El bolero de Rubén, de Juan Carlos Mazo

Una mixtura arriesgada

Oswaldo Osorio

El género musical es escaso en el cine colombiano, tampoco ha habido una tradición en el teatro y, consecuentemente, el público nacional no es muy afecto a este tipo de narrativa, su desganada respuesta a los musicales que llegan de Hollywood es prueba de ello. Por eso, hacer una película como esta, que además proviene de una obra teatral, resulta una audacia y un riesgo. Aun así, Juan Carlos Mazo se atrevió a hacer una propuesta que buscó un equilibrio entre lo comercial y el cine de autor, por lo que resulta una película que puede ser amada u odiada, tanto por el grueso del público como por los espectadores más exigentes.

Todo empieza como otras películas que se desarrollan en los barrios marginales de Medellín: precariedad económica, violencia y jóvenes buscando su destino, generalmente tomando atajos: los hombres el del dinero fácil y las mujeres buscando a un marido para que las mantenga. Y así es que conocemos a Marta y Rubén, en un relato que salta entre dos tiempos con quince años de diferencia, los mismos que él estuvo en la cárcel. El resultado es una mujer solitaria y amargada que malvive y arrastra las consecuencias de sus decisiones y la frustración de la cantante que pudo ser y nunca fue.

La actriz Majida Issa se carga encima y con entereza todo el relato y canta esa primera canción que sorprende al espectador porque impone el código del musical sobre el del realismo social. Entonces hay que transitar por esa negociación que la película nos exige que hagamos a la par con el desarrollo del relato, donde debemos entender el artificio y hasta grandilocuencia de los momentos musicales combinados con el drama de barrio y sus consabidas adversidades.

Y aquí es donde está el riesgo de la película, en apostarle a que el espectador va a aceptar la inusual mixtura, y para lograrlo, se asegura de que ambos códigos puedan hacer el ensamble óptimo con ayuda de sus actrices y actores, del arte y la fotografía. La transición es llevada de la mano de su convincente protagonista y apoyada por luces que sueltan el realismo y abrazan la estilización, así como de un manejo del espacio escénico que juega tanto con los recursos cinematográficos como con la tramoya teatral.

El resultado es una historia dura y descorazonadora, que no le teme a los momentos de distención jocosa y de tierna empatía entre mujeres. Pero con el progresivo ímpetu con que avanza hacia su final el célebre Bolero de Ravel (que abre y cierra la narración), esta película intensifica sus últimos minutos, sin miedo alguno, hacia una truculenta tragedia final que adquiere un tono épico ayudado por las canciones. Aquí es donde el espectador, si quiere sentir y disfrutar lo que le propone la película, debe renunciar sus exigencias con el realismo y abandonarse al manierismo, estilización y arrobo del musical. No hay que olvidar que los géneros son juegos de la ficción y, si uno como espectador los juega sin prejuicios, va conectar más fácil con las intenciones del director.

 

 

Babylon, de Damien Chazelle

La gran ramera

Oswaldo Osorio

Esta película puede ser fascinante para un cinéfilo afecto a la mitología temprana del cine de Hollywood, pero también puede resultar extravagante, larga e insoportable para espectadores más desprevenidos o que disfrutaron del amorío melifluo y trillado de La La Land, dirigida por el mismo Chazelle. Y es que esta audaz y desinhibida obra es de esas que divide al público en dos, entre amores y odios. Este texto pertenece al primer grupo, el del cinéfilo que disfrutó su historia y excesos.

Es posible que el título haga alusión a Hollywood Babylon, aquel polémico libro del cineasta vanguardista Kenneth Anger, publicado en 1965, en el que relató la crónica roja y los escándalos de la Meca del cine desde sus inicios hasta mitad de siglo. Aunque la famosa ciudad mesopotámica fue centro de poder, cultura y progreso, fue por la nefasta herencia de la Biblia que solo trascendió a nuestros tiempos su remoquete de “La gran ramera”, una ciudad de lascivia y vicios. Su equivalente en el siglo XX fue Hollywood, en especial entre los años veinte y principios de los treinta, hasta cuando llegó aquel tristemente célebre código de autocensura, impuesto por el puritanismo de Hays, y terminó la fiesta de sexo, alcohol, drogas y elefantes.

Ese es el contexto social y moral de esta película. Pero todavía falta el cinematográfico, que tal vez sea el más apasionante de la abundante y accidentada historia del séptimo arte. Porque este periodo es, justamente, el de las luchas del cine por consolidarse como una industria y por ser reconocido como un arte. Es cuando hacer cine parecía como estar jugándose la vida en el salvaje oeste y, al mismo tiempo, aparecer en él era signo de fama y glamur. También fue la época en la que se posicionó el concepto de Sistema de estrellas (la base de la industria), se establecieron los grandes estudios y se dio el salto al cine sonoro. Después de esta turbulenta era, el cine de Hollywood se estabilizaría durante décadas.

Así que la primera decisión acertada de Damien Chazelle fue elegir este periodo para contar su historia. La otra fue escoger a sus cuatro personajes, en especial al del actor consagrado que empieza a ver su declive (Brad Pitt) y al de la joven vulgar que rápidamente se convierte en una estrella (Margot Robbie). Los otros dos son un trompetista negro, quien es una obvia alusión a Louis Armstrong y a la incursión del jazz en la banda sonora del cine; y un joven mexicano que, a fuerza de disciplina e inteligencia, comienza una prometedora carrera como productor.

Aunque el productor parece el protagonista, en realidad su función principal es ser el hilo conductor del relato y la excusa de la cámara para mirar a un lado y otro. Con él empieza la historia cuando el cine está cuesta arriba y bajo la mierda de un elefante, y con él termina cuando el cine es el principal mito del siglo XX. En medio de eso hay un universo de alboroto y trepidancia en el que son reconocibles innumerables referentes del periodo, ya sea como caricatura u homenaje: la muerte de una joven enfiestada con Roscoe “Fatty” Arbuckle, el despiadado chismorreo de la columnista Louella Parsons, el aura de poder del productor Irving Thalberg, el arquetipo de galán de Valentino, la forma de dirigir de Erich von Stroheim, la presencia de Alice Guy-Blaché tras la cámara y, entre muchos otros, las circunstancias de la llegada del cine parlante.

Este último evento es central en todo el relato y con él las muchas alusiones a Cantando bajo la lluvia, ese clásico de 1952 que ubica su historia en esa transición tecnológica y narrativa del cine. Chazelle, con un evidente amor y respeto por el filme de Gene Kelly y Stanley Donen, no solo recrea escenas, personajes y diálogos, sino que incluso reproduce apartes de él al final. Es un bello y coherente homenaje que emociona a cualquiera que tenga claro que ese es el mejor musical de la historia del cine.

Bueno, va mucho texto y todavía no he hablado de personajes o ideas más puntuales distintas al cine y su contexto en esta época. Pero es que esto es el verdadero centro del relato, aun los personajes de Pitt y Robbie, por más fuerza y colorido que tengan, son también un vehículo para reflejar asuntos más grandes que ellos, ya sea la cruel e indolente práctica de la industria de desechar, luego de sus quince minutos de fama, a quienes son su recurso más valioso, las estrellas; o tal vez ejerciendo el poder opuesto, al demostrar su facilidad para crear de manera inmediata, con ese mismo polvo de estrellas, a una famosa diva sin que se le note el pantano que trae en los pies.

Con todo y esto, es una película que prácticamente no cuenta con un argumento, no uno convencional. Es cierto que el personaje del productor jalona el relato, que dicho relato alternadamente pega en las bandas del galán y la diva, que eventualmente visita al trompetista, pero a toda la narración le interesa menos el avance de una trama que ir dando luz a ese gran fresco del cine, dicha ciudad y esa época, lo cual hace a partir de una seguidilla de escenas, ya sean pequeñas y de humor fácil (como la de la pelea con la serpiente), o disparadas y megalómanas (como la de la fiesta o de la mina), o incluso profundas y perfectamente escritas (como el encuentro entre la columnista y el galán).

Es cierto que tal vez se alarga un poco y hacia el final las cosas se salen de toda cordura, pero a esas alturas, y de acuerdo con el código propuesto desde el principio, cualquier cosa era válida o podía suceder, incluso ese directo flirteo con el cine experimental a manera de bombardeo visual del final, con el cual de nuevo quedó claro que la premisa de esta película era el cine mismo, su amor y pasión por las imágenes y la locura y fascinación por un periodo que nunca se volverá a repetir.

Aún estoy aquí, de Walter Salles

Serenidad y de eso no se habla

Oswaldo Osorio

Muchas veces la edad y la cinefilia pesan a la hora de ver una película y determinan su recibimiento y disfrute. Y no lo digo tanto porque las nuevas generaciones puedan asumir las historias y los temas con otros parámetros (ese es asunto de otro y difícil texto), sino porque lo que es nuevo para ellas resulta ser agua que hace muchísimo corrió ya bajo este puente. En otras palabras, los filmes sobre la represión de las dictaduras latinoamericanas nutrían generosamente el paisaje cinematográfico de mi juventud y de la cinefilia de entonces, por lo que ver ahora una película así es a otro precio.

La noche de los lápices, La historia oficial, Garage Olimpo, Amnesia, Los náufragos, Cuatro días en septiembre, La muerte y la doncella, Dawson: Isla 10 y tantas otras, fueron cintas que marcaron fuertemente mi juventud, incluso en una época tal vez más politizada que la actual. Por eso, ver una película como esta de Salles, que tan bien recibida ha sido internacionalmente, me deja una ambigua sensación, pues, de un lado, la obra de este brasileño rara vez me ha defraudado y, sin duda, estamos ante un relato muy hábil a la hora de contar su historia; pero de otro lado, el tono en que lo hace se antoja plano y un tanto ilustrativo, además de lo largo que se hace, sobre todo con sus varios finales.

Y no es que cada vez que se aborde este tema en el cine deba ser con los desgarrados lamentos –que aún retumban en mi recuerdo sin haberla vuelto a ver– de La noche de los lápices. Pero resulta extraño todo lo sutil y sugerente que puede ser esta película con tan ominoso tema, que no es otro que los actos de represión, tortura, muerte y desaparición que sufrió Brasil (y buena parte de Latinoamérica con el nefasto influjo de la Operación Cóndor) entre 1967 y 1985 bajo la dictadura militar.

Por momentos, y luego en retrospectiva, como espectador me sentí igual que los dos hijos menores y la hermana mayor de esta familia a la que le desaparecen al padre y le encarcelan a la madre: nadie les cuenta nada y, aunque saben que algo oscuro pasa, todo es silencio y ocultamiento. La base de esto puede ser la actitud serena y controlada de esta madre que, salvo por el episodio del perro, nunca se desmorona, aunque su mundo se esté viniendo abajo. Tal vez por eso, por ser ella el punto de vista, todo el relato avanza en clave distendida, sin mayores sobresaltos, apenas dando la información necesaria para entender la historia y su infausto contexto. Así que esa serenidad es lo mejor logrado de la ya muy elogiada interpretación de Fernanda Torres y, al mismo tiempo, es el factor que desdramatizó la tragedia de esta familia y de su país.

La película está basada en las memorias de Marcelo Rubens Paiva, hijo menor de esta familia, quien, además de contar los duros acontecimientos de principios de los años setenta, trae la historia de su familia y de su madre hasta el presente, con lo cual el relato avanza la situación de los desaparecidos, con pocos trazos y largas elipsis, al plano de los movimientos por la preservación de la memoria y las luchas por la reparación y contra la impunidad, algo de lo que carecen esas películas de mi juventud, por la falta de perspectiva temporal con los acontecimientos. Por eso es importante que estas historias se sigan contando, para que las nuevas generaciones lo tengan presente, o incluso para que recuperen esas otras viejas películas que trataron el mismo tema pero con otro talante.

 

 

Asteroid City, de Wes Anderson

La fugaz colorida estela

Oswaldo Osorio

Manierista y híspter son dos conceptos que bien pueden describir el cine de Wes Anderson. El primero, por su refinamiento visual que raya con lo artificioso, por su particular uso del color, la estilización en casi todos los niveles y el virtuosismo aplicando la técnica cinematográfica. El segundo, por el carácter intelectual en la elaboración de su cine, sin ser necesariamente profundo, por su tendencia hacia lo alternativo y su predilección por asuntos como lo vintage, lo ecológico y lo independiente. Y no estoy usando estos términos de manera peyorativa o desdeñosa, pero sí es posible ver en ellos, sobre todo en el primero, la razón de las probables limitaciones de su cine.

Esto se puede ver especialmente después de Moonrise Kingdom (2012), aunque en esta última película sube aún más la apuesta en ambos sentidos y, además, presenta su relato más insólito, menos realista (por vía de la ciencia ficción) e incluso juega con la metaficción, contando su historia en tres niveles narrativos y diegéticos distintos: televisivo, teatral y cinematográfico. El problema con este juego es que se pasa de complejo a complicado y uno termina preguntándose por la necesidad de haberlo hecho.

El filme trata sobre un grupo de jóvenes prodigio que llegan con sus padres a una pequeña ciudad en medio del desierto donde hay un observatorio astronómico. Como siempre, es menos la trama que cuenta que su interés por elaborar un universo con sus propias reglas y su preciso funcionamiento. También se concentra en las relaciones entre su coro de personajes, lo cual no quiere decir que haya una construcción demasiado compleja, todo lo contrario, se trata de seres más bien monolíticos, porque apenas si están trazados con unos pocos pero muy enfáticos rasgos. Son como bellos y coloridos personajes de lego que apenas si gesticulan y establecen una casi mecánica o hasta monótona interrelación con los demás.

Por eso, las emociones y sentimientos en esta película (como en otras) parecen más rótulos, pegados con un colorido papel en la frente de cada personaje, antes que esas elaboraciones propias del cine que nos pueden tocar hasta en lo más profundo del ser. Pero el cine de Anderson no nos toca de esa manera (tal vez solo en Rushmore, 1998, y en algunos momentos de Los excéntricos Tenembauns, 2001), sino que lo hace estéticamente. En este sentido, nadie puede negar que estamos ante uno de los directores más originales y mejor dotados de este siglo, en buena parte por las características manieristas mencionadas al inicio.

Y no es que sea solo un cine bonito, preciosista o decorativo, porque la construcción de su puesta en escena y las asociaciones visuales en algunas ocasiones pueden tener la fuerza y hondura del mejor de los diálogos o del personaje más complejo, pero eso ocurre solo esporádicamente, o tal vez contemplando en retrospectiva toda la experiencia estética que implica ver una de sus películas, en especial de la que se ocupa este texto.

En esta cinta, así como ocurrió en La crónica francesa (2021), se multiplican los temas de los que habla: El amor y el desamor, las relaciones familiares, el duelo, la perspectiva infantil, la incómoda paternidad, la relación con el conocimiento, la ética frente a cualquier oficio, la soledad, la vida extraterrestre, el teatro, las dificultades de la creación artística y hasta el significado de la vida, además de otros micro temas. Pero si bien se puede referir a esto de manera inteligente y con mucho ingenio (especialmente visual), así como con un humor muy sofisticado, naturalmente no lo puede hacer de forma sólida y extendida. De todo ello apenas quedan unas ideas brillantes y fugaces, una estela colorida en ese bello cielo azul que es la pantalla.

Wes Anderson parece un director que se ha concentrado en esos gestos y elementos que sus seguidores le han celebrado, en ese pequeño pero creciente mito estético que ha forjado en torno a él tanto la crítica menos escéptica como sus fanáticos en internet. Eso sin duda lo convierte en uno de los autores más identificables y únicos del cine entero, pero también en un director demasiado específico y con la limitante de que tiene más fuerza lo que muestra que lo que dice, lo cual, como experiencia estética, es muy encomiable, pero tal vez no tanto como la experiencia emocional y trascendental que puede llegar a ser el cine.

Aquí, de Robert Zemeckis

Mil planos en un encuadre

Oswaldo Osorio

Nunca he perdido la fe en Robert Zemeckis. Es uno de esos pocos directores de Hollywood de los que se puede decir que no tiene película mala, eso sí, teniendo en cuenta que muchas de ellas deben ser juzgadas con los parámetros del cine de entretenimiento. Aun así, muchos de sus trabajos han sabido situarse en ese difícil punto de equilibrio entre el cine comercial y aquel con valores cinematográficos (Volver al futuro, Forrest Gump, Contacto, Náufrago); pero, sobre todo, es un director (también como guionista y productor) que se ha arriesgado a expandir las posibilidades expresivas del cine experimentando, sobre todo, con la tecnología (¿Quién engañó a Roger Rabbit?, Forrest Gump, The Polar Express, Beowulf).

Aquí (Here, 2024) también cuenta con ese equilibrio entre lo comercial y lo artístico, así como con el riesgo de crear un relato cinematográfico que parte de una radical premisa narrativa y expresiva. Y digo cinematográfico porque tal premisa ya venía desde el cómic de Richard McGuire en el que se basa, el cual fue publicado como historieta de seis páginas en 1989 (de la que se hizo un corto en video en 1991) y luego como novela gráfica en 2014.

Tanto cómic como película son narrados desde un único encuadre que mira la sala de una casa y lo que se puede ver a través de la ventana. Aunque es un único espacio, el tiempo sí cambia constantemente, porque las historias que nos cuenta vienen desde que aquel lugar era habitado por los nativos americanos hasta la actualidad, por eso dicho espacio solo cambia significativamente cuando aún la casa no ha sido construida, por lo que el encuadre desaparece, pero no el punto de vista. Es como si una cámara hubiera estado apostada en el mismo lugar durante siglos. De ahí que uno extrañe de la adaptación de Zemeckis que no haya llevado el relato también hacia el futuro, como sí lo hace el original.

La película copia la superposición de viñetas propuestas por el cómic, un recurso que sirve para saltar de una época a otra o de una familia a otra de las seis que componen todo el relato. La gran diferencia es, por supuesto, el movimiento, que en la película logra un dinamismo fascinante, cargado de asociaciones, de tiempos simultáneos y discontinuos, y de transformación del espacio por vía de la puesta en escena, de la luz y de los personajes. Ese encuadre único se ve permanentemente enriquecido por un cinetismo desbordante y por una multiplicidad de planos diferenciados por su tamaño, ubicación y temporalidad.

Hasta aquí el riesgo formal, jugueteo narrativo y búsqueda expresiva, porque al hablar de su contenido el entusiasmo disminuye un poco. Son cuatro familias las que ocupan la casa, una quinta que vive al frente y otra más que vivió en ese territorio. La historia de la familia nativa americana está apenas esbozada desde su inicio hasta su final; igual la del hijo de Benjamin Franklin a finales del siglo XVIII; la familia del aviador aficionado, que ocupó la casa por primera vez a principio del siglo XX, da cuenta de un corto periodo; igual ocurre con el inventor y su pareja en los años cuarenta; pero es la familia Young, que compra la casa después de la Segunda Guerra, en la que más se centra el relato; para, finalmente, mostrarnos solo unos episodios de una familia afroamericana a la que le toca la pandemia del 2020.

Con toda su heterogeneidad de tiempos, circunstancias y personajes, la película apunta a una reflexión de fondo sobre el hogar, que es a través de la familia y de la casa la forma ideal de ser representado o materializado. El hogar está donde están los afectos y estos suelen coincidir en la misma casa. Así mismo, las diferencias generacionales y la memoria cruzan todo el relato. Aunque se echa de menos que el contexto social y político se hubiera dejado tan al margen de la historia, pues solo algunos grandes acontecimientos, apenas mencionados, sirven para referenciar el tiempo calendario, sin que afecten dramáticamente mucho a los protagonistas. En realidad, la temporalidad debe ser deducida a partir de los elementos de la puesta en escena (en especial el vestuario, los electrodomésticos, los carros y los enseres) y, en menor medida, por la música.

Tal vez lo que menos sorprende es ese relato central, el de la familia Young, de la que presenciamos su historia de seis décadas y tres generaciones. Resulta más bien obvia y cargada de lugares comunes, aunque no se puede negar que, dentro de su convencionalismo, la narración sabe manejar muy bien los ritmos de acción, humor y emoción. Y claro, está ese guiño adicional de ver a los dos actores de Forrest Gump (Tom Hanks y Robin Wright) juntos de nuevo y rejuvenecidos con esa técnica digital que dada vez se afina más, aunque aún dista de ser perfecta.

El caso es que, si bien con sus temas y anécdotas no es que esta película presente nada nuevo ni muy elaborado o profundo, definitivamente su propuesta estética y narrativa, heredada del cómic y potenciada por el dinamismo del cine, resulta siendo un deleite para los sentidos y muy estimulante y sorprendente como relato, el cual es envolvente, ingenioso y exigente con la atención y el juego de asociaciones.

Memorias de un caracol, de Adam Elliot (a favor y en contra)

El mundo como cofre: desbordes objetuales e íntimos  

Mariana Sofía Gómez Rincón

 

“La jardinería lo regala todo, es un pozo de penas.”

Una apuesta por lo transdisciplinar se despliega en pantalla. Es inevitable no sentirme como un infante: el relato apenas comienza y ya se activa en mí una sensatez del asombro, una atención concentrada que se despierta con cada imagen magnífica, peculiar y extraña que se presenta. Planos secuencia de creaciones manuales se despliegan. Un cotidiano pareciera emerger. Memorias de un caracol, del director Adam Elliot, nos atrapa desde su textura visual hasta su profundidad narrativa.

Si bien sus anteriores cortometrajes —como Mary and Max (2009), Ernie Biscuit (2015) y su trilogía de relatos familiares creada en los 90’s, Harvie Krumpet (2003), este último ganador del Premio Óscar— no se comparan en duración con esta nueva obra, sí marcaron el camino de una estética y un núcleo narrativo muy precisos. Ya en ellos veíamos las primeras incursiones de caracoles, pandillas de niños, relatos cotidianos de personajes curiosos. En Memorias de un caracol, estas constantes se reconfiguran y se llevan a otra escala de trabajo.

A través de un relato protagónico, verbalizado cronológicamente entre una antigua París y una Australia de contrastes, conocemos a Grace y a Gilbert, dos hermanos protagonistas de esta historia. Desde el término que crea el propio director —“arcillagrafías”, biografías animadas en plastilina— se persiste en la idea de adentrarse en la psique de un personaje, y deshilar, poco a poco, como un cofre de misterios, cada capa de su historia. En ese tránsito se entreteje un viaje infinito lleno de derrotas, logros, amores y jaulas. Reflexiones particulares, ya características del cine de Elliot, reaparecen aquí con mayor madurez.

Lo distintivo de esta película es que apunta a las pulsiones que nos habitan, desbordándose y convirtiéndose en espejo de momentos sociales. La protagonista se nombra a sí misma como “caracol”, y la acción de coleccionar estos seres enmarca la historia tanto a nivel formal como conceptual. Es un archivo ético y reivindicador de cada objeto cotidiano, por perdido o ridículo que parezca.

Aunque la película se construye desde lo plástico y matérico, lo realmente interesante es cómo su estética —saturada de objetos, fragmentos y restos—, derivada de un proceso colaborativo con artistas, bocetos, rodajes y maquetas, termina siendo una lección sobre el desapego, la depuración y el valor simbólico y ético de cada cosa. Cada objeto opera como un extensor psicológico del personaje.

Y es que, si bien las obras de Elliot parten siempre de un monólogo que conduce, un hilo íntimo que nos sumerge en lo psicológico del personaje, aquí el detalle mínimo se convierte en mundo: un jarrón, una comida favorita, un recuerdo desdibujado. Lo masudo, lo brumoso, lo granulado en los personajes es una marca de su estilo desde hace tiempo.

En esa oscilación entre el exceso y la limpieza, tanto en lo conceptual como en lo técnico, Memorias de un caracol se transforma en un gesto de conciencia plena. No solo se ve: se siente, se pesa, se habita. Ahí es donde sus formas adquieren verdadero sentido: como si lo animado fuera el espíritu mismo del cambio, del progreso interior. Más allá de una discursividad trágica, esta es una película sobre metamorfosis individuales, moldeadas en stop motion.

El mismo director ha dicho que su cine no nace de condicionarse por referentes visuales tradicionales de la animación, sino de beber de otras artes: la literatura, lo abstracto, las artes plásticas, la escritura, el cine. Esa apertura le permite una estética bifurcada, hogareña, maleable, a veces incluso oscura. No busca la perfección de formas hegemónicas en la animación: ahí radica su mayor acierto.

Las texturas desbordadas permiten que emerja un prototipo de cada personaje. No hay intención de embellecer, sino de dejar que la belleza surja de los pliegues y contrastes. La animación de Elliot es profundamente particular porque está hecha de micropartículas, de huellas. La deformidad se vuelve forma. Y lo extraño —hecho de pegamentos y materiales pobres— enriquece lo visual.

Su estilo ha sido denominado “grueso y tosco”. Como la vida misma: toma lugar sin pedir permiso. La ornamentación es el mensaje, y también la forma escenificada. La dirección de cámaras y el montaje precisos nos revelan cada objeto con intención. A pesar del cúmulo, todo se deja ver. Todo en esta película se deja ser.

La paleta sepia, en tonos pardos, nostálgicos y hogareños, nos sitúa en un contexto vulnerable. Lo envejecido forma parte de su metodología visual. El personaje, como tantos otros, rompe con la perfección y se presenta desde su esencia. Ver esta película es una exquisitez visual: sus formas, aunque saturadas, están compuestas con una precisión ética.

La sencillez no es carencia, es decisión: que se vea la plastilina, que se vean los dedos, que no se esconda la crudeza del material. Ese gesto nos acerca. Nos humaniza. Y es necesario para una imagen que se quiere ver desde el cine. La plastilina, tan evocadora de una infancia manual, es aquí medio y mensaje. Nos devuelve a lo sensible desde lo táctil.

La película habla de la depuración de la vida, del síntoma acumulativo de los objetos y de su consideración ética hacia nosotros mismos. Donde el caracol funciona como símbolo de metáfora social y vital: lo cíclico, lo circular, lo sincrónico de nuestras repeticiones. Dolorosas, alegres, constantes. Así como la vida misma de Grace y Gilbert.

Esta obra nos conduce hacia una lectura adulta de la animación sin perder su inocencia ni el contagio infantil que la impulsa. En la sala, las risas desbordadas, las lágrimas, los murmullos, no son solo un acontecer: son parte de una experiencia vital. No se trata simplemente de una animación elaborada ni de un desfile de objetos: Memorias de un caracol profundiza en los vínculos, los apegos, las consecuencias, los aprendizajes.

Como cuando veíamos genuinamente una película en la infancia y algo nos conmueve, esta obra logra acariciar al espectador desde la ternura.

 

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Memorias, de un caracol de Adam Elliot

Una película para niños grandes

Javier Castaño

Llego a Memorias de un caracol sin haber visto la muy sonada y ¿de culto? Mary & Max, dirigida también por Adam Elliot, la que es también su opera prima y última pero no tan reciente película lanzada en el 2009.

Lo primero que resalta de Memoria de un Caracol es lo que resalta de casi cualquier película hecha en animación stop motion, que sea medianamente popular: un dominio sobresaliente de la técnica de animación, que acompañada de un diseño de producción detallado y bien caracterizado, soportan el peso de la historia y la mirada del público en una suerte de dictadura de las expectativas; donde la técnica excepcional es regla en espacios, arte, elementos, fluidez del movimiento etc.

La animación y el decorado son impecables, la caracterización es muy buena en la construcción de la atmosfera que, siendo caricaturesca y hasta graciosa por momentos, nunca deja de ser opaca y oscura como la protagonista y todo ese universo que ella representa: una Australia completamente ajena a los Guardianes de la Bahía, árida y con una ausencia total de esa Australia idealizada y vacacional de cielos azules, mares azules, playas blancas, cuerpos esbeltos y bikinis de colores. La historia y los personajes, de tal melodrama y decadencia, funcionan y se entienden también, en tanto se les piense en relación a los símbolos que contienen. Grace la protagonista y su hermano gemelo Gilbert son unos cúmulos de “outsiderismo” y excepcionalidad no solo por el hecho de ser gemelos:  Son huérfanos de una madre que murió dando a luz, Grace nació con labio leporino, su padre parapléjico del que tenían que cuidar también termina muriendo súbitamente, a Gilbert le gustan los bichos y jugar con fuego, son niños raros victimas de matoneo, todo el tiempo están leyendo suicidas y malditos, además de que terminan separados al ser adoptados por familias diferentes y que resaltan por su ausencia y sus fetiches en el caso de los padres adoptivos de Grace y por el maltrato en el caso de la familia de fanáticos religiosos que adopta a Gilbert. etc. etc. etc

Como un preso haciendo rayitas en las paredes de su celda, Grace colecciona infortunios en forma de caracoles, y la película se dedica durante más de una hora a regalarnos una muy larga, melodramática y agotadora sucesión de tragedias suavizadas por chistes y comentarios mordaces desde el guion. El horizonte y porvenir de Grace parece no tener una vuelta que la ponga en una situación esperanzadora, aunque a través de Pinky una anciana mayor que termina haciendo las veces de madre y mejor amiga, Grace encuentra confort y compañía incluso después de separarse de Ken el pervertido, gracias también al desenfado y tranquilidad con el que Pinky enfrenta las situaciones complicadas que se le presentan. Como cualquier buena película animada e infantil, la lección que termina enseñándole Pinky a Grace es que tal vez, a pesar de que el mundo constantemente les presente situaciones retadoras y difíciles, hacer de la tragedia su personalidad es algo que se puede decidir y está solo en las manos de cada uno.

De Memoria de un Caracol se puede asumir que es casi una película infantil porque. aunque filtrada por un lente o mirada adulta, si dejamos de lado los elementos censurables para niños como son las referencias explícitas al sexo, el alcoholismo, la violencia y el lenguaje soez que aquí terminan siendo marcas estilísticas más que nada, tenemos una película con una historia sencilla y narrada en segmentos bien definidos (1. niñez y crianza de los hermanos, 2. completa orfandad de separación y vida adoptiva, 3. la vida después del matrimonio fallido de Grace), inspiradora y con moraleja, y con un final tierno y sensiblero que redime a la protagonista ante las miradas sedientas de finales felices y fanservice. Las decisiones de Elliot son abruptas por momentos, los cambios son caprichosos, y las soluciones incluso aparecen como ases bajo la manga, lo que termina abandonando un poco lo plástico a su suerte de soporte principal de la película.

El final de Memoria de un Caracol llega después de que finaliza el prolongado viacrucis de Grace con la muerte de Pinky, la caja enterrada con las papas en el huerto y la resolución de seguir adelante a pesar de las dificultades y haciendo las paces con el sin sentido del pasado. La protagonista termina cumpliendo ¿su sueño? de dedicarse a ser animadora stop motion. En el estreno de su primera película, y de la forma más condescendiente posible, aparece el hermano muerto que nunca estuvo muerto como el deus ex machina perfecto que nos regala el final confortable para niños (grandes) que sin necesidad premia a Grace por su resolución de seguir viviendo a pesar de las dificultades y al mismo tiempo se burla de esta, para garantizarnos lágrimas de alegría y evitarnos la incertidumbre amarga de una resolución sin tragedia.

El final hizo de Memorias de un Caracol una película para niños grandes (en sentido negativo).

 

El Segundo Acto, Quentin Dupieux

El Otro Quentin

Miguel Ángel Cadavid

 

Hace un tiempo, los gringos tenían una tendencia en redes sociales que llevaba por nombre: Never let them know your next move. Instagram y TikTok estaban repletos de videos en los que personas se filmaban así mismas haciendo lo contrario a lo que asumiría el pensamiento deductivo. El acto comienza con una mini-narrativa que se distorsiona de manera inesperada a medida que avanza para mantener la atención del que mira. Uno de los primeros videos que se viralizó fue el de un conductor que se disponía a retroceder en su carro mirando con cuidado hacia atrás, cuando de repente, este acelera bruscamente hacia adelante mientras su cabeza continúa girada hacia la luneta del vehículo.

Con el paso del tiempo, la tendencia evolucionó a conceptos más elaborados y extensos, hasta el punto de sobrepasar los límites lyncheanos del surrealismo y caer en el conocido absurdismo del humor generacional o “Brainrot”, en el que la narrativa corriente de un policía impartiendo una multa, por poner un ejemplo, podía terminar con la perturbadora modificación con IA de un bulldog en pasamontañas comiendo mazamorra con un sacerdote.

Asumo, según su edad, que el cineasta francés muy probablemente desconoce esta tendencia, pero su obra hace que el espectador, genuinamente, no sepa cuál será su próximo movimiento. En Rubber (2010), una llanta asesina llamada “Roberto” lucha por el amor de una mujer; en Le Daim (2019), una chaqueta con tendencias narcisistas convence a su portador de eliminar a todas las chaquetas del mundo; en Mandibules (2020), una mosca gigante parodia el Jaws de Spielberg con dos protagonistas que luchan por escapar de una estafa piramidal. No hace falta describir muchas de sus obras para captar el delirio.

Es irónico que, a partir de ese humor absurdista, tan similar al actualmente generado artificialmente por las nuevas generaciones, el cineasta decida crear una sátira hacia la misma herramienta que lo propicia; es por esto que El Segundo Acto (2024), no es ni de lejos la más creativa de sus obras, pero sí la más importante. La confusión de no saber cuál es la narrativa real de la película que estamos viendo, ignorantes al hecho de estar riéndonos con gags que muy probablemente hayan sido escritos por una máquina, es donde radica el terror en la comedia de Dupieux. La premisa de su meta-sátira implica que la primera película escrita y dirigida por una inteligencia artificial habla, a su vez, sobre lo absurdo que sería una película escrita y dirigida por una inteligencia artificial. No hay que tomarse esto a la ligera, la percepción de las IA sobre lo que la mente humana podría considerar repelente o divertido es la base para que esta haga mofa de sí misma, lo cual es sumamente aterrador; porque no hay nada más útil para consolidar la existencia de algo, que invalidar las opiniones de aquellos que tienen miedo a través de la trivialización humorística.

Quentin Dupieux no solo parece ser una especie de Dalí profético, sino un cineasta con un profundo sentido introspectivo frente al oficio mismo. En Yannick (2023), los actores de una obra de teatro son secuestrados por un espectador inconforme que decide reescribir el guion y obligarlos a representar lo que él considera entretenido. Esta premisa abona el terreno para análisis divertidísimos respecto a cómo influye el ego de los creadores en sus obras y cuál es el verdadero rol de los espectadores casuales en la validez de una obra independiente.

Esas dinámicas que inciden en el porqué del cine, presentes también en El Segundo Acto (2024), son más necesarias que nunca. Los cinéfilos más veteranos atraviesan una etapa de saturación en la que lo inesperado ya no existe, y el trabajo de Dupieux llega como un soplo de aire fresco. Sus obras se esfuerzan por diluir el significado de conceptos como “Coherencia”, “Humor” o “Narrativa”, con el objetivo transfigurar los parámetros de un arte que comienza a verse amenazado por la automatización y el hartazgo, incluso en los rangos esnobistas del cine experimental; que, por cierto, se ufana erróneamente de contrariar las narrativas establecidas. Porque, después de Apichatpong, Camila Rodriguez Triana o el pelmazo de David Aguilera Cogollo ¿no es el cine experimental ya una narrativa establecida?

El cine del Quentin francés expresa un amor al arte proporcional al de su homónimo gringo, la diferencia es que el primero, en vez de cruzarse de brazos mientras atestigua el declive de su amado arte, decide revertir las reglas rescatando la novedad de la mano del absurdo, para que, como sus personajes, no nos terminemos metiendo un tiro en la cabeza… dos veces.

A Complete Unknown, de James Mangold

 

Mario Fernando Castaño

 

¡La gente inventa su pasado… recuerda lo que quiere. Olvida el resto!

 

Es un hecho que el cine se toma libertades creativas al momento de adaptar un guion que provenga de una obra literaria, el teatro o hechos históricos a favor de un argumento que tenga el dinamismo suficiente para llamar la atención del público. Y es que no lo podemos negar, al contrastar los hechos con la realidad nos encontramos con que en la mayoría de los casos esta es demasiado aburrida. Y los biopics no son la excepción a la regla, unos son muy forzados, otros convincentes y cercanos a la realidad idealizando al protagonista en ocasiones, pero hay otros, como en este caso, en los que simplemente no importa cuestionar los sucesos dudosos, a pesar de ser bastantes, y en los que se relatan los primeros años de la vida artística Robert Zimmerman, quien se daría más adelante a conocer como Bob Dylan, estrella del Folk y galardonado Premio Nobel de literatura, alguien que siempre se ha caracterizado por ser una figura polémica y alejada de los medios. Y hay que tener en cuenta que el personaje en cuestión aún está con vida y que tuvo la oportunidad de modificar sus propias vivencias dentro de la guionización del filme, en donde incluso expone diferentes versiones de su niñez.

Desde el comienzo notamos que la historia, basada en el libro Dylan Goes Electric! (2015), del periodista musical Elijah Wald, propone el doble reto de cumplir con el acuerdo de verosimilitud con el espectador, donde el primero es el de generar de inmediato la confianza de los más puristas al estar observando los comienzos de una leyenda del Folk, encarnada al detalle por un actor como Timothée Chalamet. Y esto da para el segundo reto, que este talento en ascenso nos lleve a olvidarnos al instante del carismático Willy Wonka (Wonka, Tim Burton, 2023) o el líder de multitudes Paul Atreides (Dune, Denis Villeneuve. 2021) al reflejar esa personalidad contestataria y rebelde, añadiendo a esto el hecho de no solo interpretar casi a la perfección las canciones de Bob Dylan, en el ámbito vocal con su voz nasal y temblorosa, sino de tocar la guitarra y la armónica de una manera indiscutible, logrando momentos de asombroso magnetismo en pantalla, resultado de cinco años de estudio constante, tiempo que aprovechó gracias a la pandemia del Covid 19 (2020) y al paro de guionistas en Hollywood (2023).

Los personajes que acompañan al protagonista no lo opacan, pero tampoco pasan desapercibidos, como es el caso de Sylvie (Elle Fanning), cuyo nombre real es Suze Rotolo, y es cambiado por sugerencia del mismo Dylan. Ella fue pareja sentimental del músico y lo impulsó en sus inicios a ser más consciente del mundo que le rodeaba en ese momento y, de paso, a replantear el contenido social de sus letras y su norte como artista. Es también notable la presencia de Pete Seeger (Edward Norton), un músico Folk que supo identificar el potencial de Bob dejándolo brillar hasta cierto punto y, por último, Joan Baez, quien es interpretada de forma más que brillante por Mónica Bárbaro, con quién se identificó en su estilo y mantuvo una complicada relación amorosa en la que, por cierto, no se entra en detalles, lo cual es una gran virtud de la película, ya que esta se centra más en lo musical y el conflicto interno que mantenía con la industria musical y hasta con su propio público, al que debe su éxito. Cabe resaltar, igualmente, la interpretación del actor Boyd Holbrook como un joven Johnny Cash, quién brinda una muestra de su presencia contundente en escena y, de paso, ya se intuye su descenso al infierno, aspecto que el director James Mangold ya había plasmado a fondo con un muy aceptable Joaquin Phoenix como Cash en En la Cuerda Floja (Walk the Line, 2015).

Esta es una producción que se complementa con documentales como No Direction Home (2005) y Rolling Thunder Revue (2019), del director Martin Scorsesse; Don’t Look Back (1967), de D.A. Pennebaker; o Mi historia sin mí (I’m Not There, 2007), de Todd Haynes, una curiosa manera de acercarse a la vida de Bob Dylan, esta vez interpretada desde la perspectiva de seis actores diferentes, como Cate Blanchet, Christian Bale o Heath Ledger.

El contexto histórico siempre está presente, ambientado dentro los difíciles años de la contracultura, combinado con vivencias del cantautor que, aunque atropellan la realidad, respetan la esencia de los hechos, llevando a la pantalla momentos icónicos como la improvisación de Bob con el bluesman ficticio Jesse Moffette, la aparente discusión con Joan Baez al negarse a cantar nuevamente Blowing in the Wind en público o el momento, este sí más cercano a la realidad, de cuándo Bob conectó su guitarra y tocó Rock N´Roll con banda completa frente a un público enfurecido al sentirse traicionado por su ídolo en medio de un festival de música Folk.

A Complete Unknown no pretende engrandecer la figura del artista en cuestión, al contrario, muestra una persona que juega con los que le rodean preocupándose solamente por sus propios intereses, en busca de una libertad que pregona, pero que le es ajena al encontrarse frente a un futuro incierto.

Esta cinta despierta la curiosidad de nuevas generaciones al acercarse no solo a la vida de Bob Dylan, sino al género que llegó a tener tanta influencia como aporte a la sociedad de la época, esto gracias a la calidad musical y al mensaje de sus letras inteligentes y reflexivas que hablaban de un interés común de idealismo en pos de una paz y libertad que, hasta el día de hoy, siguen siendo inciertas e invitan de paso a identificarnos con el sentir de otras épocas y a preguntarnos si en medio de esta realidad no adaptada aún somos unos completos desconocidos yendo a cualquier lado como piedras rodantes.

Mickey 17, de Bong Joon-ho

Un montón de polvo

Sebastián Álvarez López – Escuela de Crítica de Cine de Medellín

La discusión al respecto a los derechos laborales, los trabajos precarios que nadie quiere hacer y las políticas que rozan la explotación laboral ha sido larga y nutrida, debido a las aristas que ha traído consigo el mundo capitalista en el que vivimos. También con ella han llegado preocupaciones de índole climático y ambiental. Al día de hoy sabemos con certeza que se ha pasado el punto de recuperación del planeta y que cada vez estamos más cerca de la destrucción: hace tiempo que no faltan más que milésimas de segundo para la media noche.

Por supuesto, estos problemas también han sido expresados a través de la pulsión artística, cientos de filmes han abordado temáticas como la visita a otros planetas en búsqueda de la salvación, los problemas de racionamiento de comida, los dilemas políticos y éticos que conllevan encerrar a muchas personas en una pequeña nave que va hacia el vacío, el post-humanismo y la aparición de tecnologías invasivas e, incluso, la interacción con la vida alienígena.

Ya Bong Joon-ho había puesto su interés en el futuro de la humanidad hace años en Snowpiercer, donde realizaba una exploración de las interacciones humanas en espacios sumamente limitados, como podría ser un tren que recorre el mundo con lo que queda de la sociedad dentro de sí, y ahora retoma la preocupación del porvenir de la humanidad en Mickey 17.

El cineasta coreano realiza un pastiche de intenciones que no alcanzan a definirse, una mezcla deforme de tropos, personajes estereotípicos y, en ocasiones, casi que mono-neuronales, humor físico y catch-phrases que adornan una serie de eventos frívolos y sinsentido que se desarrollan a lo largo del filme.

Quizás el problema principal es que intenta demasiado, pero logra más bien poca cosa. Bong Joon-ho intenta tocar todos y cada uno de los temas que mencioné anteriormente, pero lo hace de una manera tan superficial que apenas y logra rascar algo de la superficie de ellos. La caracterización del magnate empresario, como una mezcla de Musk y Trump se queda solo en la caricaturización extrema y no se extrae nada de él, las leyes que trata de imponer en su propio mundo son ignoradas en cada ocasión posible e inicia arcos que no logra cerrar.

Son los personajes de Pattinson los que logran vislumbrar algunas reflexiones interesantes al respecto de la muerte y del carácter. Uno se opone al otro inicialmente, pero son también quienes se unen para lograr el desmonte del poder en la nave, hallando en sus diferencias cierto complemento. Quizás, paradójicamente, el personaje que se elabora de manera más humana es el que menos goza de esta condición, hay algo de ternura en esa actitud noble y temerosa, pero se diluye entre tanto aparataje técnico que no llega nunca a ningún puerto.

La sensación que brinda Mickey 17 se parece de ciertas maneras a la Kinds of Kindness, de Lanthimos: la libertad creativa y financiera les ha permitido a dos renombrados directores contemporáneos realizar grandes obras que se ahogan en sus propios presupuestos y pretensiones (si bien la de Lanthimos es mucho más ambiciosa y diciente). La idea de agarrar un puñado grandísimo de contenidos termina no haciendo más que arrojando polvo a los espectadores, tan molesto como inofensivo; pensemos pues que las limitaciones también han promovido soluciones creativas y sustanciosas, es momento de echar un paso atrás y pensar: ¿realmente más grande es mejor?

Megalópolis, de Francis Ford Coppola

Una historia de gladiadores en lamborghinis

David Guzmán Quintero

 

Se habló de que Megalópolis ha tenido la acogida mediática que ha tenido solamente por ser la última película de una leyenda; eso incluye, por supuesto, el que haya sido estrenada en el Festival de Cine de Cannes. Y, en efecto, es una película bastante extraña y cuyas intenciones e intereses no son tan diáfanos. Sospecho, sin embargo, que es una película incomprendida, incluso por mí. Es una propuesta que se queda a medio camino por donde se le mire, lo que tiene sentido en un relato político sobre un mundo que también está a medio camino.

Si uno se fuerza a mirarla desde ese punto de vista, la escena inicial es un buen presagio. Construcciones evidentemente elaboradas con toda la parafernalia digital, así como el paisaje apocalíptico con el cielo moviéndose a una velocidad vertiginosa y un personaje que tiene la habilidad de congelar el tiempo. Opuesto a varios relatos cinematográficos de ciencia ficción de los últimos años, cuya verosimilitud depende en gran medida de los efectos, Francis Ford Coppola no parece muy interesado en que se le crean el cuento. En ese sentido, Megalópolis no se parece a Blade Runner, sino, más bien, a las primeras películas de Godzilla o King Kong, en las que uno debía otorgar esa licencia obligatoriamente.

El universo que se nos propone es totalmente artificial y así mismo Coppola quiere que lo recibamos, pues nos lo recuerda constantemente bien sea mediante unas CGIs “mal hechas” o una propuesta visual que abarca planos aberrantes, efectos vértigo, saltos de eje, contracampo cambiante, etcétera, o con unas puestas en escena performáticas con los brazos haciendo un reloj detrás de Adam Driver o el mismo “poder” de detener el tiempo que aparentemente no cumple ninguna función narrativa. Y esa sensación de sobreestimulación por el exceso de efectos especiales “mal hechos”, de movimientos de cámara alambicados, música grandilocuente y puestas en escena desbordadas, también puede dejar manifiesta una visión de Coppola sobre el cine de hoy y el mundo cinematográfico que está dejando.

Dicho eso, el tratamiento del relato está lleno de tensiones sutiles. La primera es nombrada directamente al inicio, cuando la voz en off dice que no hay mucha diferencia entre la Antigua Roma y la política estadounidense actual. Esto es representado en un universo de ciencia ficción con una música extradiegética que recuerda a las películas de gladiadores y el que los nombres de los personajes principales sean Caesar Catilina (que es la combinación entre el último nombre en latín de Julio César y el de un político romano fallecido en el 62 a.C), Cicero (que es una clara deformación de Cicerón) y Clodio (otro político romano que, en el filme, es Shia LaBeouf en el papel de Javier Milei); cada uno defendiendo su propia visión de progreso y bienestar común. El relato se desarrolla así: entre un universo creado digitalmente y cientos de referencias cinematográficas de todo tipo. De hecho, el personaje de Adam Driver no difiere mucho de aquellos personajes hollywoodenses pre-Michel Poiccard, aquellos pícaros y mordaces generalmente interpretados por Humphrey Bogart.

Si uno entra en el juego de la elucubración e intenta adivinar cuáles fueron las referencias de Coppola a la hora de realizar este relato, estas podrían ir desde John Huston hasta Marvel, pasando por Fellini. Y esto se hace evidente una vez que se menciona a Hitchcock directamente y se roban un plano de una de las últimas entregas de Star Wars.

Entre ese abarrotado marco referencial y las tensiones formales del relato, uno, como espectador, no termina de acomodarse nunca en un mundo que va avanzando quién sabe en qué sentido y en el medio solo hay celebraciones fellinescas con periodistas preguntando cuándo prendiste tu primer porro. Bueno, quizás el relato es mucho más realista de lo que parecía.

Como sea, en resumen, este es un relato que tal vez sea valorado en otro tiempo o por otra audiencia… o tal vez no y prefiramos quedarnos con los Coppola de toda la vida. Sin nombrarlo como un defecto, Coppola hizo un relato no muy consistente, plagado de caprichos y del que uno nunca tiene muy claro el porqué del mismo. Coppola decidió conjugar cientos de elementos al mismo tiempo y el resultado no sé qué tan armónico habrá sido. Claro, teniendo en cuenta que la disonancia también es armonía.