso se puede ver en Dead Ringers (1988), pero especialmente en Crash. En Crímenes del futuro (Crimes of the Future, 2022) la pulsión sexual siempre está presente en los performances y en el uso de los cartilaginosos aparatos. El placer, además, igualmente se transforma y ha mutado. Los besos terminaron siendo caducos y las personas torpes en darlos, de la penetración ni se hace mención. Entonces las vísceras son lo sensual, la sangre el fluido que lubrica y la vieja belleza se corta y se despelleja para dar lugar a una diferente hermosura.

Así mismo, la película tiene un componente político y hasta con resonancias ecológicas. Esta suerte de sociedad secreta propugna por un nuevo humano, uno que aproveche las mutaciones corporales para ser más consecuente con lo que han hecho con el mundo (Advertencia de spoiler) y alimentarse de plástico sería lo más obvio y responsable que podría hacer la humanidad para devolverle ese equilibrio que le quitó al planeta. Esta subtrama parece de otra película, pero lo cierto es que se acopla perfectamente al conflicto central y permite llevarlo a un clímax que le da por fin fuerza a ese componente de thriller que solo superficialmente traía el relato.

Finalmente, si bien en la dirección de arte se roban la atención los venosos y huesudos aparatos (aunque luego la mirada instintivamente quiera repelerlos), hay que resaltar también esos espacios donde se desarrolla la historia, que parecen de un mundo que ya prescindió de la pintura y los acabados, un mundo de paredes corroídas, del color del abandono y con una rugosa pátina por el paso del tiempo. También, sin querer contrastar mucho con esos espacios, el vestuario está dominado por el negro, el blanco y los grises, solo eventualmente hay destellos de color en alguna prenda u objeto que se quería resaltar. Es como si el interés por la decoración y el embellecimiento exterior se hubiera perdido y se trasladara solo al cuerpo trastocado y a su visceralidad. En últimas, se trata de la belleza de un cine grotesco ambientado en un mundo desvencijado, una contradicción que solo directores como David Cronenberg pueden lograr con fortuna.

El Conde, de Pablo Larraín

El vampiro del pueblo

Oswaldo Osorio

El mejor regalo que puede hacer el cine para conmemorar (y nunca olvidar) el medio siglo del golpe de estado en Chile, es una sátira oscura y frontal contra el mismísimo Pinochet. La obvia y directa alusión al dictador con el vampirismo no le quita su contundencia y rabiosa elocuencia. Pablo Larraín elabora esta farsa política con la que hace rendir cuentas al militar y a su familia, apelando a diversos recursos argumentales y códigos dramatúrgicos, algunos tan elementales como sutiles e ingeniosos otros.

El más importante director chileno de este siglo necesariamente ya ha abordado en su filmografía los oscuros años de la dictadura militar (1973 – 1990) y sus consecuencias. Tal vez la más dura de sus películas es Post morten (2010), centrada en los médicos que le hicieron la autopsia a Allende; mientras que en Tony Manero (2008) mira aquel periodo a través de un tétrico y peligroso personaje. Ambas cintas parecen cuentos de horror, no a pesar, sino justamente debido a su realismo y a los hechos que ponen en escena.

Ese horror parece matizado en El conde (2023), debido al personaje en clave de cine fantástico con el que representa a aquel viejo tirano del cono sur latinoamericano. Pero su vida eterna, su vuelo nocturno y su dieta de sangre y corazones no termina de sacarnos de esa cruenta y arbitraria realidad que vivieron los chilenos durante casi dos décadas, ni de los crímenes que Pinochet y sus cercanos cometieron en todo ese tiempo… y hasta después.

Y es que quienes lo rodean son casi tan oprobiosos y mezquinos como el mismo chupasangre: El lugarteniente, la esposa y los hijos. El primero, sigue saliendo a cazar sangre, un recordatorio, tal vez, de que en Chile todavía perviven los súcubos del fascismo. Solo hay que ver el sobrevuelo de este y del conde en la ciudad, que termina siendo una imagen sobrecogedora y de gran poder simbólico. En cuanto a su familia, el relato no muestra ninguna simpatía por ellos, todo lo contrario, resulta siendo un poco esquemático por los trazos hoscos y vulgares con que los dibuja, y parecen siempre mirados con odio por la cámara. Por otro lado, la mezquindad y violencia entre ellos también es un comentario acusador sobre su calaña y, por qué no, el secreto deseo que los asesinos y corruptos de su país terminen por matarse entre ellos.

Solo hay un personaje que no es de ese círculo, una monja que es enviada a asesinarlo. Se trata de un personaje que funciona como un bizarro código narrativo y expositivo, o una suerte de vengadora del pueblo, aunque también es adalid de la complicidad de la iglesia con los tiranos, que luego de que dejan de serlo la santa institución solo quiere rescatar su posible tesoro. Por eso es un personaje que funciona un poco caprichosamente, casi como un comodín argumental. Las entrevistas que hace, por ejemplo, son un recurso un poco burdo, pero que para quienes no conocemos los detalles de la participación de la esposa y los hijos en  los actos de corrupción de la dictadura, resulta informativo y hasta revelador.

Formalmente se imponen tres elementos: primero, el uso constante de la voz en off, que puede verse como un recurso narrativo válido para conectar tan disímiles componentes o también como otro facilismo de una película que teme dejar pasar detalles en su denuncia; el segundo, es el uso de un blanco y negro demasiado plano, el cual parece más un gesto obvio para una película de vampiros que un elemento expresivo en relación con el tema y ciertas situaciones; y por último, la casa derruida y en medio de una isla, que bien puede verse como otro símbolo de la dictadura y su decadencia,  y sus sótanos como lo que aún se esconde bajo la democracia y el poder que tienen quienes se lo arrebataron a don Salvador.

Hay que destacar también, en esta gran alegoría sobre la tiranía, el hecho de que Larraín no se limitó en comentar solo a su país, sino que propuso ingeniosos guiños para darle hondura histórica a este tipo de tiranos, a esta ideología totalitaria, como la presencia de la Thatcher, el mismo origen del conde y el robo de la cabeza María Antonieta.

Aunque Netflix es una máquina de crear contenidos de entretenimiento, hay que reconocer que algo de su riqueza lo destina al apoyo de autores como Pablo Larraín, por muy comprometidos y delirantes que sean sus proyectos, porque esta película tiene un poco de esto, por eso no es la sólida obra que uno quisiera ver, como tantas otras sí tiene, pero de todas formas es un destacado trabajo que tiene una misión clara y la desarrolla cinematográficamente, contando con muchos puntos altos y hasta memorables.

 

 

La ciudad de las fieras, de Henry Rincón

La familia se escoge

Oswaldo Osorio

Rara vez una ciudad es una sola en su identidad, puede ser muchas. En esta película está la Medellín de los barrios marginales, aquella que muchos apenas conocieron con Rodrigo D, donde proliferan los jóvenes sin muchas oportunidades y que terminan decantándose por la violencia o por otras alternativas, como la música, igual que en la película de Víctor Gaviria. Pero también está la ciudad forjada por unas realidades e imaginarios, como ser una suerte de ciudad de las flores, tanto por esa visibilidad que le da su feria y su clima como por la fuerte conexión que su gente y su cultura tienen con el campo.

Esta segunda película de Henry Rincón –ya había hecho Pasos de héroe en 2016– tiene la virtud de conectar estas dos ciudades sin forzadas peripecias y, en cambio, sí uniendo relaciones vinculantes de esa diversa identidad. Tato es un joven improvisador de hip hop que debe huir de su barrio por amenazas. Solo tiene en la vida a sus dos amigos y un abuelo que no conoce y donde termina refugiándose. El contraste entre el joven rapero y el viejo silletero se hace evidente y es el contrapunto que mueve buena parte del relato.

Pero esta historia con esas dos generaciones contrastadas tiene una particularidad, a diferencia de la mayoría de relatos con este esquema, y es que no hay mucho conflicto entre los dos personajes, todo lo contrario, desarrollan una relación armónica y hasta complementaria. Esto cambia enteramente el tono a la narración, pues luego de venir de un universo urbano cargado de desamparo, violencia y zozobra, este otro se muestra sosegado, reparador y hasta idílico. Es como una nostalgia por el campo y todo lo que representa, sin la contaminación del bullicio, el hacinamiento y la hostilidad de los temperamentos que representa la ciudad.

A esta historia de entendimiento por vínculos de sangre se suma la del amor fraterno, pues la relación que Tato tiene con Pitu y la Crespa es una historia de amistad dinámica y entrañable. Es la única vía que muchos jóvenes en contextos de marginalidad tienen para pertenecer a una familia, como lo corrobora el plano final de la película. Y aun así, el relato no termina siendo halagüeño en este sentido. Es como si su guionista y director insistiera en privilegiar el campo idealizado ante la desesperanza de la ciudad y sus pesares.

Es la ciudad de las fieras, el campo de los abuelos y la película de los contrastes, porque esa oposición entre el campo y la ciudad, entre la juventud y la vejez, y entre la existencia y desarticulación de la familia es la principal impronta de esta obra. Es con esos contrastes que plantea sus ideas sobre Medellín y sus personajes y con lo que mueve los hilos de una narración siempre activa y bien armada, así como de unas imágenes que saben mostrar lo mejor y lo peor de cada universo, sin efectismos y con un acertado sentido plástico.

El bolero de Rubén, de Juan Carlos Mazo

Una mixtura arriesgada

Oswaldo Osorio

El género musical es escaso en el cine colombiano, tampoco ha habido una tradición en el teatro y, consecuentemente, el público nacional no es muy afecto a este tipo de narrativa, su desganada respuesta a los musicales que llegan de Hollywood es prueba de ello. Por eso, hacer una película como esta, que además proviene de una obra teatral, resulta una audacia y un riesgo. Aun así, Juan Carlos Mazo se atrevió a hacer una propuesta que buscó un equilibrio entre lo comercial y el cine de autor, por lo que resulta una película que puede ser amada u odiada, tanto por el grueso del público como por los espectadores más exigentes.

Todo empieza como otras películas que se desarrollan en los barrios marginales de Medellín: precariedad económica, violencia y jóvenes buscando su destino, generalmente tomando atajos: los hombres el del dinero fácil y las mujeres buscando a un marido para que las mantenga. Y así es que conocemos a Marta y Rubén, en un relato que salta entre dos tiempos con quince años de diferencia, los mismos que él estuvo en la cárcel. El resultado es una mujer solitaria y amargada que malvive y arrastra las consecuencias de sus decisiones y la frustración de la cantante que pudo ser y nunca fue.

La actriz Majida Issa se carga encima y con entereza todo el relato y canta esa primera canción que sorprende al espectador porque impone el código del musical sobre el del realismo social. Entonces hay que transitar por esa negociación que la película nos exige que hagamos a la par con el desarrollo del relato, donde debemos entender el artificio y hasta grandilocuencia de los momentos musicales combinados con el drama de barrio y sus consabidas adversidades.

Y aquí es donde está el riesgo de la película, en apostarle a que el espectador va a aceptar la inusual mixtura, y para lograrlo, se asegura de que ambos códigos puedan hacer el ensamble óptimo con ayuda de sus actrices y actores, del arte y la fotografía. La transición es llevada de la mano de su convincente protagonista y apoyada por luces que sueltan el realismo y abrazan la estilización, así como de un manejo del espacio escénico que juega tanto con los recursos cinematográficos como con la tramoya teatral.

El resultado es una historia dura y descorazonadora, que no le teme a los momentos de distención jocosa y de tierna empatía entre mujeres. Pero con el progresivo ímpetu con que avanza hacia su final el célebre Bolero de Ravel (que abre y cierra la narración), esta película intensifica sus últimos minutos, sin miedo alguno, hacia una truculenta tragedia final que adquiere un tono épico ayudado por las canciones. Aquí es donde el espectador, si quiere sentir y disfrutar lo que le propone la película, debe renunciar sus exigencias con el realismo y abandonarse al manierismo, estilización y arrobo del musical. No hay que olvidar que los géneros son juegos de la ficción y, si uno como espectador los juega sin prejuicios, va conectar más fácil con las intenciones del director.

 

 

Babylon, de Damien Chazelle

La gran ramera

Oswaldo Osorio

Esta película puede ser fascinante para un cinéfilo afecto a la mitología temprana del cine de Hollywood, pero también puede resultar extravagante, larga e insoportable para espectadores más desprevenidos o que disfrutaron del amorío melifluo y trillado de La La Land, dirigida por el mismo Chazelle. Y es que esta audaz y desinhibida obra es de esas que divide al público en dos, entre amores y odios. Este texto pertenece al primer grupo, el del cinéfilo que disfrutó su historia y excesos.

Es posible que el título haga alusión a Hollywood Babylon, aquel polémico libro del cineasta vanguardista Kenneth Anger, publicado en 1965, en el que relató la crónica roja y los escándalos de la Meca del cine desde sus inicios hasta mitad de siglo. Aunque la famosa ciudad mesopotámica fue centro de poder, cultura y progreso, fue por la nefasta herencia de la Biblia que solo trascendió a nuestros tiempos su remoquete de “La gran ramera”, una ciudad de lascivia y vicios. Su equivalente en el siglo XX fue Hollywood, en especial entre los años veinte y principios de los treinta, hasta cuando llegó aquel tristemente célebre código de autocensura, impuesto por el puritanismo de Hays, y terminó la fiesta de sexo, alcohol, drogas y elefantes.

Ese es el contexto social y moral de esta película. Pero todavía falta el cinematográfico, que tal vez sea el más apasionante de la abundante y accidentada historia del séptimo arte. Porque este periodo es, justamente, el de las luchas del cine por consolidarse como una industria y por ser reconocido como un arte. Es cuando hacer cine parecía como estar jugándose la vida en el salvaje oeste y, al mismo tiempo, aparecer en él era signo de fama y glamur. También fue la época en la que se posicionó el concepto de Sistema de estrellas (la base de la industria), se establecieron los grandes estudios y se dio el salto al cine sonoro. Después de esta turbulenta era, el cine de Hollywood se estabilizaría durante décadas.

Así que la primera decisión acertada de Damien Chazelle fue elegir este periodo para contar su historia. La otra fue escoger a sus cuatro personajes, en especial al del actor consagrado que empieza a ver su declive (Brad Pitt) y al de la joven vulgar que rápidamente se convierte en una estrella (Margot Robbie). Los otros dos son un trompetista negro, quien es una obvia alusión a Louis Armstrong y a la incursión del jazz en la banda sonora del cine; y un joven mexicano que, a fuerza de disciplina e inteligencia, comienza una prometedora carrera como productor.

Aunque el productor parece el protagonista, en realidad su función principal es ser el hilo conductor del relato y la excusa de la cámara para mirar a un lado y otro. Con él empieza la historia cuando el cine está cuesta arriba y bajo la mierda de un elefante, y con él termina cuando el cine es el principal mito del siglo XX. En medio de eso hay un universo de alboroto y trepidancia en el que son reconocibles innumerables referentes del periodo, ya sea como caricatura u homenaje: la muerte de una joven enfiestada con Roscoe “Fatty” Arbuckle, el despiadado chismorreo de la columnista Louella Parsons, el aura de poder del productor Irving Thalberg, el arquetipo de galán de Valentino, la forma de dirigir de Erich von Stroheim, la presencia de Alice Guy-Blaché tras la cámara y, entre muchos otros, las circunstancias de la llegada del cine parlante.

Este último evento es central en todo el relato y con él las muchas alusiones a Cantando bajo la lluvia, ese clásico de 1952 que ubica su historia en esa transición tecnológica y narrativa del cine. Chazelle, con un evidente amor y respeto por el filme de Gene Kelly y Stanley Donen, no solo recrea escenas, personajes y diálogos, sino que incluso reproduce apartes de él al final. Es un bello y coherente homenaje que emociona a cualquiera que tenga claro que ese es el mejor musical de la historia del cine.

Bueno, va mucho texto y todavía no he hablado de personajes o ideas más puntuales distintas al cine y su contexto en esta época. Pero es que esto es el verdadero centro del relato, aun los personajes de Pitt y Robbie, por más fuerza y colorido que tengan, son también un vehículo para reflejar asuntos más grandes que ellos, ya sea la cruel e indolente práctica de la industria de desechar, luego de sus quince minutos de fama, a quienes son su recurso más valioso, las estrellas; o tal vez ejerciendo el poder opuesto, al demostrar su facilidad para crear de manera inmediata, con ese mismo polvo de estrellas, a una famosa diva sin que se le note el pantano que trae en los pies.

Con todo y esto, es una película que prácticamente no cuenta con un argumento, no uno convencional. Es cierto que el personaje del productor jalona el relato, que dicho relato alternadamente pega en las bandas del galán y la diva, que eventualmente visita al trompetista, pero a toda la narración le interesa menos el avance de una trama que ir dando luz a ese gran fresco del cine, dicha ciudad y esa época, lo cual hace a partir de una seguidilla de escenas, ya sean pequeñas y de humor fácil (como la de la pelea con la serpiente), o disparadas y megalómanas (como la de la fiesta o de la mina), o incluso profundas y perfectamente escritas (como el encuentro entre la columnista y el galán).

Es cierto que tal vez se alarga un poco y hacia el final las cosas se salen de toda cordura, pero a esas alturas, y de acuerdo con el código propuesto desde el principio, cualquier cosa era válida o podía suceder, incluso ese directo flirteo con el cine experimental a manera de bombardeo visual del final, con el cual de nuevo quedó claro que la premisa de esta película era el cine mismo, su amor y pasión por las imágenes y la locura y fascinación por un periodo que nunca se volverá a repetir.

Aún estoy aquí, de Walter Salles

Serenidad y de eso no se habla

Oswaldo Osorio

Muchas veces la edad y la cinefilia pesan a la hora de ver una película y determinan su recibimiento y disfrute. Y no lo digo tanto porque las nuevas generaciones puedan asumir las historias y los temas con otros parámetros (ese es asunto de otro y difícil texto), sino porque lo que es nuevo para ellas resulta ser agua que hace muchísimo corrió ya bajo este puente. En otras palabras, los filmes sobre la represión de las dictaduras latinoamericanas nutrían generosamente el paisaje cinematográfico de mi juventud y de la cinefilia de entonces, por lo que ver ahora una película así es a otro precio.

La noche de los lápices, La historia oficial, Garage Olimpo, Amnesia, Los náufragos, Cuatro días en septiembre, La muerte y la doncella, Dawson: Isla 10 y tantas otras, fueron cintas que marcaron fuertemente mi juventud, incluso en una época tal vez más politizada que la actual. Por eso, ver una película como esta de Salles, que tan bien recibida ha sido internacionalmente, me deja una ambigua sensación, pues, de un lado, la obra de este brasileño rara vez me ha defraudado y, sin duda, estamos ante un relato muy hábil a la hora de contar su historia; pero de otro lado, el tono en que lo hace se antoja plano y un tanto ilustrativo, además de lo largo que se hace, sobre todo con sus varios finales.

Y no es que cada vez que se aborde este tema en el cine deba ser con los desgarrados lamentos –que aún retumban en mi recuerdo sin haberla vuelto a ver– de La noche de los lápices. Pero resulta extraño todo lo sutil y sugerente que puede ser esta película con tan ominoso tema, que no es otro que los actos de represión, tortura, muerte y desaparición que sufrió Brasil (y buena parte de Latinoamérica con el nefasto influjo de la Operación Cóndor) entre 1967 y 1985 bajo la dictadura militar.

Por momentos, y luego en retrospectiva, como espectador me sentí igual que los dos hijos menores y la hermana mayor de esta familia a la que le desaparecen al padre y le encarcelan a la madre: nadie les cuenta nada y, aunque saben que algo oscuro pasa, todo es silencio y ocultamiento. La base de esto puede ser la actitud serena y controlada de esta madre que, salvo por el episodio del perro, nunca se desmorona, aunque su mundo se esté viniendo abajo. Tal vez por eso, por ser ella el punto de vista, todo el relato avanza en clave distendida, sin mayores sobresaltos, apenas dando la información necesaria para entender la historia y su infausto contexto. Así que esa serenidad es lo mejor logrado de la ya muy elogiada interpretación de Fernanda Torres y, al mismo tiempo, es el factor que desdramatizó la tragedia de esta familia y de su país.

La película está basada en las memorias de Marcelo Rubens Paiva, hijo menor de esta familia, quien, además de contar los duros acontecimientos de principios de los años setenta, trae la historia de su familia y de su madre hasta el presente, con lo cual el relato avanza la situación de los desaparecidos, con pocos trazos y largas elipsis, al plano de los movimientos por la preservación de la memoria y las luchas por la reparación y contra la impunidad, algo de lo que carecen esas películas de mi juventud, por la falta de perspectiva temporal con los acontecimientos. Por eso es importante que estas historias se sigan contando, para que las nuevas generaciones lo tengan presente, o incluso para que recuperen esas otras viejas películas que trataron el mismo tema pero con otro talante.