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Como preámbulo a su presentación toca una especie de xilófono de tres tubos dorados tres veces con un martillo: Tin, tin, tin, suenan, y empieza la lectura dramática.
“¿Dónde habías estado todo este tiempo?, te dije mientras me acerqué a vos, pero, ah, qué vergüenza, no eras vos...” lee en una tira de dos líneas que resulta un cuento infinito.
Su voz es fuerte y su cara va haciendo eco de las palabras que pronuncia. Pide que le indiquen el momento de parar su cuento porque sino podrá seguir eternamente. Así como su cuento, parece inagotable su risa, “por eso parezco más joven”, dice Harry Marín Vahos, un médico aeroespacial y docente universitario que, aparte de contar cuentos, fusiona la medicina con arte para recetar letras a sus pacientes.
“Hago medicina narrativa”, comenta Marín para explicar que el bienestar no es solo “la fisiología de la célula, sino también el sentido que cada persona le da a la vida”. De ahí que sus consultas no sean tradicionales. Según él, hay que conocer a los pacientes “porque la gran mayoría de los problemas físicos son la manifestación de una tensión emocional”, explica el médico, terminando siempre sus afirmaciones con risas.
Al preguntarle cuándo se hizo cuentero y en qué momento médico, Harry no puede hacer la división.
“Yo siempre conté cuentos, desde que entré a la universidad a estudiar medicina, me iba a La perola, un espacio en el que hacíamos cuentería”, comenta, agregando que desentonó en ambos espacios porque resultaba muy extrovertido y pelilargo para ser médico, y muy serio y de camisa para ser cuentero.
Al preguntarle dónde nació dice que en un bus intermunicipal porque toda su vida, por diversos motivos, se la ha pasado de un lado a otro. “Mis papeles son de Santander, mi familia vive acá (Medellín) y yo generalmente en Bogotá”, explica, aunque su voceo lo ubique como un local.
Cuando el médico explica su trabajo dentro de su especialidad, aparece el cuentero y uno se confunde pero no da para asustarse, o para desacreditar su discurso científico. Él ha unido sus dos profesiones en una idea articulada que habla de la humanización de la medicina desde la oralidad y desde la escucha.
“Cuando la semiología médica se limita a la historia del órgano y no a la del sujeto, el médico pierde el diagnóstico y todo lo que hace es inútil”, afirma Marín, empezando a hablar de un tema que lo apasiona. Pone ejemplos de pacientes donde demuestra que, aparte de necesitar un medicamento para mejorar, deben ocuparse del ser.
“Yo le receto ranitidina y omeprazol y así ataco el síntoma, pero si sigue con los mismos hábitos o si hay algo en su casa, escuela o trabajo que le generan el malestar, nunca se va acabar la enfermedad”, aclara.
Para el médico, es impensable una consulta de 20 minutos, como las de las EPS. Piensa que allí no se puede realmente conocer una enfermedad, menos dar un diagnóstico adecuado. Es reiterativo al afirmar que el doctor debe escuchar al paciente. “En la universidad dicen que quien no mete el dedo, mete la pata, pero es que hay que acercarse con todos los sentidos”.
Para ofrecer algo más que droga farmacéutica, el doctor creó su laboratorio Marín Vahos, lugar de experimentación y creación donde nacen los cuentos, los que a su vez, se convierten en dosis.
Si es de cuentápsulas, diez cápsulas en un solo frasco con un cuento infinito cada una, será la cantidad precisa porque “este es muy potente y su efecto es inmediato” indica.
Si es de cuenticilina, seis frascos, cada uno con un cuento que puede ser romántico, tierno, siniestro, desconcertante, surrealista o ácido. Su promesa de compra es que es potente, porque “actúan directamente sobre el cerebro y el corazón”.
Para probar una dosis de cuenticilina, sin el cuentero que maximiza el efecto, se lee uno ácido: “Érase una vez un cigarrillo sin autoestima, se sentía solo y despreciable, pero encontró una persona que tampoco se amaba, y se consumieron”.