Enola Holmes, de Harry Bradbeer

Sherlock para adolescentes empoderadas

Oswaldo Osorio

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Las historias cambian con los tiempos, de acuerdo con los vientos que corran en las ideologías y mentalidades de cada cultura. Aunque en el globalizado mundo de las noticias instantáneas, internet y Netflix, las corrientes de pensamiento, sobre todo en occidente, tienden a unificarse y recorrer ese mundo, con mayor o menor velocidad, defendiendo o combatiendo ideas y cambiando la manera de pensar de generaciones enteras.

Hace apenas cincuenta años asuntos relacionados con el racismo, el feminismo o la diversidad de género estaban excluidos de toda consideración. Así mismo, cuando aparece, hace ya más de un siglo, era impensable ver a Sherlock Holmes como un personaje arrogante y sexista. Pero a principios del siglo XXI, cuando se empieza a publicar la serie de libros de Las aventuras de Enola Holmes, escrita por Nancy Springer, y ahora con el estreno en Netflix de la adaptación de su primer volumen, esos vientos son diferentes, luego de medio siglo de liberación femenina y en pleno auge del empoderamiento de las mujeres.

La ficticia hermana del ficticio personaje (ella no existe en las novelas de Conan Doyle, aunque sí su hermano), es una joven entrenada por su propia madre con todas las habilidades del mismísimo Sherlock. Cuando su progenitora desaparece y sus hermanos llegan para internarla en una institución para señoritas, ella escapa y comienza a resolver su primer caso, encontrar a su madre y, de paso, otro más, encontrar a un joven marqués también desaparecido.

El relato está contado en clave de historia de misterio y aventuras… para adolescentes. Es decir, el punto de vista siempre es el de la joven Enola quien, incluso, rompe la cuarta pared para comentar su propia historia, pero no de la forma reflexiva o transgresora como suele verse en el cine, sino más bien juguetona e irónica, o sea, más Fleabag que Godard.

Igual ocurre con la trama, definida por situaciones en función de poner a prueba todas las habilidades y conocimientos de Enola, pero con un argumento y soluciones que se ajustan, un poco caprichosamente, para su lucimiento. Tanto es que esa trama se decanta más por el caso del marqués que por el de su madre, aunque tienen alguna relación. Esto tal vez porque es una historia más atractiva, por la conexión y el flirteo que se propicia entre los dos adolescentes, eso muy a pesar de que la trama de la madre tiene un tema de mayor peso y profundidad: la lucha -a sangre y fuego si es necesario- por los derechos de las mujeres en plena era victoriana. En ese sentido, es una lástima ver aquí a Helena Bonham Carter haciendo una caricatura de su papel en Las sufragistas (Sarah Gavron, 2015), dónde sí es posible ver la sangre, fuego y temple de esas mujeres.

La puesta en escena nos sumerge en esa época, pero con una estética más cercana a Disney que a Guy Ritchie, y sin duda seguimos atentos las aventura de Enola, a pesar de su ligereza y de ser un poco complaciente (con el personaje y con espectador), pero al fin de cuentas resulta entretenida y construida orgánicamente, no tanto para un crítico que prefiere películas adultas, sino para las nuevas generaciones que necesitan normalizar maneras de pensar, con productos de la cultura popular como este, para continuar con su camino hacia tiempos más libres e igualitarios.

Se7en, de David Fincher

¿Qué hay en la caja?

Por: Mario Fernando Castaño

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Hay ocasiones en que las injusticias, el desequilibrio social, los abusos de poder y en general las decisiones de otros que afectan a seres inocentes, nos llevan a pensar en que nos sentimos frustrados e impotentes al no poder hacer nada al respecto. Nos gustaría que existiera una especie de justicia divina que hiciera algo por nosotros, pero no es suficiente. ¿Es necesario entonces que alguien intervenga? ¿Que deje un mensaje contundente que logre al menos cambiar en algo las cosas? Pero ese mensaje nos lleva a mirarnos al espejo y concluir que nosotros somos cómplices, partícipes o fichas clave de todo este caos que está unido más a nuestra naturaleza humana, una especie que está ligada al pecado o a actos reprochables, si lo queremos llamar de otra manera que no se relacione con la religión, igual el resultado es el mismo, somos los villanos.

La literatura, los medios y hasta nuestro día a día nos han demostrado esta cruda realidad, y el cine no ha sido la excepción. El séptimo arte ha ido cambiando y adaptándose a la par con nuestra historia. Sus vampiros, hombres lobo, fantasmas, han mutado y se instalan en nuestra psique en la forma de un monstruo que habita dentro de cada uno de nosotros y solo algunas películas logran que nos percatemos de la existencia de ese otro que habita en los sitios más oscuros de nuestro ser.

Una de esas cintas es Se7en, que cumplió 25 años por estos días y es una oportunidad para no pasar por alto esta joya dirigida por David Fincher en 1995, quien ya estaba cansado y desilusionado de su carrera luego del fracaso de su último trabajo en Alien 3 (1992). Cuando leyó el guion, junto con el actor Brad Pitt, puso una condición a la productora New Line Cinema: respetar el final. Una sabia decisión, teniendo en cuenta que es uno de los mejores de la historia del cine y que logró que se desencadenara una fila de películas con esta temática y estilo que, sobra decir, no lograron el impacto que tuvo este filme.

Un detective de homicidios del Departamento de Policía de Nueva York, William R. Somerset (Morgan Freeman) pronto a su jubilación, junto con su recién e impaciente compañero el detective, David Mills (Brad Pitt), completan, a pesar de su complicada relación, uno de los mejores dúos que hayan pasado por la gran pantalla. Ellos investigan en medio de una ciudad siempre oscura, ruidosa, decadente y con la lluvia como telón de fondo un caso particular en el que existe una serie de asesinatos relacionados con los Pecados Capitales. El asesino, que sin entrar en detalles que arruinen la sorpresa, resulta ser alguien corriente al que llaman John Doe (Kevin Spacey), un NN que en su apariencia puede ser cualquiera de nosotros.

Su actuar tan elaborado para llevar a cabo su “trabajo”, así como él lo denomina, casi que llega convencernos, él es una persona metódica e inteligente, acusa a la humanidad en su banalidad, sus razones tienen tanta lógica y veracidad que llega incluso a incomodarnos, a sentirnos algo sucios frente a la verdad que nos expone.

La atmósfera decadente, oscura y opresiva, la manera en que se muestra el resultado de cada crimen relacionado con el pecado correspondiente es tan visceral y en momentos tan sugerente que no necesitamos verlo, ya hay demasiada información, el mensaje está muy claro.

El desenlace de la historia es inesperado, como la realidad, a veces es bueno, a veces es nefasto, a veces ni siquiera es un final. Un clímax a plano abierto que a diferencia de todos esos días de una lluvia constante que casi es otra atmósfera, es uno soleado, un ocaso en el que todo se sale de control, menos para el villano.

Se7en es un grito a la cara de la moralidad en su absoluta podredumbre, una obra maestra brutal plasmada sobre un lienzo lleno de trazos de áspera verdad, que si lo vemos a distancia descubriremos una pintura que representa una persona común y corriente, alguien más, sin nada en especial, una versión de nosotros mismos mirándonos fijamente con un gesto irónico y algo de sabiduría, es el rostro de un monstruo que nos observa desde una caja.

No queda más que estar de acuerdo con el detective Somerset al citar al escritor Ernest Hemingway: «El mundo es un buen lugar por el que vale la pena luchar» y él complementa: “Estoy de acuerdo con la segunda parte”.

Pienso en el final, de Chalie Kaufman

Avanzar y retroceder en el tiempo

Oswaldo Osorio

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El concepto de autor en el cine por lo general es conferido a los directores, pero eventualmente también a los guionistas, y Charlie Kaufman es tal vez quien mejor ostenta ese crédito en las últimas dos décadas. Ganó reconocimiento con ingeniosas historias como ¿Quieres ser John Malkovich? (1999), El ladrón de orquídeas (2002) y Eterno resplandor de una mente sin recuerdos (2004), luego dirigiendo las propias, Sinécdoque en Nueva York (2008), Anomalisa (2015) y ahora este estreno de Netflix.

Sus argumentos y relatos son un reto para el espectador perezoso, porque no lo lleva de la mano con la claridad de una historia y la fluidez de una narración, como ocurre en general con el cine de ficción, sino que le plantea atípicas situaciones y personajes que parecen ordinarios pero que realmente son construidos con gran complejidad. Suele hacer pedazos el principio de causalidad, que es la lógica con la que se crea y se debe entender la narrativa clásica. Igual ocurre con el conflicto, que siempre está, pero no con la simpleza de un mundano problema, y casi siempre es otro distinto al que parece.

En Pienso en el final (I’m Thinking of Ending Things, 2020) Jake y Lucy van de visita a la casa de los padres de este. Buena parte del metraje son los laberínticos diálogos, cargados de referencias y guiños, que se dan al interior del carro en el viaje de ida y regreso. Hablan sobre películas, escritores y poesía, sobre todo tipo de temas personales, familiares y sociales sin ninguna línea en común que le dé al espectador una idea clara acerca de lo que se trata esta historia, más bien lo pone a trabajar, a descifrar y aventurarse a distintas interpretaciones.

El amor, la muerte o la vejez podrían ser algunos de los grandes tópicos que pueden guiar una probable interpretación. Prefiero la idea de que se trata del tiempo, su percepción, efectos en la vida y su relatividad. “Nos gusta pensar que avanzamos en el tiempo. Pero es al revés”, dice alguien en la película. Jake habita la trama tanto joven como viejo, sus padres envejecen y rejuvenecen de una escena a otra; Lucy, en cambio, se antoja como estancada en un día. Parece que vemos la vida de esta familia, no sobre la linealidad de un típico relato, sino desde una simultaneidad temporal caleidoscópica, y eso nos da una perspectiva distinta de estos personajes y de su vida. El pasado, presente y el futuro convergen en una imagen o en un cruce de diálogos, el punto de vista y la narración se mueven líquidos entre esos tiempos.

Claro, también se podría hacer una lectura en clave de cine fantástico, donde un hombre tiene la capacidad de “secuestrar” en el tiempo a una mujer, que a la vez son muchas mujeres, que no saben que están presas en un bucle con un viejo que perciben como joven. O igualmente, una lectura desde la trama sicológica, en la que el protagonista se desdobla en masculino y femenino o en joven y en viejo. Habla consigo mismo y se responde, y sus padres están solo en el recuerdo, como un hombre que repasa su vida al final de sus días y hace testigo de esto al espectador, sin tener para con él la amabilidad de contarla en un orden lineal.

Cualquiera que sea la interpretación(es), el caso es que estamos ante una original y potente propuesta argumental y narrativa, que no se puede recibir más que como una experiencia estimulante y desafiante para espectadores sin pereza, una película que nos pasea por distintas sensaciones y registros: asombro, fastidio, humor, intelectualidad, intriga, nostalgia, desconcierto y un largo etcétera.

Angel-A, de Luc Besson

 ¿Si te doy mi vida, sabrías qué hacer con ella?

Por: Mario Fernando Castaño

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Cuando decimos a menudo que los gustos son subjetivos, en este caso hablando del séptimo arte es algo que aplica, sin duda, pero existen películas que confirman este concepto totalmente, ya que obedecen a las diferentes formas de asimilar las historias dentro de un público muy diverso y dependen, además, del momento en que estas se vean. Son películas que hay que decantarlas y, cuando esto pasa, se logra una experiencia maravillosa que lleva a que nos identifiquemos con sus historias y personajes, sin importar qué disparatada pueda ser la propuesta. Hay pocos directores que se arriesgan a buscar este tipo de sensaciones y un número aún más reducido las encuentran… esto también es subjetivo y más cuando un ángel caído tiene la misión de salvar nuestra vida.

Luc Besson, un director francés que ha llegado a entrar en el universo de acción del Blockbuster Hollywoodense con películas como, Nikita, El quinto elemento, Lucy o Anna, llega a ser muy versátil gracias a su cine natal y nos ha brindado otras como Azul profundo, León (el profesional) y la subvalorada y maravillosa Valerian y la ciudad de los mil planetas, relatando en todas sus historias la importancia de la naturaleza del ser y todo lo complejo que esto implica.

En esta cinta de 2005, Besson, influenciado por películas clásicas como Qué bello es vivir (1946), de Frank Capra, en donde un ángel gana sus alas al salvar una vida, cuenta la historia de André Moussah, un hombre de origen marroquí con ciudadanía norteamericana que intenta rehacer su vida en París utilizando sus mentiras, en medio de negocios oscuros y malas decisiones que lo llevan a optar por el suicidio lanzándose al río Sena. En medio de su drama conoce a Ángela, una mujer que literalmente cae del cielo y que aparentemente iba a tomar la misma decisión.

A partir de este momento los días de André dan un giro total, algo que él que no percibe en su momento y continúa siendo esa persona de baja autoestima, terca, insegura, impulsiva, ansiosa y hasta patética que siempre ha sido, un personaje que nos llega a exasperar, pero que en algunos momentos podemos ver en él nuestro propio reflejo. En medio de todo, Ángela le acompaña y de una manera muy singular sacude su cuerpo y alma para que cambie y asuma otra mirada al mundo que le rodea y el lugar que ocupa en él, esto como resultado lleva a que André caiga irremediablemente enamorado de esta estilizada, hermosa y altísima mujer que por cierto le lleva varios centímetros de diferencia.

Ella, con su personalidad desenfadada, superficial, práctica y sin apegos, esconde su propio drama y es el de no poder enamorarse al poseer el don o maldición de conocer el pasado y el futuro debido a su condición de ángel. André sin saberlo y ella sin quererlo queda cautivada por su inocencia y esa luz que ve en él hace que sienta un amor que ella se rehúsa aceptar.

Angel-a es una fábula urbana cautivante, sencilla, con una fotografía enmarcada en el blanco y negro de una París romántica y esplendorosa. En su historia aparentemente sencilla esconde sabiduría y belleza en medio de su comedia, violencia y drama. Es una propuesta reflexiva sobre el amor propio y las decisiones que tomamos y si estas vienen de un ángel materializado en una hermosa mujer recorriendo las hipnóticas calles de la ciudad luz, no hay por qué no prestar atención a sus sugerencias para hacer un alto en el camino y reflexionar sobre nuestros futuros pasos y actitudes con que asumimos nuestras vidas. En ocasiones la respuesta a nuestros problemas está en nosotros mismos.

Adiós al amigo, de Iván D. Gaona

Un viaje de vida y muerte

Oswaldo Osorio

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Aunque necesariamente las salas de cine volverán a abrir, las plataformas para ver películas y series llegaron para quedarse, pues la pandemia contribuyó a su afianzamiento. Ese es el plan de Cine MAMM Sala Virtual, otra alternativa para ver películas de calidad. El valor agregado en relación con tantas plataformas que ahora existen es la curaduría, esto es, en lugar del espectador enfrentarse a un confuso mar de opciones, aquí encuentra una cuidada y variada selección de títulos de películas independientes, cine colombiano, cine de autor, cine experimental, documentales, series y ciclos especializados.

Podría hacer aquí un largo inventario comentado de los buenos títulos que se encuentran en esta sala virtual del MAMM, pero quiero centrarme en una discreta joya que pasó casi desapercibida por la televisión pública y regional hace unos meses: la serie de seis capítulos Adiós al amigo, de uno de los mejores directores que actualmente tiene el país, el santandereano Iván D. Gaona, un autor con un universo y estilo propios (algo más bien escaso en Colombia) definidos por un puñado de encantadores cortos y el largometraje Pariente (2016).

Es 1902 y, en los estertores de la Guerra de los mil días, un soldado y un retratista (¡Que no un artista!) inician la búsqueda de dos hombres, al uno para darle la buena nueva de que es padre y al otro para matarlo. En esta premisa ya esta definido el espíritu del relato: un viaje en que se trenzan la amistad, la vida y la muerte, todo bajo la sombra de una guerra fratricida que constantemente es cuestionada por los personajes y por la película misma.

Porque a pesar de ser una serie, puede verse también como una película, no solo por la opción que ahora dan las plataformas de ver todos capítulos continuos (en este caso, los seis suman tres horas), sino porque, como ya es la tendencia mundial, las series, ya sea para televisión o para streaming (entre lo que cada vez hay menos diferencias), son concebidas y realizadas con el lenguaje y los valores de producción del cine.

Entonces puedo decir que me vi una película de tres horas de Iván D. Gaona sobre la Guerra de los mil días. Una película donde su sello empieza por los actores naturales con acento santandereano (también muy escaso en el cine colombiano) y contada en clave de western. Bueno, con ese género se promociona, pero se me ocurre que es más por efectos de publicidad y para tener una fácil identificación con el público, igual ocurrió con Pariente. Pero en realidad, lo que yo veo es unos relatos sobre campesinos, ya sea en el siglo XXI o a principios del XX, campesinos envueltos en violencias que no buscaron. Que con el western coincidan los caballos, las pistolas o ciertos paisajes, no es suficiente para considerarlo que pertenecen a él. Las de Gaona son historias de la provincia colombiana, de Güepsa, Santander, la mayoría de ellos, donde la idiosincrasia y el color local de esa región define la naturaleza y los conflictos de los personajes, no un género foráneo.

Por otro lado, esta serie es un alegato contra la guerra y en especial referida a este país, donde luego de dos siglos de guerras internas, su gente siempre parece terminar dividida en dos bandos, generalmente campesinos matando a otros campesinos, muy parecidos a ellos, pero con diferencias que les impusieron los que tienen el dinero y el poder.

Adiós al amigo es una obra fresca y envolvente por ese universo que sabe construir, el cual no se limita a ser un relato bélico y de época, sino que lo sabe cruzar con guiños de humor, poesía y misticismo. De fondo, puede identificarse una fábula pacifista hecha con honestidad y concebida sin miedo a algunas audacias en lo que quiere decir y cómo lo quiere decir. Es cine colombiano hecho para televisión (hasta hace poco esto era una contradicción), divertido, entretenido, con calidad cinematográfica y peso en sus ideas y referentes.

El Color que Cayó del Cielo, de Richard Stanley

Matices de una locura cósmica

Por: Mario Fernando Castaño

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Esta película de 2019 está basada en un relato de 1927 escrito por H.P. Lovecfraft, su adaptación se sitúa en tiempos actuales, pero su color permanece indefinido, misterioso y casi indescriptible.

Escapando del caos urbano una familia se traslada a una casa rural en Arkham, Massachusetts, impulsados por la calma que necesita la madre de la familia para recuperarse de una delicada cirugía. Su nueva cotidianidad se ve alterada por la caída de un meteorito y a partir de allí el entorno comienza a tomar un color que no es definido (de hecho, en el relato original al no poder hacerlo le llaman simplemente “el color”), los animales se comportan y se ven diferentes y tarde o temprano afecta a los integrantes de la familia, de ahí en adelante todo es una espiral hacia la locura.

Su director, Richard Stanley, no había estado involucrado de lleno en una producción cinematográfica desde el año 1996, con La Isla del Dr. Moureau, y ya desde hace tiempo venía con la idea de hacer una adaptación de este relato, un reto muy ambicioso por cierto, ya que varias cintas han intentado dar forma a los escritos de Lovecraft, algunas han logrado arañar la superficie, como En la boca del miedo (1994), The Endless (2018), Event Horizon (1997) o El faro (2019); mientras que otras lo hicieron con nombre propio, como es el caso de Re-Animator (1985). Y es que la idea de contar en imágenes este universo lovecraftiano solo pocos lo han logrado y una de las razones es porque se intenta describir lo indescriptible buscando enfocar la raíz del miedo hacia lo desconocido.

Curiosamente esta producción realizada por SpectreVision, que ya tiene películas que se atreven a dar un giro dentro del género del horror, como son Mandy (2018) o Daniel Isn’t Real (2019). No necesitó de un gran presupuesto y, aunque su CGI (efectos visuales) no es el mejor, la materialización del extraño ambiente, su fotografía, la forma en que el bosque va tomando una oscura presencia, la música con esos sintetizadores ochenteros casi etéreos y, sobre todo, sus efectos prácticos al hacer su aparición las criaturas propias de este subgénero del terror que evocan películas como The Thing (1982) de John Carpenter, nos llevan a aceptar una realidad alterna que solo pertenece a los sueños y pesadillas del padre del terror cósmico.

Uno de los grandes aciertos es el haber unido al equipo de actores a Nicolas Cage, acá él se encuentra en su ambiente y se da gusto al desatar su locura como en la ya citada Mandy o Mom and Dad (2018), pero esta vez de una manera más dosificada, mostrando en principio a un padre abnegado que poco a poco se transforma, literalmente, en un ser desconocido.

Pero lo que definitivamente llama la atención de esta obra, es cómo el conjunto de todos estos elementos se armonizan para definir en imágenes la esencia del mensaje que siempre quiso dejar Lovecraft en sus páginas, y es el de dar a entender a los seres humanos que somos demasiado egocéntricos y creemos tener el poder total de todo lo que nos rodea, incluso de nosotros mismos, aunque en realidad no somos relevantes para nadie, ni para ningún motivo o propósito, somos simplemente una brizna en este vasto universo vagando sin rumbo  a través del cosmos en un pedazo de roca llamado Tierra, un todo habitado por seres que no pertenecen al tiempo por haber estado siempre, somos un sueño que está sepultado en medio de otros sueños olvidados por dioses, convirtiendo nuestras vidas en simples azares de un destino sin sentido o finalidad y que al no tener la capacidad de entenderlo caemos inmersos en una locura que nos devora a sí mismos reduciendo todo hasta la esencia de nuestro ser…simples átomos de colores indefinidos.

The Breadwinner, de Nora Twomey

Un lienzo de sueños pintado con duros trazos de realidad

Por: Mario Fernando Castaño 

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Basada en la novela infantil homónima de 2002 y escrita por la autora canadiense Deborah Ellis, esta película, producida por Angelina Jolie, ha sido dirigida por Nora Twomey y adaptada en formato animado en 2017 por su equipo de animación irlandés Cartoon Studios, responsables de las aclamadas Secret of Kells y Song of the Sea. The Breadwinner ha sido nominada en 2018 al Oscar a mejor película de animación y fue galardonada como mejor película en los Premios Annie, en donde se hace este reconocimiento a las cintas animadas.

Esta historia rompe como pocas los parámetros establecidos en el cine de animación, que está reservado casi que exclusivamente a un público infantil. Si bien muchas películas contienen un mensaje que puede ser interpretado de diferentes maneras según las edades, The Breadwinner o El Pan de la Guerra trata temas que pueden llegar a ser más adultos en el momento en que estos tocan la realidad, una que es muy latente y cruda, que busca identificar al público con ella, sensibilizando hasta los más pequeños al percibir cómo puede ser la vida de un niño en un entorno cultural muy diferente al suyo, envuelto en un relato que no solo es oscuro sino también muy real.

Esta es la historia de una niña afgana llamada Parvana, quien al ver como su padre es hecho prisionero por talibanes, se ve forzada a sacar adelante al resto de su familia, que es conformada por su madre, su hermana mayor y su pequeño hermano. Para ello debe disfrazarse de hombre y así poder continuar con la labor de comerciante que tenía su ausente padre.

El sutil equilibrio del mito es llevado a la pantalla que se comporta como un lienzo de sueños que es pintado con trazos de verdad, reflejando en ellos la cultura de estos pueblos en un lenguaje visual diferente, llevando al espectador dentro de sus analogías y relacionándolas con las duras vivencias de sus protagonistas.

Todo esto sucede bajo el marco dictatorial del régimen talibán en Kabul, Afganistán, en donde la interpretación errónea de sus creencias religiosas, la discriminación de la mujer, la violación de los derechos humanos y la pobreza se convierten en razones de peso para que una convicción pueda lograr grandes cambios, aunque estos sean personales. Una bella mezcla entre fantasía y cruda realidad que lastimosamente va a estar vigente en el tiempo y presente en varias partes del mundo.

Pickpocket, de Robert Bresson (1959)

O cómo recordar el olvido de lo no-ocurrido

Por: Andrés Felipe Zuluaga

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Esta película fue escrita y dirigida en los calores de una revolución histórica del cine, la Nueva Ola Francesa. Discurre la historia de Michel, un joven desempleado con una aparente capacidad de producción conceptual en materia sociológica. Juega a ser un ladrón carterista. Acá Bresson viene con su peculiar expresión del robo de carteras, manos rápidas, planos lentos. Sus personajes, con una consciencia crítica en la mayoría de sus películas, tienen el valor de enfrentarse a un mundo recién modernizado por las industrias capitalistas, aunque ese no sea su más “mínimo” interés en esta película.

Es difícil aprender el arte del carterista, es casi como mágica. Al cabo de unos movimientos ilícitos realizados conscientemente termina en prisión. A la mujer que siempre estaba con su madre, Jeanne, una rubia de cariz tranquilo, sumisa, objetivizada como lo propone una típica sociedad capitalista, de ateísmo reciente, y de heteropatriarcado sin igual. Michel no termina de rechazar su vida de criminal y aprende nuevas habilidades; cuando se entera de que Jeanne está embarazada. Este hecho le hace visibilizar a Jeanne como humano y “enderezar” su conducta hacia un bien social: Al verla sola en un mundo de relaciones de utilidad ilegal como el que proyecta Michel sobre el mundo, participa en la realidad afectiva del otro robado.

Michel asimiló el deber ser de padre y esposo protector. Involuntario desde el punto de vista de la “intención masculina”, puesto que esa “psicodinámica visibilizadora de una relación machista innegable” se le presenta como una posibilidad coherente socialmente (machismo latente, cínico, acrítico e irreflexivo), y hasta cierto punto, descentrado de su matriz de intención principal (El robo, su práctica psico-fisiológica diaria con las manos y su dilema ético).

Por ello no me parece adecuado referir una direccionalidad clara y concisa hacía el feminismo, pero era 1959, sus resonancias se sienten. Quizá juega más con una pregunta existencial intensa que vuelve a los personajes fríos, tan al borde su aburrimiento y su “exceso emergencia de acción” que se vuelcan a lo “ilícito”. O quizá más precisamente el juego de lo extrajudicial y una locura-consciente, cierta capacidad de construir una realidad existencial-conceptual sobre la marcha podría dotar de una cualidad extrajudicial a cualquiera. Pero estos son sueños de postmodernos.

La sexta película de Bresson le deja al mundo entre-pandémico una sospecha respecto a la relevancia, o afección del azar, de lo no planeado, del caos que al fin aceptamos apropiar a nuestra consciencia pre-experiencial de la mañana. Casi adelantándose al olvido de lo no-ocurrido para sumergirlo en sí mismo. El pasado es otra dictadura de la técnica y la vida, lo decía W. Bejamin y Shinji Ikari.

Sumercé, de Victoria Solano

“Cuando será que el pueblo llegue a reinar”

Oswaldo Osorio

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En un país como Colombia el cine de resistencia y denuncia debería ser más frecuente. Con tanta desigualdad social, corrupción política, legislación injusta y crímenes de los violentos es para que cada gran problema fuera un documental. Pero suele presentarse la amenaza de la censura y la supresión por la fuerza, lo cual limita siempre esta vocación en los documentalistas y apenas unos cuantos mantienen ese espíritu del cine del compromiso que alguna vez fue lo que más caracterizó al cine latinoamericano.

Ya Victoria Solano se había aventurado hacia este tipo de cine con su documental 970 (2013), una denuncia contra la resolución que regula el uso de semillas en el país, en detrimento de las semillas de uso ancestral y de los pequeños productores. Ahora, con el lema “Vinieron por las semillas, ahora vienen por el agua”, la directora hace la transición con este nuevo documental a un problema no menos acuciante, el del riesgo en que están los páramos colombianos por regulaciones que, muchas veces, benefician a las transnacionales mineras.

Para exponer el problema de los páramos y los campesinos que habitan las zonas circundantes, Solano les hace seguimiento a tres personajes: Eduardo Moreno, un veterano activista que quiere concientizar a la gente sobre lo que significaría esta gran pérdida para los ecosistemas; César Pachón, un líder campesino que intenta llegar a la gobernación de Boyacá; y Rosita Rodríguez, otra activista defensora de los páramos que trata de apelar a las vías legales.

La mirada que propone el documental guarda un equilibrio entre la cercanía que puede lograr con sus personajes en su cotidianidad y las causas que estos defienden y por las que luchan. Este equilibrio es la base de su propuesta ética y temática, pues con él logra una historia humana pero también de resistencia. Incluso puede llegar a una simbiosis con imágenes de elocuente potencia, como la soledad de una mujer en medio de esa plaza que representa a todo un Estado, o la de un viejo limpiando con su saliva una hoja moribunda, o un fundido a negro justo cuando aparece la primera lágrima.

Con sus tres puntos de vista, el relato da cuenta de diferentes formas de lucha y va presentando los distintos argumentos de una problemática que parece solo significar algo para quienes la tienen cerca. Por eso es importante el estreno de un documental como este, el primero que se hace de una película colombiana en la virtualidad de estos tiempos, en este caso en la plataforma mowies. Se trata, entonces, de cine nacional, relevante y accesible.

 

Ya no estoy aquí, de Fernando Frías

Terkos Kolombianos

Oswaldo Osorio

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La cumbia, en las últimas décadas, pasó de ser un ritmo folclórico colombiano a un movimiento cultural en algunas zonas populares y marginales de muchas ciudades latinoamericanas, desde México hasta Argentina. En la base de esta película, que se acaba de estrenar en Netflix, está el espíritu de dicho movimiento, con todo lo que ello implica en términos musicales, sociales, de identidad y como fenómeno urbano.

Ulises vive en Monterrey y es el joven líder de una de las pandillas, los Terkos, que componen este movimiento contracultural que en Monterrey llamaron Kolombia. Pero los Terkos no son los Warriors de Walter Hill (1979), aquella icónica película de violentas pandillas en Nueva York, son más bien una cofradía de amigos y amigas de barrio a quienes los une el gusto por la cumbia y cifran su identidad en su baile, indumentaria y cortes de cabello.

Este Ulises mexicano protagoniza su odisea personal en esta historia por cuenta de esas otras pandillas que sí son violentas, aquellas que están instaladas en los barrios marginales de casi toda América Latina imponiendo su ley, definiendo límites y traficando con droga. Por eso, lo que empieza siendo un pintoresco relato sobre una tribu urbana, termina siéndolo sobre el exilio.

Ya estando en Nueva York, puede malvivir y sobrevivir aferrado a esa identidad de kolombiano, definida por su pasión por una música apropiada del Caribe colombiano, con su tempo modificado y hasta mezclada (o confundida) con vallenato; también por un baile que se antoja como una armónica combinación entre cumbia y ritos amerindios alrededor del fuego; y una apariencia que parece heredar la indumentaria estrafalaria del pachuco y los tocados de plumas aztecas.

La precariedad, la soledad y las incesantes dificultades definen a este héroe cuambiambero, quien al regreso a su Ítaca, no tiene la suerte del héroe de Homero y ni reino encuentra siquiera. La épica heroica griega es aquí transformada por la dramática descomposición social que está viviendo México en los últimos años, donde los individuos son insignificantes, víctimas sin justicia o soldados de usar y tirar para las mafias.

Sin exhibir un especial virtuosismo narrativo o visual, esta película plantea claramente su estructura en tres actos que bien se podrían llamar: los Terkos, el exilio y el regreso. Es un arco dramático bien definido y elocuente en relación con asuntos como la violencia, la marginalidad, los inmigrantes en Estados Unidos y, sobre todo, ese estado de indefensión de los jóvenes de las barriadas que echan mano de cualquier cosa que los ayude a definirse y a encontrar iguales que los libre del desamparo social y familiar.

Publicado el 8 de junio de 2020 en el periódico El Colombiano de Medellín.