Canción sin nombre, de Melina León

Los márgenes en grises

Oswaldo Osorio

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Hace poco Netflix llegó a los doscientos millones de suscriptores en el mundo y, además, anunció que produciría más de setenta películas en 2021. Así mismo, la Warner decidió estrenar sus películas simultáneamente en salas y plataformas. Estos tres datos son la evidencia contundente de que el cine entró de lleno a la era del streming y Netflix es, sin duda, quien la ha impulsado y mejor la ha capitalizado.

En este contexto y con el estreno de la película peruana Canción sin nombre, lo que llama la atención es que este gigante del streaming no tenga más películas como esta, películas que podrían darle una diversidad y nivel cinematográfico a ese gran menú compuesto casi enteramente por series y cine convencional, de entretenimiento y hecho en Hollywood.

Porque esta ópera prima de Melina León tiene las características y valores del mejor cine latinoamericano y del cine de autor, esto es, un cine reflexivo con la realidad y las problemáticas históricas de los países de la región y con una propuesta formal y narrativa definidas por un estilo y unas búsquedas estéticas.

Se trata de la historia de una humilde mujer a quien le roban su bebé al dar a luz en una clínica pirata. El relato desarrolla su desesperada búsqueda con la ayuda de un periodista y en medio del caótico contexto de la violencia terrorista de la guerrilla y represiva del estado. Pero la marginalidad y el desamparo social representan otro tipo de violencia en esta historia, donde esta mujer termina acorralada por la indolencia de las instituciones, la corrupción y el conflicto armado que entra hasta en su propia casa.

Estas circunstancias adversas y opresivas están recalcadas en el filme por la estrechez del formato 4:3 y por un blanco y negro que resulta en un contradictorio contraste entre la belleza estética y una atmósfera lúgubre y depresiva. Sus imágenes, en una aterciopelada gama de grises, se antojan evocadoras y melancólicas, ayudadas además por esa bruma que cubre el cerro donde viven los protagonistas y por el misticismo de sus ceremonias, cantos y bailes ancestrales.

La subtrama del periodista homosexual refuerza la idea de exclusión y marginalidad que es impuesta por una sociedad desigual, machista y viciada por ese contexto de violencia y corrupción política. Por eso, aunque los responsables del robo del bebé son identificados, resulta una victoria pírrica ante una realidad de injusticia y descomposición moral de las personas y del sistema entero.

Si bien se trata del Perú de finales de los años ochenta, esta historia mantiene su vigencia en un contexto latinoamericano donde las brechas sociales son cada vez mayores y donde toda esa población empobrecida y en los márgenes son ciudadanos de segunda, más aún si son mujeres. Y esta película logra transmitir esa sensación de pérdida y tristeza, no solo de esta mujer en particular, sino de toda una comunidad, y lo hace con una singular mezcla de fuerza dramática y una sutil poética visual.

Fragmentos de una mujer, de Kornél Mundruczó

Silencios y confrontaciones

Oswaldo Osorio

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Parece connatural de la condición humana que, luego de la pérdida de un hijo, el matrimonio en cuestión se desintegre. Aunque de un plumazo conté los dos conflictos de esta película, como ocurre con tantas historias, lo que importa en este caso es cómo suceden ambos dramas. Por eso, lo que tenemos aquí es un lento y doloroso viaje en el que esta pareja y sus allegados lidian con un tipo de duelo tal vez más ominoso que cualquier otro, dando como resultado un destilado drama que explora algunas de las distintas aristas que lo componen.

Aunque el título Fragmentos de una mujer (Pieces of a Woman) la pone a ella en el centro del relato, durante buena parte de la historia la narración los mira a ambos en sus distintas formas de afrontar su tragedia. Incluso inicialmente parece que se ocupa más de él. Pero de alguna manera prevalece el principio, en muchos sentidos discutible, de que en estos casos la mujer pierde más y es mayor su tristeza. Esta idea se refuerza cuando, un poco injustamente con el personaje masculino, literalmente compran su salida del drama y les dejan todo el asunto a las mujeres.

La elaboración del relato está definida por dos dinámicas que se alternan en la narración: las soledades marcadas casi siempre por silencios luctuosos y las dramáticas confrontaciones. En el primer caso, somos testigos de la desesperación de él y del mudo padecimiento de ella. Por eso él parece con mayor presencia al principio, por la relevancia que le dan la voz y los diálogos, mientras ella asume su cotidianidad en un anestesiado mutismo que la convierte en un personaje misterioso, lo cual puede obrar de manera opuesta de cara al espectador, pues ese misterio puede dimensionar su dolor o también dejar muchos vacíos en su construcción como personaje (se suprimen varias etapas del duelo, por ejemplo).

Las confrontaciones, por su parte, le suben el pulso y el volumen al relato. Discuten entre ellos, con el médico, con la madre, con la hermana. Todo se reduce a cómo cada quien afronta su dolor, lo cual ya es bastante, porque de eso dependen asuntos trascendentales (como qué hacer con el cuerpo de la bebé) y comportamientos esenciales (como volver a la bebida o acallar los sentimientos). En estos casos, las discusiones parece que no pueden tener otro propósito que el de herirse o distanciarse.

Llama la atención el contraste que hay entre la presentación y la resolución de la historia. La primera suele ser más larga que la segunda, pero en esta película llevan ese esquema al extremo, pues la presentación, que tiene aquí media hora, durante casi veinticinco minutos se ocupa solo del parto, y eso logra un fuerte efecto dado su fatal desenlace y sus secuelas en los personajes; mientras que la solución del conflicto la despachan con un discurso de poco menos de dos minutos, con lo cual se despeja, no muy convincentemente valga decirlo, el misterio de la protagonista.

Luego de tan intensa presentación y tortuoso desarrollo, ese final parece hecho para otro público y para otra película. Además de esta, quedan otras tantas dudas sobre la construcción de todo el filme, cómo la ilógica demanda luego de convenir tener un parto en casa con todos sus riesgos, los supuestos millones que podrían ganar (¿De quién, de la partera?), el forzado personaje de la prima que funciona de comodín al argumento, el mencionado mutismo de la protagonista que frecuentemente lleva el relato a la deriva o ese complaciente final con lo que parece ser una niña de repuesto. Aun así, de un tema tan transitado en el cine como es el duelo, este director húngaro, ahora en Hollywood, ha creado un filme duro y emotivo.

 

Tenet, de Christopher Nolan

Truco de mago

Oswaldo Osorio

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Cuando la película más esperada del año, del director más interesante del cine mainstream de la última década, luego de correr el velo de una sofisticada premisa, parece ser solo una cinta de acción y espías como cualquier otra, uno quisiera pensar que el problema es del propio entendimiento y no del admirado cineasta. Entonces uno repasa, hacia adelante y hacia atrás, sus componentes y construcción, para encontrar esas piezas o ese sentido que puedan darle el giro a una película que uno quisiera que fuera compleja, pero que solo ve complicada.

Los juegos y elucubraciones del cine con el tiempo siempre han sido fascinantes, lo cual se puede sustentar, justamente, con cuatro títulos de este mismo director: Memento (2000), Inception (2010), Interstellar (2014) y Dunkirk (2017). ¿Pero qué pasa con esta nueva película en la que solo parece hacer un juego de palíndromo temporal (como su título) con un argumento, en últimas, muy básico? La respuesta tal vez está en el viejo y confiable método de relacionar forma y fondo.

Lo primero es clarificar la complicada trama (que por su confusa naturaleza no tiene riesgo de ser spoiler): unos científicos en el futuro inventan una manera de invertir el flujo del tiempo en objetos y personas (la base es un principio físico: disminuir la entropía de estos) y un agente debe detener a un hombre que tiene el poder de moverse en el tiempo y sus intenciones de acabar con la humanidad.

La primera parte de esta explicación parece deslumbrante, mientras la segunda, es la misma historia del bueno que, para salvar el mundo, lucha contra el malo y, por supuesto, también a la chica, no importa si al hacer esto último pone en riesgo al planeta entero (como si fuera uno de esos elementales relatos de Superman que siempre antepone la seguridad de Luois Lane sobre cualquier cosa).

Entonces, esa “tenaza” temporal que se aplica en cada secuencia de acción, definida por ese principio físico y de ciencia ficción que casi nadie entiende en su momento (ni siquiera el mismo Protagonista), determina el motor de la trama y de esas escenas. El problema es que, como si fuera truco de mago (y Nolan conoce muy bien esto, como nos lo explicó en El gran truco, 2006), mientras con una mano distrae a la audiencia (con las intensas secuencias de acción y sus juegos temporales), con la otra nos pasa rápidamente ante los ojos una “deslumbrante” historia constituida apenas por esquematismos y vacíos argumentales, la mayoría de ellos solucionados o explicados por ese as en la manga que tienen todas las películas sobre viajes en el tiempo: es una paradoja temporal.

Que el ingenio de Nolan sigue destacándose y que cada vez busca nuevas y estimulantes formas de contar una historia, de eso no hay duda. La música, por ejemplo, es aquí uno de esos elementos concebidos de forma diferente. Que siempre le funciona, no necesariamente, sobre todo en este caso, cuando el espectador la mayor parte del tiempo no tiene claro lo que está viendo (la confusión de soldados enmascarados que van y vienen en la gran secuencia final es un ejemplo de ello). Y cuando se aclara algo, resulta de una simpleza casi vergonzosa, como las razones del villano para acabar con el mundo.

Por eso, en últimas, tal vez lo mejor es disfrutar esta película de manera compartimentada: las secuencias de acción como si fuera una película de acción, las de los elaborados planes como si fuera una de Misión Imposible, y las de sofisticado espionaje como si fuera una de James Bond.

 

Él, de Luis Buñuel (1953)

¿Si tan terrible es, por qué te casaste con él?

Por María Fernanda González García

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Después de seis años de exilio en territorio latinoamericano, el director aragonés Luis Buñuel realizó una de las obras más reconocidas de su etapa mexicana: Él. Una radiografía del comportamiento de una sociedad de los años cincuenta: elitista y religiosa, donde la conducta violenta y obsesiva de un hombre se esconde en la imagen de un caballero.

El guion es una adaptación de la novela con el mismo nombre escrito por Mercedes Pinto (1926), donde narra las situaciones difíciles que pasó desde su luna de miel, por culpa de los celos enfermizos de su primer esposo, el capitán de la Marina Juan de Foronda y Cubillas.

Entre los personajes de la película, encontramos uno de los galanes de la Época de Oro del cine mexicano: Arturo de Córdova, interpretando a Francisco Galván de Montemayor, un individuo de clase alta con imagen intachable, quien logra evadir los juicios hacia su comportamiento violento gracias su apellido de élite y amistad con la iglesia. Este hombre no conocía mujer alguna hasta que, en aquel jueves santo, durante el rito del lavado de pies, observando a los feligreses encuentra los pies delicadamente calzados y bellos de Gloria Milalta, interpretada por Delia Garcés.

Esta obra no es una historia romántica, es una ejemplificación de la obsesión y egoísmo de un hombre enfermo que, llevado por sus alucinaciones y creencias, pone en peligro la vida de su esposa, conocidos y amigos. Es una crítica directa sobre la sociedad que justifica el actuar violento de un sujeto cambiando el papel de la víctima a victimaria: “Debes tratarlo con dulzura”. Él nunca dará su brazo a torcer y aunque en el desenlace de la película se le observa como un reinsertado en la comunidad religiosa, su caminar en forma de serpenteo hacia la oscuridad nos da a entender otra idea.

Borat 2, de Jason Woliner

Burlarse en grande de América de nuevo

Oswaldo Osorio

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El periodista más célebre de Kazajistán, Borat Sagdiyev, vuelve a Estados Unidos para ridiculizar y poner en evidencia la ignorancia y doble moral de muchas de las personas que habitan esa “gran nación”. Ya lo había hecho en Borat (2001), con una serie de reportajes para entender la idiosincrasia de ese país, pero ahora lo tiene que hacer para salvar su vida, todo esto en medio de la pandemia y la contienda electoral más polarizada de la historia estadounidense.

Borat Subsequent Moviefilm (2020), se estrenó en Amazon Prime Video justo una semana antes de unas elecciones presidenciales marcadas por el repudio mundial al Presidente-candidato Donald Trump y la mentalidad abstrusa de quienes lo respaldan. Detrás de ella está Sacha Baron Cohen, un polifacético humorista inglés con una propuesta cómica en extremo provocadora e irreverente. Para sus personajes, Ali G, Borat y Brüno, no hay nada prohibido ni sagrado, van por la vida confrontando ideologías y costumbres conservadoras y puritanas, exponiéndolas ante las cámaras y la audiencia.

¿Pero realmente las expone o, como en la lucha libre, todo parece una puesta en escena? No hay una respuesta clara para esto, y justamente ahí está la esencia de su radical propuesta: el punto de partida es la lógica del falso documental, donde terminan siendo borrosas las fronteras de lo que es falso y lo que es documental. Pero que Rudolph Giuliani, exalcalde de Nueva York y abogado de Trump, entró a esa habitación de hotel con la joven periodista, no hay duda de que ocurrió; o que la mujer que cuidaba a la hija de Borat sabía o no que todo era una irreverente charada, no está claro.

El caso es que, con ese mismo espíritu, Borat recorre Estados Unidos y habla sobre el aborto, las cirugías plásticas, el machismo, las ceremonias sociales, el antisemitismo, las teorías de conspiración, Trump, la pedofilia, los republicanos, el racismo y, por supuesto, el covid, el tema que amarra con ingenio y solidez toda esa disparatada e hilarante historia. Además, con este tema propone un sorpresivo giro al final, con el cual le da el último y contundente golpe de opinión a la administración Trump, que es esta vez el principal blanco de sus críticas y burlas.

En un mundo genuflexo ante la corrección política y colmado de las vociferaciones del consumismo y la derecha política, resulta liberador y refrescante ver insolentes y libertarias películas como esta. Pero además, una película con una rara combinación de original entretenimiento con fuerte contenido político y crítico. Aunque puede que para entender tanto ese tipo de humor como su carga ideológica, tal vez haya que coincidir con la perspectiva de Baron Cohen y su equipo, porque de lo contrario, puede que solo se pueda ver mal gusto, pecado, irrespeto, comunismo y todas esas ignominias.

La Fuga de Alcatraz, de Don Siegel (1979)

El amarillo de la libertad venciendo al gris del concreto

Por: Mario Fernando Castaño Díaz

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En la mañana del 12 de junio de 1962, el guardia de turno pasa su primer control del día a los reos en sus celdas y, al notar que el prisionero Frank Morris no se mueve, abre la puerta y pretende jalarle el cabello para despertarlo, pero no contaba con la inesperada sorpresa de quedarse con su cabeza en la mano. Lo mismo sucedía con los hermanos Clarence y John Anglin, sus cabezas habían sido construidas con yeso, papel maché, pintura color piel y cabello verdadero para burlar a los guardias de la noche, los presos se habían fugado, la alarma suena y comienza el mito.

Localizada en la bahía de San Francisco, se encuentra la que era la prisión más segura del mundo, llamada popularmente La Roca y sus prisioneros como Hellcatraz, pero todo el que haya escuchado o leído su historia la conoce como Alcatraz. Su nombre viene del ave que frecuenta la zona y que es similar a las gaviotas. Antiguamente, en la isla funcionaba un faro y la primera edificación fue construida en 1856 con el fin de proteger la ciudad durante la época de la fiebre del oro; más adelante, se fortificaron sus instalaciones entre 1911 y 1912 como prisión militar para el Ejército de Estados Unidos y fue remodelada en 1933 para recluir a los criminales más famosos y temibles, en donde incluso Al Capone estuvo tras sus rejas.

Muchos fueron los que trataron de huir, pero murieron en el intento, era un reto casi imposible debido a que la construcción más parecía un búnker de piedra, la vigilancia rayaba en lo inhumano, según los testimonios, y el gélido mar, en el que abundaban los tiburones, era cómplice para que de este recinto penitenciario fuera imposible escapar. Sin embargo, en algunas ocasiones el hambre de libertad puede más que la razón y solo estas tres personas lograron alcanzarla, generando un escándalo que puso en jaque el nombre de la prisión y de quienes la custodiaban.

A partir de este hecho los medios comenzaron a teorizar sobre la suerte de los fugados y cómo lograron esta hazaña. El mal nombre a partir de este suceso, los problemas económicos y el deterioro de sus instalaciones, debido a la humedad causada por la sal marina, llevaron a que en 1963 fuera clausurada y se convirtiera en 1971 en un lugar turístico muy visitado y recordado por su infame pasado.

Su historia se ha plasmado en varios escritos, novelas, series de televisión, videojuegos y un gran número de películas que han pasado por el documental en el que se trata el tema dentro de lo histórico y otros en lo sobrenatural; referenciada en la ciencia ficción (Star Trek: Into Darkness, 2013), en el mundo de los superhéroes (X Men: The Last Stand, 2006), películas clase B de terror (Terror on Alcatraz,1986) y en el género de acción como en The Rock (1996), entretenida cinta en la que actuó nuestro querido y desaparecido Sean Connery.

El guionista Richard Tuggle adapta el libro de J. Campbell Bruce en donde se narra con detalle los hechos que desencadenaron la fuga de Alcatraz. Cansado de que los productores y ejecutivos de los grandes estudios rechazaran su trabajo, porque su historia no contenía tramas amorosas y que sus personajes eran aburridos, decide contactar al agente del director Don Siegel, mintiéndole, asegurando que ya había hablado con él anteriormente y que estaba emocionado con el proyecto. El guion llega a manos de Siegel y se lo muestra al actor Clint Eastwood, quien ya había trabajado con él en varias películas, incluida Dirty Harry (1971). Eastwood se interesa en interpretar a Frank Morris, un personaje silencioso, misterioso, parco, inteligente, muy estudiado y que solo entabla una relación amistosa con las personas que para él realmente valían la pena. Comienza así el rodaje de la película La fuga de Alcatraz, esta sería estrenada en 1979 con gran éxito y se convertiría en un clásico del subgénero carcelario y que muchas películas la tendrían en cuenta como una marcada referencia.

Desde el inicio de la cinta se muestra la llegada de Morris a la isla en medio de la tormentosa noche y una inclemente lluvia. Ya el director nos avisa que veremos una historia que no va con los clichés de las películas de acción del momento, ésta sería una en donde la esperanza por la libertad es solo un sueño y se debe sobrevivir según como se den los interminables días con sus noches en una claustrofobia que no solo se percibe dentro de sus frías paredes sino al ver a lo lejos la libertad reflejada en la lejana, y a la vez tan cercana, San Francisco, que en ocasiones se deja ocultar por la niebla.

La trama que casi raya en lo documental logra, con un guion tan bien elaborado que es uno de los mejores de la década de los años setenta, que no se detenga demasiado en los personajes, consiguiendo con sutileza generar la empatía necesaria por ellos sin interesarse en sus crímenes y centrándose en los hechos históricos.

Desde que se gesta la idea de la fuga comienza a funcionar una maquinaria ingeniosa, habilidosa y recursiva que relata con sumo detalle el cómo los que en un principio eran cuatro prisioneros, van dando forma a su plan, comenzando irónicamente desde la oficina del director de la prisión con el robo de un cortaúñas –que Morris habilidosamente esconde en la suela de su zapato– para poder abrir más adelante y, con mucha paciencia, un hueco atravesando la rejilla de ventilación de su celda.

Los personajes que interactúan con el protagonista tienen sutiles apariciones que develan la humanidad intrínseca en la historia y que van en detalles como la definición de la jerarquía en los escalones del patio de recreo, desde los que se ve el icónico puente Golden Gate y en donde Morris a su manera hace amistad con English, líder de los afroamericanos diciéndole que odia a los negros; también está el amor que tiene uno de los prisioneros por un ratón que acoge como mascota; el pintor que ve cómo lo privan de sus pinceles, pinturas y lienzos, todo por un capricho del alcaide; o Lobo, el hombre que acosa insistentemente a Morris, quien en un momento se defiende y le da su merecido, pero no sin obtener los dos un castigo en el bloque D, o al que llamaban los presos the hole o “el agujero”, un lugar carente de la más mínima comodidad, en donde podían pasar semanas en el encierro, la humedad, la inanición y la oscuridad absoluta.

El realismo es fuerte, teniendo en cuenta que la locación es en la mismísima Alcatraz y, a medida que el día de la fuga se acerca y que es adelantado debido a un posible traslado de Morris, el suspenso y la tensión aumentan, mientras nuestros personajes se ven casi atrapados solo por segundos. Y a pesar de que ya se sabe el final por el hecho de ser un suceso histórico, logra en el espectador el nivel de drama suficiente como para que no importe si sus protagonistas son villanos, solo queremos que consigan su tan anhelado deseo.

Su final es abierto como la realidad misma, dejando en la atmósfera un aire fuerte de esperanza, dando a entender que los prófugos lograron su cometido, todo queda en manos de lo que se pueda suponer acerca de lo que haya sucedido con ellos. Es un cierre casi poético, en donde el alcaide, ya derrotado en su orgullo, recoge en la orilla de la isla una flor amarilla que con su color contrasta con el gris concreto visto a lo largo de la cinta. Esta flor era un crisantemo que Morris conservaba como recuerdo de su amigo el pintor, quien los cultivaba en secreto, y cuando los plasmaba en sus pinturas, afirmaba que su significado es algo que no se puede arrebatar y que todos llevamos muy dentro, él no lo dice, pero asumimos que es la invaluable libertad.

Anna Christie, de Clarence Brown (1930)

Un pasado que pesa

Por: María Fernanda González García

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¿Amar o ser amado? Esa pregunta ha rondado en la mente de los humanos desde tiempos inmemoriales, y a esto se enfrenta nuestra hermosa Greta Garbo interpretando a la joven Anna Christie, a quien la vida no le ha pagado de la mejor manera y por lo que ella buscará alternativas para poder sobrevivir a su desgracia.

Una de esas soluciones es regresar al hogar paterno, del que fue separada desde pequeña. Su padre, George F. Marion interpretando a Chris Christofferson, la había dejado en una granja al cuidado de unos familiares, quienes, aprovechando su corta edad, abusaron de ella sin piedad. Luego, aparece un lapso que no es develado en la trama, pero conocemos casi al final que durante unos dos años trabajó en un prostíbulo para poder costear su vida. La enfermedad toca a su puerta y la recuperación la deja sin fuerzas, por lo que apresura su visita a su padre alcohólico, quien no niega los sentimientos de alegría y añoranza por volver a encontrarse con su hija.

Anna Christie trata de ocultar su pasado gris y, aunque no se siente del todo cómoda, haya la manera de convivir con su padre en un navío, este hombre la trata aún como una pequeña y le insiste en que sería una desgracia si ella se casara con un marinero, debido a la mala experiencia que él tuvo con su madre. Nuestra protagonista hace oídos sordos cuando, en una noche al rescatar tres marineros de un naufragio, entre ellos conoce a Charles Bickford interpretando a Matt Burke el cual se enamora torpemente de ella.

El par de enamorados viven su idilio de mar sin importar que el padre de la joven se niegue rotundamente a la relación, y sigue insistiendo en la separación de estos por el bien de su hija. Las cosas se ponen tensas cuando Matt le propone matrimonio a Anna creyendo que ella es una señorita de “bien”, desde allí el temor y el dolor se manifiestan en el hermoso rostro de la muchacha. El final de esta obra es un poco tosco, pero no niego la caracterización de Garbo, quien a pesar de contar con un porte elegante logra transmitir la preocupación y desgracia de una mujer marginada.

Admiro la fuerza de su discurso cuando decide abandonar a su novio. Una mujer decidida a lanzarse al abismo de la verdad oculta, que sin escatimar su sinceridad, se enfrenta con valor a la negación de su padre y la rudeza de su prometido. Anna Christie es el reflejo de muchas mujeres sobrevivientes de la prostitución quienes buscan una segunda oportunidad.

 

 

Descansa en paz, Dick Johnson, de Kirsten Johnson

La muerte como despedida

Oswaldo Osorio

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En plena era del giro subjetivo, de las narrativas del yo y del cine autorreferencial, una película como esta no sorprende, pero no por eso deja de ser novedosa y estimulante. Esos términos mencionados se refieren a una concepción del cine, en especial del documental, donde la pretendida objetividad que definía a este tipo de discurso audiovisual ya no es condición para hablar de la realidad. Ahora esta se puede abordar desde la subjetividad, la primera persona y hasta la intromisión de la autora misma en la historia que está contando.

Eso hizo la documentalista estadounidense Kirsten Johnson con Dick Johnson Is Dead, que acaba de ser estrenada en Netflix. No solo documentó los últimos años de vida de su padre, quien a sus 84 años empezó a perder la memoria, sino que no contenta con incluirse en su historia, además recreó las posibles muertes que su progenitor podría tener. En otras palabras, realizó un documental con componentes de ficción para despedirse de su padre y, de paso, reflexionar sobre la vida, la muerte, el amor filial y la memoria.

El anciano siquiatra, aún vital y lúcido, se presta para el juego ficcional y documental de su hija. Es un pacto filial que los hace cómplices de una doble empresa: por un lado, empujar los límites y definiciones cada vez más borrosos entre el cine de lo real y el argumental; y por el otro, asumir con entereza la inevitable e inminente separación que significa la paulatina pérdida de memoria de él y su eventual muerte. Por eso se trata de un cariñoso y desenfadado duelo por anticipado y, a la vez, el fortalecimiento de sus lazos afectivos en el final de su relación.

El leitmotiv del relato, que además es lo que le da el valor agregado a la película y también lo que resulta más entretenido, son las distintas simulaciones de las muertes de este bonachón y entrañable viejo. Es el juego de la muerte para prolongar la vida, esa que pervive en el recuerdo, el de su hija y sus seres queridos. Con este juego también vencen el miedo que le tienen a esa doble forma de dejar de existir: la pérdida de la memoria y la desaparición física. Un miedo presente desde que se fue la madre, quien también lo hizo en ambos sentidos.

Ver a Dick Johnson muriendo en repetidas ocasiones o en el cielo o bailando como Fred Astaire, le confiere a este documental un tono agradable y divertido, el cual contrasta con el desasosiego de eso que siempre esta presente en cada escena pero que nunca se dice: que tal vez pronto él ya no va a estar más.

Dice Valeria Valenzuela que el documental contemporáneo se aleja del periodismo y se aproxima, en términos de su gramática, a los filmes de ficción, y eso hace esta película, construir una fantasía para retratar a un personaje y hablar de una verdad, pero también opera como dispositivo de catarsis, como soporte emocional y como un medio para propiciar unas acciones y sentimientos. Porque en el cine actual, la realidad que documentan los cineastas también puede ser creada por ellos mismos.

The Leather Boys, de Sidney J. Furie  (1964)

El amor joven

Por: María Fernanda González García

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Motocicletas, peinados exuberantes, cafés y carreras. Ante un primer juicio, podemos evocar la película The Wild One (1953) como una de las referencias de esta obra. Un Marlon Brandon (Colin Campbell) inglés enfrentando diferentes modalidades de amor (familiar, fraternal, romántico, sexual) o por lo menos lo que él supone que es.

La secuencia de los planos son tan sutiles que encantan al espectador, no es necesario mostrar desnudos o escenas exageradas para entender lo que sucede. ¡Particular manera de cautivar los ingleses! Exponer sobre la homosexualidad siempre ha sido tarea difícil y aquí se puede corroborar: “alguien busca algo que otro no entiende”.

El salto de la adolescencia hacia la adultez es algo que muchos temen, privarse de algunas cosas es la primera cachetada de la realidad, lamentablemente crecer no viene con un manual de instrucciones. Ejemplo de ello es la boda prematura entre Reggie y su novia Dot, quienes enamorados deciden unir sus vidas pero que en cuestión de días se convierte una batalla campal donde el amor queda en veremos.

Dot es la imagen de la chica que quiere vivir las cosas que tenía prohibido por ser joven, por otro lado, Reggie es el modelo de chico que quiere disfrutar del sexo, una casa ordenada y un plato de comida. Entre sus diferencias aparece Pete, quien es un hombre extrovertido e interesante por la manera en que contempla la vida, un día puede tener estabilidad pero al siguiente se vuelve en una aventura. Reggie se acerca a Pete como el escape a sus problemas y su mano derecha para lidiar con lo que la vida le ofrece.

¿Reggie sabe lo que hace? En ocasiones pensamos que sí y la naturalidad de su actuar no nos deja otra cosa qué pensar, pero cuando se ve acorralado para tomar una decisión definitiva entendemos que es un chico asustado y perdido.

Fue muy curiosa la forma en que vine a conocer esta película, y fue gracias a un videoclip llamado Girlfriend in a coma – The Smiths.

South Terminal, de Rabah Ameur-Zaïmeche

La inviable neutralidad

Oswaldo Osorio

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Aunque este relato se desarrolla en un hipotético país islámico del Mediterráneo, su historia puede ser comprendida empáticamente por cualquier colombiano. Ese estado de guerra interna no convencional, donde muchas veces no se sabe dónde está el enemigo, ha sido una de las principales características del conflicto nacional, la cual ha padecido en especial la población civil y específicamente las comunidades campesinas.

Rabah Ameur-Zaïmeche es un cineasta franco-argelino que, en este su sexto largometraje, cuestiona este tipo de conflicto desde el personaje de un médico que vive en una ciudad portuaria. El doctor, como todos le dicen, es un hombre con una vida más bien opaca, tanto en su cotidianidad como en lo emocional. Al parecer su única virtud es la entrega rigurosa y desinteresada por su oficio. Y eso es justo lo que este director y guionista usa como pivote para desarrollar su historia.

Entonces la imagen general que propone esta película es la de un abnegado médico que se mueve en medio de un ambiente amenazante y hostil, zigzagueando entre bandos y siendo testigo, con sus ojos o con sus ensangrentadas manos que sacan balas de un lado y del otro, de un oscuro mundo donde impera un silencio de muerte y represión. Porque no se trata de una guerra ni de una violencia explícitas, sino de su omnipresente sombra y sus invisibles largos brazos, que selectivamente quitan la vida de uno aquí o secuestran y torturan a otro allá.

Se trata de un relato sin una trama definida, porque lo que le interesa es construir esa atmosfera malsana, como de aguas estancadas y descompuestas, infestadas de alimañas como falsos militares, combatientes del sistema y brutales fuerzas policiales de un totalitarismo, cuál de todos más violento y arbitrario. Es el estado de guerra y opresión en una versión kafkiana, donde un exterior de aparente normalidad, se presenta como una falsa fachada de escenografía que está sostenida por incompresibles fuerzas de abstrusos poderes y crueldad.

En medio de estas circunstancias, por más que alguien quiera mantenerse neutral, resulta inviable aun para la persona con el oficio más neutral entre todos. El doctor termina involucrado en el fuego cruzado y esto retará su condición como tal, así como su ética de salvaguardar la vida sin distinciones. Por eso, en un país en caos y sin estado de derecho, esa ética y la voluntad de cualquier persona son puestas a prueba. Y esa prueba ni se gana ni se pierde, simplemente toma su curso y se impone a las personas y circunstancias.

Paradójicamente, salvo por una escena de tortura que solo es presentada en un fuera de cuadro y aturdida por los gritos de la pobre víctima, se trata de un relato desenfadado, a veces contemplativo de rutinas y cotidianidades o frecuentemente a la luz del día. Pero tal vez es esa claridad y normalidad que transcurre en la imagen, contrastada con el ominoso entorno de amenaza, violencia y muerte, lo que le da mayor fuerza a esta película y una contundencia que nos recuerda que el mal casi nunca es visible a los ojos. Terminal Sud (2019), como es su título original, se estrenó en la plataforma MUBI.