Un completo desconocido, de James Mangold

No apta para fans (crítica y playlist)

Oswaldo Osorio

La recepción de los biopics sobre músicos puede estar dividida en dos grandes grupos: quienes poco o nada conocen de ellos y quienes son fanáticos o expertos. Para los primeros, casi cualquier película realizada decentemente, por lo general, resulta informativa, entretenida y hasta reveladora; mientras que los segundos quisieran ver o conocer algo más de lo que ya mucho saben, algo así como un punto de vista diferente o que logre desentrañar el misterio de su arte y, con eso, contribuir a ampliar o profundizar ese gusto ya adquirido.

En este caso, me tocó pertenecer al segundo grupo, al punto de, como anticipación a este estreno, repetirme un par de documentales sobre Bob Dylan y repasar una buena tanda de sus casi cincuenta álbumes. Por eso, ver esta película, que se ocupa de los años más conocidos del músico, de esos años definitivos en que contribuyó a cambiar la música, fue como dar un paseo por el vecindario de siempre con la esperanza de, eventualmente, ver al menos asomarse por alguna ventana a alguien nuevo. Casi nadie se asomó.

La película empieza con la visita a su ídolo Woody Guthrie y termina con la histórica “electrificación” de su música en el Festival de Newport, es decir, sin duda los dos momentos más conocidos de la vida de Dylan (no cuenta el Nobel de literatura, porque ni fue). En medio está su relación con dos mujeres, entre ellas Joan Baez, y su llegada al estrellato. Entonces, como materia prima argumental es, para el conocedor, harto obvia y tal vez tediosa, pero para el no iniciado, resulta ser la historia de éxito que probablemente también siempre ha visto con otros músicos. No obstante, el arte y la personalidad de Bob Dylan son tan fuertes, así como los relatos de triunfo tan infalibles, que termina siendo una película entretenida, para cualquiera de los dos tipos de espectadores, porque en ella todo está concebido con inteligencia y equilibrio.

El buen oficio de James Mangold hizo esto posible, porque es un director que en sus inicios parecía un prometedor autor del cine estadounidense, con cintas como Heavy (1995) y Copland (1997), pero que luego terminó dirigiendo los productos más disímiles, desde comedias románticas y westerns hasta películas sobre carros de carreras. Aunque realizó también Walk the Line (2005), el celebrado biopic sobre Johnny Cash, el cual seguramente contribuyó a que este nuevo proyecto musical fuera tan bien concebido y recibido.

La prueba de que se trata de una película calculada para el gran público y no tanto un relato auténticamente interesado por elaborar un retrato del músico que no fuera obvio y reiterado, es que su columna vertebral es la relación con las dos mujeres, lo cual le da emoción a la historia e intensidad dramática, pero a costa de excluir asuntos más significativos de este hombre como artista, así como el gran impacto que tuvo en su tiempo y la lectura que sus letras hicieron de la sociedad de entonces.

De manera que esta película es como la versión telenovelada y glamurosa de un circunspecto hombre que poco tuvo de galán y que fue uno de los principales puntales de la contra cultura en Estados Unidos. Que Timothée Chalamet, la estrella de cine y de las alfombras rojas del momento, lo haya encarnado, sustenta tal aseveración, aunque es necesario reconocer el convincente trabajo que hizo, ya sea proyectando la figura del artista como interpretando su música, tanto con su voz como con los instrumentos.

Así que, para el espectador que no es cercano al viejo Bob Dylan, tiene en esta película su versión más joven y exitosa, entonces seguramente  se la pasará de maravilla viéndola y, por qué no, aquel gane un nuevo y ferviente seguidor; si es un cultor entregado, tal vez lo mejor sea revisitar I’m Not There (Todd Haynes, 2007), esa atípica y sorprendente película en que se cuenta la historia de vida del músico (más completa, compleja y poética) utilizando a seis actores distintos (Cate Blanchett incluida); o también volver a escuchar sus mejores canciones… que no las buenas de siempre, sino otras como: I Want You, One More Cup of Coffee, Make You Feel My Love, Man Gave Names to All the Animals, Lay Lady Lay, Not Dark Yet, The Killed Him, Love Sick…

Ratas de alcantarilla (por dos)

Oswaldo Osorio

Los niños de la calle ha sido uno de los grandes y constantes motivos del cine latinoamericano. Desde Los olvidados (Buñuel, 1950), pasando por Crónica de un niño solo (Favio, 1965) y Gamín (Durán, 1977), hasta Pixote (Babenco, 1981) y La vendedora de rosas (Gaviria, 1998), casi cada cinematografía de la región tiene su buen puñado de cine con este adverso y delicado tema. Adverso porque las condiciones materiales y afectivas de estos niños nunca dan para relatos felices, y delicado porque siempre habrá el riesgo de caer en los territorios de la pornomiseria o de la mirada lastimera y condescendiente.

En casi todos estos relatos, por supuesto, la aproximación realista se impone, pero suele haber, en mucho o poco, gestos de fantasía y delirio, dada la naturaleza de los personajes. En esta película de Carlos Zapata, a quien ya se le reconoce un estilo intenso e irreverente (algo punketo incluso) por sus películas Pequeños vagos (2012) y Las tetas de mi madre (2015), esa fantasía y delirio están en el centro de su propuesta para hablar de los niños de las alcantarillas de Bogotá.

Se trata de la historia de Titi, un gamín que, a pesar de su corta edad, tiene un particular carisma, además de un grupo de amigos, entre ellos un hermano y algo así como una novia. Lo primero que propone Zapata, quien también es también el guionista, es un relato más de personajes que de historia, pues el argumento está compuesto por el ir y venir de ellos en las usuales actividades: limpiar vidrios en los semáforos, mendigar, aspirar pega y deambular por la ciudad. Pero el grueso de las acciones está concentrado en las relaciones que establecen entre ellos y en sus diálogos.

Entonces, aunque el universo visual de la película es potente, con toda la ciudad como escenario de fondo y una cuidada puesta en escena en cuanto al vestuario y maquillaje principalmente, es en la palabra donde radica la fuerza expresiva y significativa de la obra, así como lo que define a los personajes. Lo primero que golpea fuerte (aunque es conocido de otras películas, pero en esta se hace más evidente) es la carga de violencia y hostilidad que hay en la cotidiana comunicación entre estos niños. No importa si son amigos o si se trata de la circunstancia menos conflictiva posible, la agresividad para con el otro y la actitud de estar siempre a la defensiva son la gramática de su voz.

Esto, claro, es reflejo de su vida y entorno, de una existencia en la que han tenido siempre que valerse por sí mismos y de un mundo donde tienen que defenderse constantemente y cada quien es su única protección, y ante la ausencia de fuerza, buenas son las palabras. Tienen a su grupo de amigos, es cierto, pero aun así, el individualismo se impone muchas veces y, aunque no haya agresión física, la verbal está a flor de lengua. Pero lo impresionante de esta dinámica de su lenguaje es la contradictoria manera como se combinan, orgánica y fluidamente, las actitudes y gestos de hostilidad e insulto con los de solidaridad y fraternidad. Todo esto, por supuesto, cabalgando sobre la farragosa jerga propia de la calle, para la que hay que estar atentos a inferir o descifrar su intrincado glosario.

Ahora, esa lucha por la supervivencia diaria está enmarcada en el gran conflicto social que significa su desamparo, tanto de los vínculos familiares como de la institucionalidad. Pero hay otro conflicto más específico, del que el relato hace su punto más dramático y reactivo: La incineración de las alcantarillas, con estos niños adentro, como un acto de “limpieza social”, el cual tiene su propia y criminal declaración: “Las alcantarillas son para el agua, no para las ratas”. Es así como Titi pierde a sus amigos, quienes pasan a un segundo plano a deambular, por el relato y por la ciudad, como tiznados fantasmas que ya ni pueden decir groserías, porque donde están, ya no necesitan la violencia del lenguaje para defenderse.

Pero Titi no se quedará solo, porque empieza una amistad–noviazgo con La Ratona, una joven que ve en él a un compañero para ir al “paraíso”. Y este concepto tiene varios sentidos en el relato: físicamente, es un mejor sitio donde podrán vivir (lejos de los pirómanos asesinos), es igualmente un estado mental que flirtea un poco con la fantasía, y también un lugar espiritual a la manera de la tradición católica. Incluso es una imagen: el cartel de un hotel cinco estrellas con ese nombre.

Es entonces con esto que se empieza a complicar (y a enriquecer) el relato, pues la relación con ella hace más complejo al protagonista, en tanto se activan otros aspectos, como su contradictoria actitud frente a su individualismo y el deseo de tener compañía, o la ambigua presencia de su grupo de amigos, o sus deseos a futuro ante las propuestas de La Ratona. Así mismo, el juego con la fantasía (o el delirio) se evidencia en distintas ocasiones de manera alegórica y lírica, dando lugar a escenas muy importantes para el sentido del relato y en las que el espectador debe saber leer el código de la película o elegir cuál cree que puede ser el significado de la historia y el papel de los personajes.

El asunto es que este último aspecto depende de las dos versiones que tiene esta película, porque está el “boceto” liberado en internet por su director con la advertencia de que es “la versión fidedigna de la obra original”, y está la versión de los productores, con la factura y el acabado general del último corte para salas (ver al final el link donde se pueden ver ambas versiones).

En términos generales, las dos versiones no difieren en mucho cuando se trata del universo del relato y los personajes, así como de la denuncia y esa mirada afectiva que hacen sobre los niños de las alcantarillas. No obstante, hay otras diferencias sustanciales, en cuanto a las escenas incluidas o no, lo cual determina unos cambios significativos en la comprensión de la historia. Pero la gran diferencia, es que en el boceto del director el personaje de La Ratona existe realmente y, en la otra, es solo producto de la imaginación de Titi, con todas las implicaciones que esto tiene en relación con la historia y el personaje, empezando por lo decepcionante que suele ser para el público saberse “engañado” todo el tiempo con lo que le acaban de contar.

Así que, como sería de esperar, la versión del director parece más clara y directa con lo que quiere decir, incluyendo el sentido lírico y entrañable que desarrolla con la relación entre la pareja de personajes principales; mientras que la otra versión tiene elementos de mayor impacto para con el espectador en general, como el uso de ciertas canciones, el lamento a gritos de la violación, la madre llorando o el preciosista viaje en bote, es decir, no parece tanto una película de Carlos zapata, ya que hay dos para compararla.

Son dos versiones de una historia y una sola premisa verdadera: la dura realidad de estos niños contada en clave lírica y emotiva y mirada desde unos recursos y tics propios del cine de ficción, que unas veces logra un acercamiento honesto y otras veces se pasa con sus artificios.

 

BOCETO DEL DIRECTOR CARLOS ZAPATA:

 

CORTE FINAL DISPONIBLE EN RTVCPLAY: 

 

 

 

 

 

 

Todos somos extraños, de Andrew Haigh

El poder del amor

Oswaldo Osorio

Soledad, amor, duelo, familia, nostalgia, tristeza, en fin, son muchos temas, sentimientos y emociones los que aborda esta inesperada película, que está siendo promocionada solo como una historia cuir. Ciertamente tiene importancia el amor y la pasión entre los dos hombres que la protagonizan, pero ese solo es uno de los componentes de un relato original y atípico que, a partir de una peripecia ficcional, consigue sorprender y acceder a distintas, profundas y sutiles facetas de la condición humana y de las relaciones afectivas, tanto amorosas como filiales.

Todos somos extraños (All of Us Strangers, 2023) está basada en la novela Strangers (1987) de Taichi Yamada y su inusual peripecia ficcional tiene que ver con dos grandes giros que definen su historia y a su personaje central, por lo que es imposible hablar de ella sin revelarlos (alerta de spoiler). El primero es que Adam, un guionista de mediana edad, visita en la casa de su infancia a sus padres, quienes fallecieron cuando él tenía doce años. De esta forma, la soledad y melancolía de este hombre empiezan a tener sentido, y los encuentros con sus padres se convierten en un viaje al pasado, a tener las conversaciones que nunca pudieron y a dilucidar la explicación de algunos de sus traumas y emociones, de su forma de asumir la vida.

Solo la ficción permite esta fantasía, este sobrecogedor don, de que alguien pueda visitar el pasado, confrontarlo y abrazarlo, incluso aprender de él. No se necesitarían más terapeutas si esto fuera posible. A falta de esta posibilidad, bien puede la ficción juguetear con la idea, aunque en este caso sea un juego un poco doloroso, para los personajes y para el espectador, porque uno no pasa indemne por las películas, menos si se trata de una con la inteligencia y sensibilidad que esta tiene. Entonces somos presa de la nostalgia ajena, pensamos en nuestros padres cuando teníamos la edad de ese niño y se nos revela el viaje emocional de este hombre en toda su complejidad.

Hay otra línea argumental que tiene que ver con la relación que empieza a formar Adam con un vecino de su desolado edificio, donde solo parecen vivir ellos dos, un escenario consecuente con la soledad que los define y lo fantasmal de la historia. Es una bella y reconfortante historia de amor que contribuye a explorar las emociones y la personalidad de este hombre, a quien cada vez vemos dibujada con trazos más finos. El trabajo contenido y el afligido gesto del actor Andrew Scott contribuyen a lograr esto (aunque también la estén promocionando como la última película de uno de los acores del momento, Paul Mescal).

Con la fuerza de las actuaciones, la casa de los padres y la música atascadas a finales de los años ochenta, un edificio con un silencio sepulcral y una fotografía tan rica en matices y estados de ánimo como el protagonista mismo, este relato se alterna en sus dos líneas argumentales en un crescendo emocional que anuncia con susurros un trágico final, el cual es la segunda y casi despiadada revelación acerca del nuevo novio de Adam, un amor que pudo haber sido y no fue, otro juego ficcional que nos descubre una película que nunca ocurrió, no en términos de esa realidad enunciada, pero sí ocurrió para uno como espectador, que experimentó una emotiva travesía en la que se expandieron los rangos del amor, la melancolía, el deseo, la felicidad y la frustración.

Como dice la canción de los créditos finales de Frankie Goes to Hollywood: el poder del amor es una fuerza que viene desde arriba y limpia el alma. Eso le pasó a Adam, el amor, para bien o para mal, real o imaginado, le sirvió de catarsis para una existencia marcada por el aislamiento y la pesadumbre, mientras que nosotros vimos, al mismo tiempo, un relato triste-feliz, una historia de amor y un cuento de fantasmas.

Salvador, de César Heredia

El sastre y la ascensorista

Oswaldo Osorio

Esta película la escogí para inaugurar el 7º Festival de Cine de Jardín, cuyo tema era la corrupción. Por eso es difícil para mí no asociar esta cinta con ese tema, o tal vez fue al revés, cuando definimos el tema del festival, una de las primeras películas en las que pensé fue en esta. Y es que, si bien en general parece una historia de amor y desamor, de fondo, tanto en lo individual como en lo institucional, todo está determinado por estructuras y acciones corruptas, desde el gesto egoísta de un hombre hasta el aparataje de un Estado autoritario.

A unos días de la toma del Palacio de Justicia en Bogotá, un sastre trabaja cerca de allí y conoce a una ascensorista. De actitud adusta y con una rutina que parece definir su carácter, Salvador se muestra como un hombre recto, justo y que no le interesa meterse con el mundo ni que este se meta con él. Incluso el amorío que empieza a tener con la ascensorista devela a un ser más cálido y considerado, no obstante, esos contrastes y apariencias en la personalidad y ética de este hombre, es lo que define la premisa general del relato y las ideas que quiere poner en juego acerca de la naturaleza humana y sobre el país mismo.

La primera virtud de esta película es ese universo aparentemente ordenado, contenido y, sin embargo, definido también por una atmósfera enrarecida, tanto porque el personaje de Salvador crea con su hermetismo cierto misterio y aprensión, como por el malsano ambiente determinado por los medios de comunicación y las personas con quien él se relaciona. Bueno, también los espectadores atentos a la historia de Colombia saben qué pasó en esos primeros días de noviembre de 1985 y es inevitable acompañar esta sosegada narración con el temor de que en cualquier momento la toma del Palacio se va a cruzar, y no de buena manera, con la historia de la pareja protagónica.

En esta película el director parece también un viejo sastre, porque sabe confeccionar un relato de cuño clásico, muy pulido en su guion y puesta en escena y que solo hacia el final de las últimas costuras se revela la creación total y sus repercusiones. En ese sentido, es un relato al que no hay que acosarlo (como a los buenos sastres), porque todo en él está bien medido y entregado a su tiempo: el lento pero encantador proceso de flirteo entre los protagonistas, la significativa subtrama del sobrino desaparecido, militares de uniforme o encubiertos por doquier, y claro, el demonio de los celos.

Si bien cualquiera puede tener sentimientos adversos o reprochables, lo que define a las personas, en últimas, son las decisiones éticas que toman ante la presión de esos sentimientos. Salvador (y aquí se advierte a quienes no han visto la película) terminó sucumbiendo a una pequeña mezquindad en procura de su propio bien, pero esa mezquindad se sumó a su indolencia y, además, a su cobardía, y cada una de estas bajezas es una puntada que cobra su sentido real en la vida de un hombre que, además, está rodeado de arbitrariedades mayores.

La historia prueba a las personas, a algunas las hace más grandes y fuertes, mientras a otras débiles y minúsculas. Por eso Salvador es un hombre, pero también un país y sus circunstancias, y las de ese momento fueron de las peores que ha vivido Colombia. Y ahí radica la grandeza de esta pequeña película, que con el intimismo de un primer plano, supo reflejar contundentemente la gran dimensión de todo un país en uno de sus momentos más nefastos.

La Roya, de Juan Sebastián Mesa

La diáspora campesina

Oswaldo Osorio

Esta es una película sobre el campo y un campesino antioqueño, pero con una imagen de ellos muy distinta de la que aún tiene presente el imaginario colectivo, la televisión y los anuncios publicitarios. Esta es una versión actualizada y más fehaciente de lo que sucede realmente en la ruralidad de este departamento y del país entero. El relato se sumerge entre montañas y cafetales, sin perder de vista su conexión con la ciudad y con la intención de hablar de una serie de facetas de la vida campirana hasta ahora inéditas en el cine colombiano, y lo hace con sutileza e inteligencia, sin incurrir en obvias exposiciones antropológicas y con imágenes que saben expresar el peso e intensidad del paisaje.

Jorge es un joven que, a diferencia de casi todos sus amigos, decidió quedarse a trabajar la finca cafetera de su familia. Esta situación opera como premisa general que atraviesa toda una serie de situaciones y conflictos convergentes en él, pero que están conectados orgánicamente por un guion sólido y lúcido con lo que quiere decir. Hay un amorío prohibido con su prima, una maldición que lo ronda y que se remonta a la muerte de su padre, la sincrética idiosincrasia del campo, la soledad que campea por senderos y cafetales, la sombra de un viejo amor que regresará de visita y la roya, una amenaza concreta para un mundo ya amenazado por el abandono y que, además, opera como metáfora del desmoronamiento de su universo.

Unos años atrás, este director, oriundo de un pueblo del suroeste antioqueño y cuya juventud y formación audiovisual tuvieron lugar en Medellín, dirigía su muy citadina ópera prima Los Nadie (2016), una película que también habla de la juventud, de sus expectativas de vida y de su relación tirante con el entorno. Sin dejar de sorprender por la contundencia con la que también supo construir este universo rural, se puede entender, entonces, esa capacidad de ambidiestro con el campo y la ciudad, un doblete de opuestos que ha sido frecuentemente un punto de tensión en el cine nacional.

Esa tensión está en el centro de esta historia y de la construcción de su protagonista. Su decisión de quedarse, de acuerdo con la forma en que es planteada y desarrollada por el relato, es una declaración de principios de la película. La parquedad de Jorge y un cierto tono melancólico que logra la narración, sin ser sensiblero ni condescendiente, impelen a comprender su drama y el de su hábitat, así como lo trágica que resulta esta pragmática migración de las nuevas generaciones de campesinos hacia la ciudad. Incluso la historia sabe jugar con la expectativa de una posible partida de él cuando confronte su vida con la de sus amigos y, sobre todo, con su exnovia.

Ese encuentro, especialmente la fiesta, es como si fuera un largo clímax de la película. Allí se da ese choque entre el campesino “puro” y los “contaminados”, pero es una división que, inevitablemente, solo la hace el espectador, no Jorge, y esa diferencia de percepciones es una de las clarividencias de este filme, indudablemente producto de la doble raigambre del director.

Ese encuentro es un brusco cambio en el tono y el tempo de la película, incluso en su concepción visual. Es apenas obvio, entran más personajes a relacionarse con el protagonista y están en modo fiesta y jolgorio. Porque el resto del relato la respiración es la de ese campo que se está quedando deshabitado, es una atmósfera donde la cotidianidad y las acciones simples definen el carácter y estado de ánimo de los personajes. Las preocupaciones son otras, aunque igual de intensas. Por eso no hay mucha diferencia entre el conflicto que tiene con su exnovia y el que tiene con su prima. Igual hay sentimientos encontrados y duras decisiones qué tomar.

Si Los Nadie era la película de un joven irreverente que quería hacerle ciertos reclamos al mundo con desparpajado ímpetu, esta es la de un director adulto que identificó un silencioso y gran problema de nuestro tiempo, lo supo observar de cerca y deconstruirlo desde distintas facetas, para luego amplificarlo ante nuestros ojos y así poder corregir un poco esos lugares comunes que tenemos del campo.

El rojo más puro, de Yira Plaza O’Byrne

Tres líneas vitales

Oswaldo Osorio

El cine colombiano se está volviendo experto en hablar de la violencia del país. Pero ya no solo se limita a contarla en una trama, a usarla como excusa para un argumento o exponerla a manera de denuncia. Ahora es posible también la reflexión, el análisis y hasta la duda, porque cada vez sofistica más su discurso y enriquece sus recursos para abordar este tema que, contrario a lo que suele creerse, no es tan preponderante en nuestra cinematografía. Eso ocurre con este documental, el cual propone una revisión atenta y reflexiva a la violencia y circunstancias políticas de Colombia, y lo hace con un elocuente equilibrio entre la mirada en primer plano y en plano general.

Estas nuevas maneras de ver la violencia pasan por una tendencia que se ha hecho fuerte en el cine nacional de la última década: el documental autorreferencial o las “alteropoéticas del yo”, como las nombra David Jurado en un reciente libro. Aunque en realidad, hay que insistir, de esa treintena de títulos que se pueden identificar con este tipo de narrativa, solo algunos tienen que ver con la violencia, entre los que es importante mencionar los dos documentales de Daniela Abad (Carta a una sombra, The Smiling Lombana), Pizarro (Simón Hernández), Ciro y yo (Miguel Salazar), Pirotecnia (Federico Atehortúa) y Del otro lado (Iván Guarnizo).

El rojo más puro llega a sumarse a esta ya dominada (y hasta dominante) tendencia, pues el relato en primera persona de la directora hablando sobre su padre es la esencia de su premisa y de su relato. La vida de un líder sindical que desde hace décadas ha padecido amenazas, el exilio, atentados y el exterminio de sus compañeros de la Unión Patriótica, necesariamente afectó la vida de su hija, y por eso son tan pertinentes ese punto de vista y formas narrativas que propone Yira Plaza en esta película, pues no solo es alguien a quien directamente afectó la violencia del país, sino que alcanzó a tener una consciencia de ella tanto vivencial como ideológica, una consciencia que es la fuente que origina su narración y el tipo de discurso que desarrolla.

Este discurso toma muchas formas, puede ser expositivo, reflexivo, intimista, nostálgico, cuestionador, de impotencia y hasta dubitativo. Todo este arco de emociones y posibilidades lo consigue gracias a ese punto de vista privilegiado y a la decisión de contar una historia con esas dos líneas vitales entrelazadas, la de su padre y la del país (que son tres si se tiene en cuenta la de su directora). De ahí que sea posible ver a un hombre llorando en su habitación por asuntos derivados de su condición política, así como la panorámica de una sociedad en permanente estado de choque, donde la mirada está del lado de las víctimas y sus luchas, pero no es una mirada simplista o sensiblera, sino que hay en ella la serenidad de quien ha estado cerca de un problema y lo trata de entender, para luego transmitir ese entendimiento a través del lenguaje, en este caso el del cine.

Además, para dar cuenta de esas dos líneas vitales, recurrir al archivo era fundamental. Desde las fotografías familiares pegadas en una pared y sometidas al escrutinio de la memoria y la interpretación, hasta esas otras que tanto hemos visto en los recuentos de esta historia de violencia, pero que aquí potencian su sentido por obra del montaje, el cual las confronta con la imagen de un hombre que representa a miles, así como de una voz en off que las expande dándoles contexto y prestándoles las propias emociones y reflexiones.

“El mundo merece cambiar”, dice la frase que acompaña el título de esta película. Y cuando empiezan los créditos finales, uno se da cuenta de que ese cambio es posible por el compromiso de hombres como su protagonista. También es posible por esa consciencia política y social de las nuevas generaciones, que aunque tengan diferencias –las formas de lucha, por ejemplo– el espíritu y objetivo es el mismo. Eso es lo que une a Yira Plaza y a su padre, y eso es lo que hace de esta película una obra tan sólida y coherente.

Los reyes del mundo, de Laura Mora

Viaje a la semilla

Oswaldo Osorio

Cuando no se tiene nada, hay que jugársela por el todo. Eso es lo que piensan los cinco jóvenes protagonistas de esta película de carretera cuando emprenden un viaje hacia la esperanza de tener un lugar en el mundo. No tienen un techo y ni siquiera una esquina en el centro de la ciudad. La vida los ha desterrado de todas partes. Solo se tienen a ellos mismos, como una suerte de disfuncional y díscola familia que va en busca del hogar que siempre les han negado.

La nueva película de la directora de Matar a Jesús (2018) también habla de realidad, marginalidad y violencia, pero de muy distintas formas, al punto de poder decir que supera su ópera prima en el lirismo de sus ideas y en la contundencia cinematográfica. Estos cinco descastados parten de Medellín hacia el Bajo Cauca con un puñado de papeles que les puede significar tener una casa por vía de la restitución de tierras. En su periplo tratan al mundo como este los ha tratado a ellos, de forma atrabiliaria, haciendo destrozos y embistiéndolo todo como desbocados.

Son marginales, pero no han caído a los infiernos de muerte y culpa como Jesús, aunque descargan como pueden esa rabia que tienen contra la sociedad que los excluyó. Aun así, Laura Mora los trata con una ternura y compasión que permite ver en ellos una humanidad difícil de identificar desde el prejuicio. Así mismo, la violencia está presente, pero siempre acechándolos y más bien buscando el fuera de cuadro. El relato pone de manifiesto esa “Antioquia profunda”, donde se mimetizan bajo un sombrero hombres dispuestos a mantener el orden y la propiedad a fuerza de represión y autoritarismo.

En cuanto al realismo, solo es un punto de partida de cuenta de la naturaleza de los protagonistas y de ese contexto de violencia, pero el espíritu del relato va más por vía de la poesía, el lirismo y del romanticismo existencial (ya no pertenecen al credo del No futuro), porque aman la vida y se quieren devorar el mundo. ¿O si no, de qué otra forma se puede leer ese burdel de hospitalidad crepuscular, o el leitmotiv del caballo blanco, o esa pareja de viejos fantasmas que se encuentran casi al final del camino? Con estos y otros tantos elementos la película devela su verdadera naturaleza, la de hacer un viaje de búsqueda y liberación que reivindique a estos espíritus libres y maltratados. Un viaje que, como toda película de carretera, empieza siendo físico, pero el que se impone en importancia es el viaje sicológico y emocional.

Aunque ese viaje no físico de los personajes está jalonado y sugerido por esas imágenes que se alejan del realismo, así como por una puesta en escena que sabe coreografiar ese ímpetu de reclamo y amargura de estos jóvenes, quienes siempre parecen estar revoloteando entre ellos mientras saltan de un lugar a otro. Y aunque parece un movimiento desordenado y delirante, lo cierto es que tienen una agenda clara: reclamar esa tierra, pero no tanto por la propiedad, sino por lo que significa para su tranquilidad e identidad. Quien los ve tan díscolos y transgresores y, en últimas, solo buscan un lugar donde puedan estar tranquilos y vivir en paz.

Ahora, insistiendo con esa suerte de realismo lírico de esta película, obliga mirar en retrospectiva y dudar de la supuesta “pureza” realista del cine de Medellín. El mismo Víctor Gaviria con Rodrigo D y en especial con La vendedora de rosas (y ni se diga con ese corto fantasmagórico que es El paseo), elude el realismo puro y directo, pues le confiere a sus personajes y a algunas escenas un vuelo poético y delirante que habla de esa realidad de otra manera. Igual podría decirse del melancólico blanco y negro de Los Nadie, o de ese cetáceo varado en una avenida de Medellín en Los días de la ballena. Pero Laura Mora sube la apuesta e introduce sistemáticamente unas imágenes y recursos que hacen que esa realidad tome vuelo hacia los terrenos de la abstracta evocación, la poesía visual o la metáfora mística.

Se trata de una película inteligente y compleja en su construcción, porque nada es simple o evidente en ella, su guionista y directora asume unos riesgos narrativos que le permiten hablar de unos personajes, su realidad y un propósito concreto, pero de forma elusiva y poética, llamando las cosas por otros nombres, cambiando la apariencia de lo vulgar o trivial por unas imágenes evocadoras y sugerentes que obligan a pensar y a hacer asociaciones. De eso se trata el arte, de eso se trata el buen cine.

Rebelión, de José Luis Rugeles

La vida como un cuarto sucio y desordenado

Oswaldo Osorio

Siempre se ha dicho que la salsa es el rock de los latinos. Esto en cuanto su actitud, descarga y pasiones desbordadas. Entonces, guardadas las proporciones, los rock stars latinos son los salseros, con todos sus excesos, ímpetu y vocación autodestructiva. Lo pudimos ver, por ejemplo, con El cantante (Leon Ichaso, 2006), el biopic sobre Héctor Lavoe, y ahora este tópico lo retoma esta historia sobre Joe Arroyo. Aunque decirle historia no es exacto, porque poco argumento hay en ella, pero esa es, justamente, su principal virtud, la de ser una película que va más allá de una historia de vida, porque prefiere ahondar en el espíritu y personalidad de lo que nos propone como un atormentado genio de la música.

Rugeles ya le había dado dos buenas películas al cine colombiano, García (2010) y Alias María (2015), muy distintas entre sí, como lo es esta última comparada con ellas. Pero en las tres mantiene su compromiso con un cine personal y sin concesiones, y con Rebelión (2022) se arriesga aún más, pues toma a un ídolo musical tan querido y conocido en el país y lo aborda desde su faceta más oscura y menos popular. Aquí no está presente esa historia de éxito, fama y del origen de canciones queridísimas por los colombianos y salsómanos del mundo. Para eso está la televisión nacional, diría su director y guionista. Una decisión narrativa que fue más para bien que para mal.

Lo que hace Rugeles es juntar a todas sus mujeres en una sola y su hábitat durante décadas lo sintetiza en unos cuantos cuartos de hotel. Entre la una y los otros, y con la música de por medio, el relato construye un universo sucio y sombrío, cargado de drama, energía creadora y desesperación. Los dos principales recursos que usa para esto es, por un lado, la presencia del actor Jhon Narváez en cada una de las escenas de la película, quien apela a una riqueza de rangos interpretativos que van desde la angustia existencial y el tormento emocional hasta el afloramiento del genio y el éxtasis creativo; de otro lado, está la dirección de arte, que envuelve esos comportamientos y estados de ánimo en unos ambientes caóticos y decadentes, incluso hasta niveles no realistas, o tal vez metafóricos, como aquel derruido lugar donde graban, precisamente, La rebelión.

Solo hay un par de personajes que aparecen en medio de ese delirio y desasosiego: Mary, esa mujer que puede ser cualquiera de sus amores, y su manejador, una suerte de punto medio entre alcahuete y Pepe Grillo, cuya principal función es que el relato no sea un soliloquio, es decir, más que un personaje real o convencional parece una estrategia del guion para propiciar ciertos diálogos y revelar sentimientos y actitudes del Joe, así como para hacer posible algunas situaciones. Entra y sale de escena para lograr su cometido dramatúrgico o el suministro de información necesaria, que no es mucha, porque no se trata de un biopic de trivias. Es un personaje que refuerza el carácter alegórico y conceptual del relato, que prefiere la experiencia sensorial y emotiva, así como la elaboración de ideas en torno al músico y su vida antes que la trillada historia del cantante que transita, en clave de relato aristotélico y de viaje del héroe, esa conocida senda de amores, éxitos y demonios personales.

 

Puentes en el mar, de Patricia Ayala Ruiz

Resiliencia y resistencia

Oswaldo Osorio

En Tumaco convergen casi todos los factores causantes de la violencia en Colombia: presencia de los distintos actores armados, cultivos de coca en la región con el consecuente narcotráfico y las rutas para sacar la droga por el mar, pobreza multidimensional, corrupción y una alta proporción de jóvenes en su población, cuya cotidianidad está permanentemente rozada por la violencia, la delincuencia y el conflicto. En medio de este funesto panorama transcurre la inevitable historia de un adolescente y su madre, una historia contada con eficaz sencillez y elocuencia en su denuncia, así como con un gesto de resiliencia ante la grave situación.

La madre acompaña todos los días al joven al colegio, asumiendo una actitud sobreprotectora que, naturalmente, a él lo fastidia, pero que cualquier otra persona entendería dado el contexto en que viven. Por eso todo empieza con este pequeño y cotidiano conflicto entre ellos, el cual es importante porque define la estructura narrativa, pues el relato primero acompaña a la madre en su desasosiego porque su hijo no llega a la casa, y luego a éste en ese desaventurado incidente en el que se ve envuelto. Aislar estos dos puntos de vista fue una decisión narrativa inteligente, pues potencia y define mejor a ambos personajes y su drama personal en relación con el otro.

Entre una y otra línea argumental se despliegan las aristas y matices de un problema crónico en el que, principalmente los jóvenes, son carne de cañón, o el cañón mismo, de una violencia que mantiene confinada a la población; un problema en el que el crimen organizado tiende sus filosos hilos por toda la ciudad y pasa por cada uno de esos puentes de madera que malabarean sobre el mar. Es un rincón de Colombia donde el Estado ha sido incapaz de controlar lo que la violencia y la criminalidad tienen bajo control, en buena parte porque los políticos y la institucionalidad mantienen vínculos con los criminales.

En la contraparte de esto, la película también se esmera en darle protagonismo a una comunidad que, aunque temerosa, ha aprendido a construir una red de apoyo, resiliencia y hasta resistencia. Por eso, esta madre desesperada nunca está sola, siempre tiene el soporte especialmente de otras mujeres. El miedo que mantienen se enfrenta con la unión, con la simbólica luz de una vela, con movilizaciones colectivas o con un cerco humano que rodea a quienes lo necesitan, como ocurre con el joven y atemorizado protagonista.

En medio de este doble contrapunto entre madre e hijo y entre la amenaza constante a una comunidad y su decisión de no doblegarse ante la violencia, la narración es conducida con sobriedad a través de unos actores –en su mayoría naturales– que son los que empiezan por darle ese tono de honestidad y realismo a una puesta en escena que evita la grandilocuencia y los sobresaltos, la cual contrasta positivamente con esa tensión dramática que casi desde el principio tiene la historia. Ese contraste también se da con las imágenes, igual de sobrias y cuidadas, pero con la potente belleza del Pacifico y lo pintoresco de las rústicas y coloridas estructuras de madera. Es un paisaje que no merece estar cruzado por tanta violencia y que, por el contrario, parece explicar la calma y sosegado hablar de sus vecinos, en especial de la protagonista.

Dicen en la película que “los hijos solo traen desvelos”, pero es este conflictivo país el que desvela, sobre todo en zonas como Tumaco. Y aun así, hay algo en las personas que se niega a que prevalezcan estas situaciones. La película misma se une a ese espíritu, porque en ella hay una amorosa comprensión de este problema y la vocación de comprometerse con él, de hacer del cine una activa forma de resistencia y resiliencia, tanto para esa castigada comunidad como para todo el país.

8 de agosto de 2023, Cinefagos.net

Priscilla, de Sofia Coppola

La concubina de Elvis

Oswaldo Osorio

Esta película parece la biografía de otro por reflejo de la supuesta protagonista de la historia. Es cierto que Priscilla Ann Beaulieu solo tiene relevancia histórica y como personaje por haberse casado con el Rey del rock and roll, Elvis Presley, pero es muy cuestionable que la película lo haya hecho tan evidente, más todavía tratándose de una obra de Sofia Coppola, una cineasta que sabe lo que es tener el apellido de otro más famoso y cuyas películas han tratado de saberse situar y comprender el universo femenino.

Solo hay una cortísima escena (con el profesor de artes marciales) en que habla de algo y está en un entorno que no tiene que ver con Elvis, por lo demás, si bien aparece casi todo el tiempo en pantalla, es siempre con Elvis o está en función de él. Extraña más todavía cuando la misma Priscilla Presley es productora ejecutiva y el guion está basado en su autobiografía. Cabe preguntarse, entonces: ¿Así es como se veía y aún se ve ella en esa relación? ¿Como la víctima de un acuerdo marital tremendamente desventajoso e insatisfactorio?

Pero Sofia Coppola parece que estuvo de acuerdo con esto y se limita a dar cuenta de esos años en que, primero, Priscilla parecía en pajarito en cautiverio; luego, el juguete de un niño caprichoso; y después, de nuevo un pajarito, pero esta vez triste y frustrado. Por eso sorprende que no haya asomo alguno de mirarla por fuera de la relación, incluso la película termina con la separación, lo cual es prueba de que, a ellas, directora y personaje, solo les interesaba contar la historia de la concubina.

Siendo maledicentes, podría pensarse que lo mejor de esta película es la manera como sirve de complemento al reciente biopic de Elvis hecho por Baz Luhrmann (2022), pues el director australiano no pudo evitar hacer un retrato apasionado y amoroso de alguien que, sin duda, admira, por lo que dejó por fuera muchos de sus rasgos más oscuros y menos admirables, en especial cuando de Priscilla se trataba. Pero estas facetas adversas las conocemos de manera descarnada y sin simpatía alguna por cuenta de la Coppola. Claro, todo esto sirve para tener siempre presente lo que hace el cine con las biografías (y en general con la Historia), que las ajusta a los puntos de vista o intereses particulares, así como también hace concesiones, ocultamientos o invenciones por efectos argumentales y dramáticos, por lo cual nunca hay que tomar una película como la versión oficial sobre un personaje o un hecho histórico.

En el otro biopic femenino que Coppola hizo de la esposa de alguien, María Antonieta (2006), supo concentrarse en ella y construirle un universo visual y emocional muy singular, afectivo incluso, aunque sin dejar de ser crítico. Pero en Priscilla, salvo por el cuidado y la belleza de muchas imágenes –lo cual solo demuestra que es una hábil artesana con el cine– no hay esa emoción por el personaje, ni siquiera compasión, solo lo lleva con su neutral relato del principio al final. Tampoco la música, que siempre sobresale en sus películas, tiene aquí un especial papel, y eso que apenas sería lógico por sus personajes y contexto.        

A pesar de todo, no es una mala película, ni aburre, pero la exigencia aquí es con una directora con la que, por momentos, se cae en la tentación de considerarla una autora, pero que, con títulos como este, se desiste de la idea. También la exigencia es con un tema y un personaje con el que pudo haber dicho algo más en consecuencia con esta época, en la que las relaciones de poder entre hombres y mujeres se está poniendo en cuestión, y hasta revirtiendo, más si se trata de la película de una cineasta mujer con un personaje femenino.