A los 17 años un disparo de los aliados le dio en la rodilla. Sangró, perdió el conocimiento y la noción del tiempo. Solo entendió qué había ocurrido cuando despertó en una ambulancia de los norteamericanos con un médico hablándole en un inglés que su alemán poco entendía. Tendrían que amputarle la pierna.
Max era un joven soldado sirviendo al ejército de Adolf Hitler a comienzos de 1945. Su arma era una bicicleta que usaba para ir de un lado a otro en los escasos lugares del centro de Alemania que los nazis aún tenían bajo su mando ese año, cuando se disputaron los últimos combates de la II Guerra Mundial.
Ese muchacho era el mensajero del Tercer Reich en manos de los aliados, una pequeñísima ficha de la maquinaria de Hitler en manos enemigas. Se negó a que le amputaron la pierna, pero ese proyectil que estalló en su rodilla significó estar preso durante tres meses en Mecklemburgolo donde más tarde, cuando terminó la guerra y se erigió el Muro de Berlín, quedaría la República Democrática Alemana, el trozo del país que reclamó la Unión Soviética al final de la contienda.
El papá de Michael Zeuskeesa era ese soldado y él narra su aventura a EL COLOMBIANO desde la ciudad de Bonn. En su maleta de historiador también están los relatos de como él y su madre se conocieron: mientras él era mensajero para los nazis su mamá trabajaba en la agricultura para servir a la maquinaria de Hitler.
Al fin, toda Alemania vivía en función de la guerra: municiones para las tropas, más soldados para las filas porque el Ejército Rojo aniquilaba a los combatientes en tierra y los bombardeos de Estados Unidos eran devastadores, y más dinero para financiar el aparato de la destrucción nazi.
“Todos sabemos que la mayoría de los alemanes antes de la guerra eran parte del sistema, creían en Hitler. Sé que a mi papá le pesaba contarnos cómo los derrotaron”, dice Zeuske. Para Alemania el fin de la guerra fue resultado de una sucesión de errores.
Hace 75 años, en este tiempo, los días de mayo, se dispararon los últimos misiles y balas contra un país cercado en el este por el Ejército Rojo de la Unión Soviética y desde el oeste por el avance de los aliados que retomaron el control de Europa: eran los últimos días Hitler y su régimen nazi.
1939 terminó en una noche
En el crepúsculo del 8 de mayo, quizá al amanecer del 9, cerca de la 1 de la mañana, las tropas de Alemania se rindieron ante la ofensiva de los aliados a Berlín: la guerra contra los nazis culminó con la firma del coronel general Alfred Jodl.
Esa es la fecha, pero detrás de ese ocaso hay un cúmulo de batallas perdidas y meses de luchas áridas que cobraron el desgaste del ejército alemán. Días antes, el 30 de abril, Hitler falleció en su búnker privado en Berlín, donde comenzaba sentirse el sonido de las detonaciones soviéticas.
Esta semana se conmemoran ya 75 años de la noche en la que los fusiles alemanes se apagaron, el proyecto de Hitler se aplacó y Berlín quedó en manos de sus enemigos. No fue una derrota de una noche, menos de una sola batalla.
La guerra comenzó en 1939 con la ofensiva que emprendió el Führer hacia Europa impulsado por el resentimiento que quedó en su país desde 1919 cuando en el Tratado de Versalles, que puso fin a la I Guerra Mundial, su nación tuvo que aceptar la culpa de la destrucción del conflicto y su arcas se empeñaron para pagar al resto del continente por la reparación.
Hitler desafió en una guerra a dos fronteras : comenzó cuando invadió Austria, República Checa y Polonia, al lado este de su territorio. A ese costado también firmó un pacto de no agresión con la Unión Soviética, pero en cuestión de año y medio, en junio de 1941, lo traicionó y emprendió la Operación Barbarroja para ocupar su territorio. Al otro lado, en el oeste, invadió Francia, Bélgica, Holanda y Luxemburgo.
La maquinaria nazi parecía invencible. En dos años se expandieron por Europa, atacaron Londres, el corazón del Reino Unido, y retaron al gran imperio soviético. Con cada ofensiva sumó enemigos y terminó rodeado por ellos. Los gobiernos de Winston Churchill en Reino Unido, Iósif Stalin en la Unión Soviética y Franklin D. Roosevelt en Estados Unidos eran opuestos.
En Moscú Stalin representaba el avance del comunismo mientras Roosevelt y Churchill la fortaleza del capitalismo. “Pero sabían que tenían que derrotar a Hitler. Había un consenso de que lo que los alemanes hacían era un crimen de proporciones mundiales”, afirma Jochen Hellbeck, historiador alemán y profesor de Rutgers University.
Churchill siempre tuvo cierta afinidad con Roosevelt, pero solo el ataque perpetuado por los japoneses contra la base militar de Pearl Harbor en Hawái, en diciembre de 1941, hizo que los norteamericanos entraran en el combate: desde el pacífico contra los japonés hasta Europa contra los nazis.
Japón cruzó el océano en silencio. Para 1941 los radares eran una tecnología en desarrollo, en Pearl Harbor notaron que algo se acercaba, pero le restaron importancia. Podrían haber sido hasta sus embarcaciones y aviones. Ese domingo los estadounidenses descansaban y las detonaciones en la isla fueron la alarma de que eran atacados. Demasiado tarde para reaccionar.
Así, Estados Unidos declaró la guerra a Japón en el Pacífico y en cuestión de días la Alemania de Hitler y la Italia facista de Benito Mussolini también se declararon en contra de los norteamericanos.
Los desaciertos de Hitler
Cuando se le pregunta al profesor Hellbeck cuáles fueron los errores de Hitler en la guerra responde un silencio al otro lado del teléfono. “Ni si quiera sé por dónde empezar”, bromea. Comencemos por este: Fracasó en el intento de invadir a Moscú en septiembre de 1941.
Su disputa con los soviéticos lo llevó a intentar invadir Stalingrado, una ciudad llena de simbolismo porque fue bautizada en honor a Stalin. Esa batalla comenzó en agosto de 1942, 3 millones de soldados arremetieron contra la joya del líder soviético, pero la defensa resistió y hasta el invierno y el clima se aunó con los locales.
El frío congelaba los pies de los alemanes y los uniformes no servían para arropar el cuerpo a temperaturas que bajaban de los 0 grados centígrados, - 5, - 10... La nieve frenó las tropas. Desde Berlín Hitler ordenaba seguir, pero en Stalingrado sus hombres querían detenerse.
“Sobreestimaron sus capacidades y las aptitudes de la Unión Soviética. Si bien contaban con especialistas en defensa, no tenían cómo sostener una batalla contra el Ejército Rojo”, comenta el coronel retirado del Ejército de Estados Unidos e historiador militar, David Glantz.
Hellbeck considera que desde la batalla de Stalingrado fue evidente para el mundo que Alemania estaba perdiendo la guerra. Glantz dice que para el verano de 1944 los soldados alemanes que no eran fanáticos sabían que todo estaba perdido. Ese desgaste lo conoció de cerca. Un amigo suyo peleó entre 1942 y 1945.
– ¿Cómo seguías luchando si sabías que serías derrotado?, le decía Glantz al alemán.
– Mis comandos estaban a mi lado y tenía que cumplir mi deber, hacer lo que estaba bien para mis camaradas, le respondía.
Era una cuestión de soldados que combatían por sus compañeros bajo la orden de comandantes fanáticos nazis. “Hasta ese momento llegó el éxito de los alemanes en su ofensiva relámpago. Se fue desanimando su poder. Stalingrado fue la primera evidencia y luego el Día D, el desembarco en Normandía en junio de 1944. Ya los aliados estaban pisando su terreno”, explica Eduardo Pastrana, internacionalista de la U. Javeriana.
En el aire de Europa los aliados sobresalieron. En tierra la cercanía geográfica de los soviéticos les permitió dominar las trochas. En el Pacífico Estados Unidos cercó a Japón hasta meses después de la rendición de Alemania y el lid se apagó en agosto con las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki.
Alemania pegó primero, arremetió contra Europa para expandir el territorio anhelado de Hitler, pero Estados Unidos y los soviéticos ganaron tiempo para robustecer su maquinaria de devastación. Por eso el 8 de mayo cesó ese frente de guerra que comenzó a apagarse desde 1943 en Stalingrado.
Sobrevivir a la contienda
Mayo de 1945. Cuando los soviéticos rescataron los presos de guerra en el pueblo de Mecklemburgolo donde vivía la familia de Michael Zeuske les preguntaron a sus hombres qué alemanes los trataron bien. La respuesta: los Zeuske. Les llevaban agua, pan y leche de las vacas.
“Y entonces a mi abuelo lo nombraron alcalde, se ganó su puesto por respetar a los soviéticos”, afirma. Su papá el soldado mensajero se casó con su madre. Creció en la República Democrática de Alemania. Allí, en la escuela, les enseñaban que los soviéticos eran los buenos y los ganadores absolutos de la guerra.
Sí, triunfaron. También vencieron los norteamericanos. Los relatos de ambos bandos solo acordaron en un punto: en las tinieblas de ese 8 de mayo Alemania no dio más en la guerra que ellos mismos empezaron.