Asteroid City, de Wes Anderson

La fugaz colorida estela

Oswaldo Osorio

Manierista y híspter son dos conceptos que bien pueden describir el cine de Wes Anderson. El primero, por su refinamiento visual que raya con lo artificioso, por su particular uso del color, la estilización en casi todos los niveles y el virtuosismo aplicando la técnica cinematográfica. El segundo, por el carácter intelectual en la elaboración de su cine, sin ser necesariamente profundo, por su tendencia hacia lo alternativo y su predilección por asuntos como lo vintage, lo ecológico y lo independiente. Y no estoy usando estos términos de manera peyorativa o desdeñosa, pero sí es posible ver en ellos, sobre todo en el primero, la razón de las probables limitaciones de su cine.

Esto se puede ver especialmente después de Moonrise Kingdom (2012), aunque en esta última película sube aún más la apuesta en ambos sentidos y, además, presenta su relato más insólito, menos realista (por vía de la ciencia ficción) e incluso juega con la metaficción, contando su historia en tres niveles narrativos y diegéticos distintos: televisivo, teatral y cinematográfico. El problema con este juego es que se pasa de complejo a complicado y uno termina preguntándose por la necesidad de haberlo hecho.

El filme trata sobre un grupo de jóvenes prodigio que llegan con sus padres a una pequeña ciudad en medio del desierto donde hay un observatorio astronómico. Como siempre, es menos la trama que cuenta que su interés por elaborar un universo con sus propias reglas y su preciso funcionamiento. También se concentra en las relaciones entre su coro de personajes, lo cual no quiere decir que haya una construcción demasiado compleja, todo lo contrario, se trata de seres más bien monolíticos, porque apenas si están trazados con unos pocos pero muy enfáticos rasgos. Son como bellos y coloridos personajes de lego que apenas si gesticulan y establecen una casi mecánica o hasta monótona interrelación con los demás.

Por eso, las emociones y sentimientos en esta película (como en otras) parecen más rótulos, pegados con un colorido papel en la frente de cada personaje, antes que esas elaboraciones propias del cine que nos pueden tocar hasta en lo más profundo del ser. Pero el cine de Anderson no nos toca de esa manera (tal vez solo en Rushmore, 1998, y en algunos momentos de Los excéntricos Tenembauns, 2001), sino que lo hace estéticamente. En este sentido, nadie puede negar que estamos ante uno de los directores más originales y mejor dotados de este siglo, en buena parte por las características manieristas mencionadas al inicio.

Y no es que sea solo un cine bonito, preciosista o decorativo, porque la construcción de su puesta en escena y las asociaciones visuales en algunas ocasiones pueden tener la fuerza y hondura del mejor de los diálogos o del personaje más complejo, pero eso ocurre solo esporádicamente, o tal vez contemplando en retrospectiva toda la experiencia estética que implica ver una de sus películas, en especial de la que se ocupa este texto.

En esta cinta, así como ocurrió en La crónica francesa (2021), se multiplican los temas de los que habla: El amor y el desamor, las relaciones familiares, el duelo, la perspectiva infantil, la incómoda paternidad, la relación con el conocimiento, la ética frente a cualquier oficio, la soledad, la vida extraterrestre, el teatro, las dificultades de la creación artística y hasta el significado de la vida, además de otros micro temas. Pero si bien se puede referir a esto de manera inteligente y con mucho ingenio (especialmente visual), así como con un humor muy sofisticado, naturalmente no lo puede hacer de forma sólida y extendida. De todo ello apenas quedan unas ideas brillantes y fugaces, una estela colorida en ese bello cielo azul que es la pantalla.

Wes Anderson parece un director que se ha concentrado en esos gestos y elementos que sus seguidores le han celebrado, en ese pequeño pero creciente mito estético que ha forjado en torno a él tanto la crítica menos escéptica como sus fanáticos en internet. Eso sin duda lo convierte en uno de los autores más identificables y únicos del cine entero, pero también en un director demasiado específico y con la limitante de que tiene más fuerza lo que muestra que lo que dice, lo cual, como experiencia estética, es muy encomiable, pero tal vez no tanto como la experiencia emocional y trascendental que puede llegar a ser el cine.

El árbol rojo, de Joan Gómez Endara

Una gaita recorre a Colombia

Oswaldo Osorio

Un adulto y una niña en una road movie es un esquema tan largamente visitado por el cine que tiene la obligación de decir algo nuevo o diferente. En este caso, ese punto A del que parten y el punto B al que llegan, además del recorrido mismo, ya por sí solos pueden ser las variables que le dan el aspecto diferencial a esta película, porque estos elementos definen, entre otras cosas, la cultura a la que pertenecen los protagonistas, la diversidad de nuestro país y los males que lo aquejaban hace dos décadas, que no han desaparecido, solo se han transformado.

Un hombre debe llevar a su desconocida hermanita desde un pueblito costeño hasta Bogotá, y los acompaña un joven aspirante a boxeador. Este tercer personaje es también un recurso adicional al esquema que le permite a la historia y al relato variaciones en sus posibilidades argumentales y dramáticas. Es cierto que toda la concepción del filme puede parecer un poco calculada, casi predecible, pero no lo suficiente como para arrebatarle a la película su capacidad para emocionar y sorprender, pero sobre todo, para hablar de esos asuntos de fondo que son planteados con la excusa del viaje.

Un primer asunto puede ser la frágil conexión entre estos dos hermanos separados por medio siglo de vida. La resistencia inicial entre ambos es palpable y apenas los conecta “un pedazo de palo”, esa gaita construida por su padre, de la que el uno no quiere saber nada (aunque la haya guardado tanto tiempo) y de la que la otra nunca se quiere desprender. Esa gaita es la encarnación de su “viejo”, pero también es la música que se esconde en ella y toda una tradición de su familia, del pueblo de San Jacinto y de la región Caribe colombiana. Con ese trasfondo de identidad tan potente y enraizado es difícil ignorar el vínculo entre la pareja protagónica, por lo que, inevitablemente, terminará imponiéndose como la razón de ser de esta historia.

El otro asunto es ese gran contexto al que nos introduce su recorrido. Signado por una precariedad material que condiciona su periplo, este trío arrastra sus anhelos y pesares por una ruta que se muestra ciertamente solidaria, aunque mayoritariamente resulta hostil. Se revela, entonces, un país de generosos paisajes y amigables personas con diferentes acentos, pero también un territorio plagado de mezquinos vividores, crueles paramilitares y autoritarios guerrilleros. Consecuentemente, se dibuja un relato sinuoso y variopinto en sus motivos y estados de ánimo, el cual hace emerger una diversidad de emociones y tonos narrativos que hacen de la película una experiencia entretenida y entrañable, un gran fresco de un país y de las relaciones entre las personas, a pesar de y gracias a ese contexto.

El paisaje, las actuaciones y la música son los elementos privilegiados para la expresividad de la película. Sin caer en el preciosismo, pero tampoco escamoteando la belleza de los paisajes tan disímiles, el relato y la cámara recorren el país dando cuenta de su diversa fotogenia y de una vastedad que refuerza el desamparo de los personajes; mientras que la relación y diálogos a tres bandas permite un amplio registro, que va desde la parquedad de las miradas y el mudo recelo, hasta la veloz espontaneidad del gesto y el lenguaje costeños; y la música, por su parte, es el hogar que los une y que mantiene presente su lugar de procedencia, aun cuando esa gaita esté rodeada de fusiles.

El árbol rojo del título y del que hablaba el viejo lo vemos en la imagen final y, a despecho de sus descreídos hijos, resulta toda una revelación. Ese árbol es la poesía materializada en una imagen efímera y solo visible para un juglar con sensibilidad, una sensibilidad que ese hombre y esa niña de la historia parecen haber heredado, aunque no se hayan dado cuanta todavía, pero la forma como termina la película es un indicio de que así es.

Aquí, de Robert Zemeckis

Mil planos en un encuadre

Oswaldo Osorio

Nunca he perdido la fe en Robert Zemeckis. Es uno de esos pocos directores de Hollywood de los que se puede decir que no tiene película mala, eso sí, teniendo en cuenta que muchas de ellas deben ser juzgadas con los parámetros del cine de entretenimiento. Aun así, muchos de sus trabajos han sabido situarse en ese difícil punto de equilibrio entre el cine comercial y aquel con valores cinematográficos (Volver al futuro, Forrest Gump, Contacto, Náufrago); pero, sobre todo, es un director (también como guionista y productor) que se ha arriesgado a expandir las posibilidades expresivas del cine experimentando, sobre todo, con la tecnología (¿Quién engañó a Roger Rabbit?, Forrest Gump, The Polar Express, Beowulf).

Aquí (Here, 2024) también cuenta con ese equilibrio entre lo comercial y lo artístico, así como con el riesgo de crear un relato cinematográfico que parte de una radical premisa narrativa y expresiva. Y digo cinematográfico porque tal premisa ya venía desde el cómic de Richard McGuire en el que se basa, el cual fue publicado como historieta de seis páginas en 1989 (de la que se hizo un corto en video en 1991) y luego como novela gráfica en 2014.

Tanto cómic como película son narrados desde un único encuadre que mira la sala de una casa y lo que se puede ver a través de la ventana. Aunque es un único espacio, el tiempo sí cambia constantemente, porque las historias que nos cuenta vienen desde que aquel lugar era habitado por los nativos americanos hasta la actualidad, por eso dicho espacio solo cambia significativamente cuando aún la casa no ha sido construida, por lo que el encuadre desaparece, pero no el punto de vista. Es como si una cámara hubiera estado apostada en el mismo lugar durante siglos. De ahí que uno extrañe de la adaptación de Zemeckis que no haya llevado el relato también hacia el futuro, como sí lo hace el original.

La película copia la superposición de viñetas propuestas por el cómic, un recurso que sirve para saltar de una época a otra o de una familia a otra de las seis que componen todo el relato. La gran diferencia es, por supuesto, el movimiento, que en la película logra un dinamismo fascinante, cargado de asociaciones, de tiempos simultáneos y discontinuos, y de transformación del espacio por vía de la puesta en escena, de la luz y de los personajes. Ese encuadre único se ve permanentemente enriquecido por un cinetismo desbordante y por una multiplicidad de planos diferenciados por su tamaño, ubicación y temporalidad.

Hasta aquí el riesgo formal, jugueteo narrativo y búsqueda expresiva, porque al hablar de su contenido el entusiasmo disminuye un poco. Son cuatro familias las que ocupan la casa, una quinta que vive al frente y otra más que vivió en ese territorio. La historia de la familia nativa americana está apenas esbozada desde su inicio hasta su final; igual la del hijo de Benjamin Franklin a finales del siglo XVIII; la familia del aviador aficionado, que ocupó la casa por primera vez a principio del siglo XX, da cuenta de un corto periodo; igual ocurre con el inventor y su pareja en los años cuarenta; pero es la familia Young, que compra la casa después de la Segunda Guerra, en la que más se centra el relato; para, finalmente, mostrarnos solo unos episodios de una familia afroamericana a la que le toca la pandemia del 2020.

Con toda su heterogeneidad de tiempos, circunstancias y personajes, la película apunta a una reflexión de fondo sobre el hogar, que es a través de la familia y de la casa la forma ideal de ser representado o materializado. El hogar está donde están los afectos y estos suelen coincidir en la misma casa. Así mismo, las diferencias generacionales y la memoria cruzan todo el relato. Aunque se echa de menos que el contexto social y político se hubiera dejado tan al margen de la historia, pues solo algunos grandes acontecimientos, apenas mencionados, sirven para referenciar el tiempo calendario, sin que afecten dramáticamente mucho a los protagonistas. En realidad, la temporalidad debe ser deducida a partir de los elementos de la puesta en escena (en especial el vestuario, los electrodomésticos, los carros y los enseres) y, en menor medida, por la música.

Tal vez lo que menos sorprende es ese relato central, el de la familia Young, de la que presenciamos su historia de seis décadas y tres generaciones. Resulta más bien obvia y cargada de lugares comunes, aunque no se puede negar que, dentro de su convencionalismo, la narración sabe manejar muy bien los ritmos de acción, humor y emoción. Y claro, está ese guiño adicional de ver a los dos actores de Forrest Gump (Tom Hanks y Robin Wright) juntos de nuevo y rejuvenecidos con esa técnica digital que dada vez se afina más, aunque aún dista de ser perfecta.

El caso es que, si bien con sus temas y anécdotas no es que esta película presente nada nuevo ni muy elaborado o profundo, definitivamente su propuesta estética y narrativa, heredada del cómic y potenciada por el dinamismo del cine, resulta siendo un deleite para los sentidos y muy estimulante y sorprendente como relato, el cual es envolvente, ingenioso y exigente con la atención y el juego de asociaciones.

Anhell69, de Theo Montoya

Cine trans del no futuro

Oswaldo Osorio

Medellín es una ciudad tanática, al menos en lo que respecta a su cine. El discurso oficialista y el querer ser de sus habitantes puede hablar de la “Ciudad de la eterna primavera” o de la “Tacita de plata”, pero el cine, y el arte en general, no se conforman con ese optimismo bobalicón y, generalmente, buscan mirar sus problemas de violencia con sentido crítico, o al menos catártico. Esa idea del No futuro, asociada a la violencia y que fue implantada por Rodrigo D, en esta película de Theo Montoya da una vuelta de tuerca y se hace extensiva al presente y a la comunidad cuir, y lo hace de una forma tan original como desoladora.

El mismo director la define como una película híbrida, o trans, por hacer un juego de sentidos entre la naturaleza de sus personajes y la combinatoria de recursos narrativos, los cuales oscilan entre el documental, la ficción y el cine ensayo. También es una historia distópica y una película autorreferencial, así como meta cine. Y tal vez su principal virtud se encuentra en la capacidad de crear una obra orgánica y con una identidad única a partir de todos estos tonos y elementos.

Una voz en off guía el relato y lo conecta todo a partir de la lógica de un discurso ensayístico donde las reflexiones sobre la marginalidad, la violencia de la ciudad y la reconstrucción de una película fallida, se combinan con el personal punto de vista del director, quien además está en el centro de la imagen en tanto recorre la ciudad en un ataúd que viaja en un carro mortuorio conducido por el cineasta Víctor Gaviria. De manera que en ese carro viajan el No futuro del pasado y del presente, porque la presencia de Gaviria opera como un manifiesto homenaje de admiración a su cine, pero también como el punto de partida de esa panorámica de violencia, marginalidad y muerte que propone la narración.

Pero si hace más de tres décadas este No futuro estaba representado en el nihilismo punk y en la vida violenta y delincuencial de unos jóvenes de esa otra ciudad sin oportunidades, en Anhell69 nos encontramos con unos milenials cosmopolitas que viven su propia marginalidad, ya sea por su vinculación con las drogas, su visión pesimista o pasotista del futuro o incluso por su alienación con las redes sociales. Habrá quién se pregunte por la relación de su orientación de género con esta actitud, pero es evidente que a la película no le interesa hacer un especial énfasis en esto. Es posible que el de hecho de pertenecer a la comunidad cuir solo obedezca a la eventualidad de que son amigos de este director y que ese No futuro, ahora de una clase media digitalizada, sea algo generalizado en un amplio sector de la juventud.

Y es que más que un rigor antropológico o histórico, esta destellante pieza busca crear una poética oscura y disruptiva, un amargo lamento que termina en grito por vía de esas imágenes sugerentes y llenas de potencia, así como por el testimonio que tiene la fuerza de unas declaraciones enriquecidas por esa doble faz de, por un lado, aquellas crudas y sin afeites obtenidas en un casting, y por el otro, esas que se hicieron para la película, que tienen algo de performativo.

Theo Montoya siempre ha sido un disidente con su trabajo, desde sus aguerridos y punketos videos con su colectivo Desvío Visual, hasta el corto Son of Sodom (2020), que es la simiente de este largo. La inclusión del estallido social del 2021 en su relato es un indicio de ello, así como ese concepto de espectrofilia (la vinculación afectiva y sexual con fantasmas en una distópica Medellín), el cual funge como elocuente metáfora para esa generación que retrata y que viaja contradictoriamente al filo de la muerte, del No futuro, del hedonismo y de las ganas de comerse el mundo.

De manera que esta es otra película sobre Medellín hecha de marginalidad, violencia y realismo, con tantas cosas en común con las que le preceden, pero, al mismo tiempo, tan diferente a todas ellas. Es el hechicero del siglo XXI que le cambió el orden a los ingredientes, les sumó otros y creó una nueva pócima, igual de amarga y verdadera, pero tal vez con unos efectos que tal vez nos permitirán ver este mundo y esta ciudad de otra forma.

Ana Rosa, de Catalina Villar

La libertad borrada

Oswaldo Osorio

Los mecanismos de control y represión del sistema patriarcal sobre las mujeres han sido diversos. Históricamente se han destacado el religioso y el político, pero uno de los más taimados e hipócritas ha sido el médico, respaldado por disciplinas con pretensiones de ciencia y legitimadas por la institucionalidad galena. Esta película es, al tiempo, una historia familiar, una investigación documental, una denuncia de esa represión médica y la reivindicación de una mujer.

El documental es dirigido por Catalina Villar, una cineasta y formadora de larga trayectoria, tal vez ya más francesa que colombiana, pero eventualmente regresa a contar historias de su país. Empezó con un reconocido trabajo, Diario de Medellín (1998) y en 2017 codirigió con su esposo, Yves de Peretti, Camino, un documental que, como preludio, dialoga con Ana Rosa, porque habla de las relaciones de la psiquiatría con la ciencia, el poder y la norma.

Todo empieza con el hallazgo de una foto, el único vestigio de la abuela de la directora, de quien solo sabía que tocaba el piano y que le habían hecho una lobotomía. Con estos tres datos Villar se lanza a una pesquisa con familiares, archivos y expertos para conectar esa historia familiar con aquella hórrida práctica médica. La primera certeza es que a Ana Rosa la habían borrado de la historia, entonces ese se convierte en el principal propósito del documental, reescribir la biografía de esta mujer y las razones de esa vergonzosa y vergonzante invisibilización.

Sin que el documental sea especialmente atractivo cinematográficamente, ni en su concepción visual ni en sus formas narrativas, su talante de trabajo investigativo lo hace un relato cautivador y revelador, pero también indignante cada vez que va arrojando luces sobre la vida de Ana Rosa y las prácticas en relación con la salud mental, no de las personas, sino particularmente de las mujeres en aquella época. También se destaca la voz de la propia directora conduciendo ese relato con sus preguntas y reflexiones, tanto sobre su abuela como sobre tales procedimientos de la neurocirugía y el contexto social que las aprobaba y luego las silenciaba.

Sorprende aún más de esta historia quiénes fueron los que autorizaron su lobotomía y las veladas razones para hacerlo. Sorprende también el premio Nobel que le dieron al médico que inventó el procedimiento, así como tantos otros datos y circunstancias de esta infortunada historia. Bueno, por lo menos ahora nos sorprenden e indignan esas cosas, un indicio de que los tiempos han cambiado, pero las luchas por la equidad de género necesariamente perviven, aunque ya no sea frecuente que se borre la existencia de una mujer a causa de su “notable daño al buen servicio”.

Amando a Martha, de Daniela López

Para romper con el silencio

Oswaldo Osorio

No importa que un tipo de cine o narrativa nos tenga al borde del agotamiento y el hastío, porque si la película tiene algo que decir y lo hace con convicción cinematográfica, siempre bienvenida será. Eso ocurre con este documental de Daniela López, otro relato más, de los tantos que ha tenido el cine colombiano de la última década, donde se impone la voz de la propia cineasta hablando de su familia. En este caso se trata de su abuela y el duro testimonio de maltrato que padeció, pero que es contado aquí con riqueza de recursos, así como con lucidez y contundencia en la reflexión de fondo que propone.

Martha fue vejada y amenazada, durante casi cuatro décadas, por Amando, su marido con paradójico nombre para esta historia. Era maestra, y tal vez por esto tuvo una mayor consciencia de lo que vivía, aunque eso no le sirvió para librarse a tiempo de su verdugo, solo para soportar su carga haciéndola manifiesta a través del lenguaje, ya fuera de grabaciones de audio, un diario y cartas a su familia. Este material, junto con fotografías y grabaciones de video, testimonian el martirio de esta mujer, quien, igual que muchísimas otras, fue víctima de una violencia de género enquistada en un mundo patriarcal, el cual tiene aun mayor peso en una región como Antioquia.

Pero lo peor de esta violencia de género es el silencio impuesto por esa cultura patriarcal y por un absurdo sentido de vergüenza que acalla cualquier voz al interior de las familias. Aunque esa cadena de silencio la empieza a romper Martha con el registro de sus palabras, y a este gesto liberador le da continuidad su nieta, amplificando su voz con este relato cinematográfico. Amabas son conscientes de lo que significa su transgresión y ese es siempre uno de los principales cuestionamientos que tiene este cine autorreferencial: las sensibles y difusas líneas que se pisan o se cruzan, tanto desde lo ético como lo emocional, en relación con el círculo familiar.

Pero la causa mayor suele imponerse, y en este caso es reivindicar a Martha, resarcir, aunque sea simbólicamente a través de la película, todo ese dolor, físico y emocional, que padeció, así como superar ese silencio cruel que terminaba siendo más oneroso que el maltrato mismo. Es por eso que este documental produce unas sensaciones encontradas, pues, por un lado, resulta una historia de vida tremendamente dura y hostil, y por otro lado, está todo ese proceso de liberación y resiliencia al que la película termina contribuyendo y, cualquiera esperaría, dándole cierre.

No obstante, los planes de Daniela López con esta pieza van más allá del caso de su abuela, porque con su propia voz, que no oculta su pesadumbre y desazón, pone en cuestión el estado de cosas para con las mujeres como su abuela, no solo frente a ese hombre maltratador, sino también ante el silencio y hasta la anuencia cómplice de la familia, así como con relación al contexto social y cultural que alienta, justifica y oculta este tipo de comportamientos.

Esta voz lo que hace es amalgamar un relato en el que sabe incorporar todo ese material que le proporcionó su abuela, así como su diálogo (incluso con cierto grado de confrontación) con fu familia, y además, una amorosa cercanía y solidaridad con Martha, su historia y su ser. Por esos se trata de una película sólida e inteligente en su construcción, que es capaz de trascender un caso específico para denunciar un inveterado comportamiento social, y al mismo tiempo, ser un relato íntimo, cálido y entrañable.

Pink Floyd at Pompeii – MCMLXXII

Voces del pasado, sonidos que resuenan en el presente y cuentan historias del futuro

Mario Fernando Castaño

Como si de un portal interdimensional se tratase, la experiencia de revisitar este histórico encuentro con una banda legendaria como lo es Pink Floyd es alucinante, el tiempo no existe y la belleza de una eterna juventud a gran escala audiovisual se presenta al igual que las sensaciones se repiten como si fuese la primera vez. La magia del cine ha logrado capturar al espectador en un viaje hacia un tiempo que ya quedará impreso para inspirar a nuevas generaciones.

El permitirse revivir esta obra remasterizada en sonido e imagen en formato IMAX es un regalo para la vida de todo fanático de esta icónica banda británica. Este documental, filmado entre 1971 y 1972, y dirigido por el cineasta Adrian Mabel, remite a la presentación privada de la banda en el anfiteatro de Pompeya, Italia, con algunas escenas de la preproducción realizada en París para el mítico álbum The Dark Side of the Moon (1973) y la curiosa sesión de Blues con el perro Nobs interpretando Mademoiselle Nobs. Steven Wilson (Porcupine Tree), músico inglés conocido en el gremio del Rock Progresivo actual, se ha encargado de remezclar el sonido, producto pensado para salir a la venta a partir de mayo de 2025 en Blu-ray, CD y vinilo, formatos en los que nunca se había reproducido este histórico momento de la música.

A nivel visual, esta producción permite apreciar detalles que antes pasaban desapercibidos, como esas cómplices miradas entre los músicos advirtiendo que algo nuevo pasaría, al igual que invita a admirar el aspecto vanguardista de sus inmersivos planos, los movimientos de cámara, la segmentación de la pantalla en varias partes y las acertadas decisiones al elegir el momento indicado, capturando la orgánica naturalidad de estos momentáneos lapsos de tiempo.

También se incluyen apartes cotidianos que brindan otra mirada acerca de lo que se veía venir a años de su separación, como por ejemplo, cuando el guitarrista David Gilmour aclara con cierta inocencia que las diferencias internas ya estaban superadas, a la vez que se vislumbra la personalidad egocéntrica de Waters al sugerir que otra banda con los mismos equipos que ellos utilizaron no darían resultados tan perfectos, algo en lo que no estaba tan equivocado después de todo.

La psicodelia no podía estar ausente y acá se presenta en forma de un orgasmo visual y sonoro a 4K logrando una novedosa mirada y hasta más, a pesar de que los fans se han devorado hasta la saciedad este documental… pero nunca a este nivel.

El setlist contiene más canciones que otras producciones que se lanzaron anteriormente, demostrando, de paso, que no se necesita de la más avanzada tecnología para crear música innovadora que comunique el verdadero sentido del arte al momento de transmitir sensaciones, además de demostrar el talento indiscutible de Nick Mason en la batería, Rick Wright en los teclados, David Gilmour en la guitarra y Roger Waters en el bajo, en donde cada intérprete desata virtuosismo a su modo, con violencia y sutileza en su interpretación. Ellos logran llegar a lo más profundo de nuestra psique teniendo como testigo las misteriosas ruinas de una antigua ciudad arrasada por el volcán Vesubio hace ya casi dos siglos, allí un frenesí de colores danzantes atrapa el tiempo en una burbuja, para luego liberarlo e invitarnos nuevamente a ese antiguo escenario y participar del ritual junto con esas miradas del pasado, permitiéndonos sentir y experimentar la belleza innegable de su música.

 

Memorias de un caracol, de Adam Elliot (a favor y en contra)

El mundo como cofre: desbordes objetuales e íntimos  

Mariana Sofía Gómez Rincón

 

“La jardinería lo regala todo, es un pozo de penas.”

Una apuesta por lo transdisciplinar se despliega en pantalla. Es inevitable no sentirme como un infante: el relato apenas comienza y ya se activa en mí una sensatez del asombro, una atención concentrada que se despierta con cada imagen magnífica, peculiar y extraña que se presenta. Planos secuencia de creaciones manuales se despliegan. Un cotidiano pareciera emerger. Memorias de un caracol, del director Adam Elliot, nos atrapa desde su textura visual hasta su profundidad narrativa.

Si bien sus anteriores cortometrajes —como Mary and Max (2009), Ernie Biscuit (2015) y su trilogía de relatos familiares creada en los 90’s, Harvie Krumpet (2003), este último ganador del Premio Óscar— no se comparan en duración con esta nueva obra, sí marcaron el camino de una estética y un núcleo narrativo muy precisos. Ya en ellos veíamos las primeras incursiones de caracoles, pandillas de niños, relatos cotidianos de personajes curiosos. En Memorias de un caracol, estas constantes se reconfiguran y se llevan a otra escala de trabajo.

A través de un relato protagónico, verbalizado cronológicamente entre una antigua París y una Australia de contrastes, conocemos a Grace y a Gilbert, dos hermanos protagonistas de esta historia. Desde el término que crea el propio director —“arcillagrafías”, biografías animadas en plastilina— se persiste en la idea de adentrarse en la psique de un personaje, y deshilar, poco a poco, como un cofre de misterios, cada capa de su historia. En ese tránsito se entreteje un viaje infinito lleno de derrotas, logros, amores y jaulas. Reflexiones particulares, ya características del cine de Elliot, reaparecen aquí con mayor madurez.

Lo distintivo de esta película es que apunta a las pulsiones que nos habitan, desbordándose y convirtiéndose en espejo de momentos sociales. La protagonista se nombra a sí misma como “caracol”, y la acción de coleccionar estos seres enmarca la historia tanto a nivel formal como conceptual. Es un archivo ético y reivindicador de cada objeto cotidiano, por perdido o ridículo que parezca.

Aunque la película se construye desde lo plástico y matérico, lo realmente interesante es cómo su estética —saturada de objetos, fragmentos y restos—, derivada de un proceso colaborativo con artistas, bocetos, rodajes y maquetas, termina siendo una lección sobre el desapego, la depuración y el valor simbólico y ético de cada cosa. Cada objeto opera como un extensor psicológico del personaje.

Y es que, si bien las obras de Elliot parten siempre de un monólogo que conduce, un hilo íntimo que nos sumerge en lo psicológico del personaje, aquí el detalle mínimo se convierte en mundo: un jarrón, una comida favorita, un recuerdo desdibujado. Lo masudo, lo brumoso, lo granulado en los personajes es una marca de su estilo desde hace tiempo.

En esa oscilación entre el exceso y la limpieza, tanto en lo conceptual como en lo técnico, Memorias de un caracol se transforma en un gesto de conciencia plena. No solo se ve: se siente, se pesa, se habita. Ahí es donde sus formas adquieren verdadero sentido: como si lo animado fuera el espíritu mismo del cambio, del progreso interior. Más allá de una discursividad trágica, esta es una película sobre metamorfosis individuales, moldeadas en stop motion.

El mismo director ha dicho que su cine no nace de condicionarse por referentes visuales tradicionales de la animación, sino de beber de otras artes: la literatura, lo abstracto, las artes plásticas, la escritura, el cine. Esa apertura le permite una estética bifurcada, hogareña, maleable, a veces incluso oscura. No busca la perfección de formas hegemónicas en la animación: ahí radica su mayor acierto.

Las texturas desbordadas permiten que emerja un prototipo de cada personaje. No hay intención de embellecer, sino de dejar que la belleza surja de los pliegues y contrastes. La animación de Elliot es profundamente particular porque está hecha de micropartículas, de huellas. La deformidad se vuelve forma. Y lo extraño —hecho de pegamentos y materiales pobres— enriquece lo visual.

Su estilo ha sido denominado “grueso y tosco”. Como la vida misma: toma lugar sin pedir permiso. La ornamentación es el mensaje, y también la forma escenificada. La dirección de cámaras y el montaje precisos nos revelan cada objeto con intención. A pesar del cúmulo, todo se deja ver. Todo en esta película se deja ser.

La paleta sepia, en tonos pardos, nostálgicos y hogareños, nos sitúa en un contexto vulnerable. Lo envejecido forma parte de su metodología visual. El personaje, como tantos otros, rompe con la perfección y se presenta desde su esencia. Ver esta película es una exquisitez visual: sus formas, aunque saturadas, están compuestas con una precisión ética.

La sencillez no es carencia, es decisión: que se vea la plastilina, que se vean los dedos, que no se esconda la crudeza del material. Ese gesto nos acerca. Nos humaniza. Y es necesario para una imagen que se quiere ver desde el cine. La plastilina, tan evocadora de una infancia manual, es aquí medio y mensaje. Nos devuelve a lo sensible desde lo táctil.

La película habla de la depuración de la vida, del síntoma acumulativo de los objetos y de su consideración ética hacia nosotros mismos. Donde el caracol funciona como símbolo de metáfora social y vital: lo cíclico, lo circular, lo sincrónico de nuestras repeticiones. Dolorosas, alegres, constantes. Así como la vida misma de Grace y Gilbert.

Esta obra nos conduce hacia una lectura adulta de la animación sin perder su inocencia ni el contagio infantil que la impulsa. En la sala, las risas desbordadas, las lágrimas, los murmullos, no son solo un acontecer: son parte de una experiencia vital. No se trata simplemente de una animación elaborada ni de un desfile de objetos: Memorias de un caracol profundiza en los vínculos, los apegos, las consecuencias, los aprendizajes.

Como cuando veíamos genuinamente una película en la infancia y algo nos conmueve, esta obra logra acariciar al espectador desde la ternura.

 

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Memorias, de un caracol de Adam Elliot

Una película para niños grandes

Javier Castaño

Llego a Memorias de un caracol sin haber visto la muy sonada y ¿de culto? Mary & Max, dirigida también por Adam Elliot, la que es también su opera prima y última pero no tan reciente película lanzada en el 2009.

Lo primero que resalta de Memoria de un Caracol es lo que resalta de casi cualquier película hecha en animación stop motion, que sea medianamente popular: un dominio sobresaliente de la técnica de animación, que acompañada de un diseño de producción detallado y bien caracterizado, soportan el peso de la historia y la mirada del público en una suerte de dictadura de las expectativas; donde la técnica excepcional es regla en espacios, arte, elementos, fluidez del movimiento etc.

La animación y el decorado son impecables, la caracterización es muy buena en la construcción de la atmosfera que, siendo caricaturesca y hasta graciosa por momentos, nunca deja de ser opaca y oscura como la protagonista y todo ese universo que ella representa: una Australia completamente ajena a los Guardianes de la Bahía, árida y con una ausencia total de esa Australia idealizada y vacacional de cielos azules, mares azules, playas blancas, cuerpos esbeltos y bikinis de colores. La historia y los personajes, de tal melodrama y decadencia, funcionan y se entienden también, en tanto se les piense en relación a los símbolos que contienen. Grace la protagonista y su hermano gemelo Gilbert son unos cúmulos de “outsiderismo” y excepcionalidad no solo por el hecho de ser gemelos:  Son huérfanos de una madre que murió dando a luz, Grace nació con labio leporino, su padre parapléjico del que tenían que cuidar también termina muriendo súbitamente, a Gilbert le gustan los bichos y jugar con fuego, son niños raros victimas de matoneo, todo el tiempo están leyendo suicidas y malditos, además de que terminan separados al ser adoptados por familias diferentes y que resaltan por su ausencia y sus fetiches en el caso de los padres adoptivos de Grace y por el maltrato en el caso de la familia de fanáticos religiosos que adopta a Gilbert. etc. etc. etc

Como un preso haciendo rayitas en las paredes de su celda, Grace colecciona infortunios en forma de caracoles, y la película se dedica durante más de una hora a regalarnos una muy larga, melodramática y agotadora sucesión de tragedias suavizadas por chistes y comentarios mordaces desde el guion. El horizonte y porvenir de Grace parece no tener una vuelta que la ponga en una situación esperanzadora, aunque a través de Pinky una anciana mayor que termina haciendo las veces de madre y mejor amiga, Grace encuentra confort y compañía incluso después de separarse de Ken el pervertido, gracias también al desenfado y tranquilidad con el que Pinky enfrenta las situaciones complicadas que se le presentan. Como cualquier buena película animada e infantil, la lección que termina enseñándole Pinky a Grace es que tal vez, a pesar de que el mundo constantemente les presente situaciones retadoras y difíciles, hacer de la tragedia su personalidad es algo que se puede decidir y está solo en las manos de cada uno.

De Memoria de un Caracol se puede asumir que es casi una película infantil porque. aunque filtrada por un lente o mirada adulta, si dejamos de lado los elementos censurables para niños como son las referencias explícitas al sexo, el alcoholismo, la violencia y el lenguaje soez que aquí terminan siendo marcas estilísticas más que nada, tenemos una película con una historia sencilla y narrada en segmentos bien definidos (1. niñez y crianza de los hermanos, 2. completa orfandad de separación y vida adoptiva, 3. la vida después del matrimonio fallido de Grace), inspiradora y con moraleja, y con un final tierno y sensiblero que redime a la protagonista ante las miradas sedientas de finales felices y fanservice. Las decisiones de Elliot son abruptas por momentos, los cambios son caprichosos, y las soluciones incluso aparecen como ases bajo la manga, lo que termina abandonando un poco lo plástico a su suerte de soporte principal de la película.

El final de Memoria de un Caracol llega después de que finaliza el prolongado viacrucis de Grace con la muerte de Pinky, la caja enterrada con las papas en el huerto y la resolución de seguir adelante a pesar de las dificultades y haciendo las paces con el sin sentido del pasado. La protagonista termina cumpliendo ¿su sueño? de dedicarse a ser animadora stop motion. En el estreno de su primera película, y de la forma más condescendiente posible, aparece el hermano muerto que nunca estuvo muerto como el deus ex machina perfecto que nos regala el final confortable para niños (grandes) que sin necesidad premia a Grace por su resolución de seguir viviendo a pesar de las dificultades y al mismo tiempo se burla de esta, para garantizarnos lágrimas de alegría y evitarnos la incertidumbre amarga de una resolución sin tragedia.

El final hizo de Memorias de un Caracol una película para niños grandes (en sentido negativo).

 

El Segundo Acto, Quentin Dupieux

El Otro Quentin

Miguel Ángel Cadavid

 

Hace un tiempo, los gringos tenían una tendencia en redes sociales que llevaba por nombre: Never let them know your next move. Instagram y TikTok estaban repletos de videos en los que personas se filmaban así mismas haciendo lo contrario a lo que asumiría el pensamiento deductivo. El acto comienza con una mini-narrativa que se distorsiona de manera inesperada a medida que avanza para mantener la atención del que mira. Uno de los primeros videos que se viralizó fue el de un conductor que se disponía a retroceder en su carro mirando con cuidado hacia atrás, cuando de repente, este acelera bruscamente hacia adelante mientras su cabeza continúa girada hacia la luneta del vehículo.

Con el paso del tiempo, la tendencia evolucionó a conceptos más elaborados y extensos, hasta el punto de sobrepasar los límites lyncheanos del surrealismo y caer en el conocido absurdismo del humor generacional o “Brainrot”, en el que la narrativa corriente de un policía impartiendo una multa, por poner un ejemplo, podía terminar con la perturbadora modificación con IA de un bulldog en pasamontañas comiendo mazamorra con un sacerdote.

Asumo, según su edad, que el cineasta francés muy probablemente desconoce esta tendencia, pero su obra hace que el espectador, genuinamente, no sepa cuál será su próximo movimiento. En Rubber (2010), una llanta asesina llamada “Roberto” lucha por el amor de una mujer; en Le Daim (2019), una chaqueta con tendencias narcisistas convence a su portador de eliminar a todas las chaquetas del mundo; en Mandibules (2020), una mosca gigante parodia el Jaws de Spielberg con dos protagonistas que luchan por escapar de una estafa piramidal. No hace falta describir muchas de sus obras para captar el delirio.

Es irónico que, a partir de ese humor absurdista, tan similar al actualmente generado artificialmente por las nuevas generaciones, el cineasta decida crear una sátira hacia la misma herramienta que lo propicia; es por esto que El Segundo Acto (2024), no es ni de lejos la más creativa de sus obras, pero sí la más importante. La confusión de no saber cuál es la narrativa real de la película que estamos viendo, ignorantes al hecho de estar riéndonos con gags que muy probablemente hayan sido escritos por una máquina, es donde radica el terror en la comedia de Dupieux. La premisa de su meta-sátira implica que la primera película escrita y dirigida por una inteligencia artificial habla, a su vez, sobre lo absurdo que sería una película escrita y dirigida por una inteligencia artificial. No hay que tomarse esto a la ligera, la percepción de las IA sobre lo que la mente humana podría considerar repelente o divertido es la base para que esta haga mofa de sí misma, lo cual es sumamente aterrador; porque no hay nada más útil para consolidar la existencia de algo, que invalidar las opiniones de aquellos que tienen miedo a través de la trivialización humorística.

Quentin Dupieux no solo parece ser una especie de Dalí profético, sino un cineasta con un profundo sentido introspectivo frente al oficio mismo. En Yannick (2023), los actores de una obra de teatro son secuestrados por un espectador inconforme que decide reescribir el guion y obligarlos a representar lo que él considera entretenido. Esta premisa abona el terreno para análisis divertidísimos respecto a cómo influye el ego de los creadores en sus obras y cuál es el verdadero rol de los espectadores casuales en la validez de una obra independiente.

Esas dinámicas que inciden en el porqué del cine, presentes también en El Segundo Acto (2024), son más necesarias que nunca. Los cinéfilos más veteranos atraviesan una etapa de saturación en la que lo inesperado ya no existe, y el trabajo de Dupieux llega como un soplo de aire fresco. Sus obras se esfuerzan por diluir el significado de conceptos como “Coherencia”, “Humor” o “Narrativa”, con el objetivo transfigurar los parámetros de un arte que comienza a verse amenazado por la automatización y el hartazgo, incluso en los rangos esnobistas del cine experimental; que, por cierto, se ufana erróneamente de contrariar las narrativas establecidas. Porque, después de Apichatpong, Camila Rodriguez Triana o el pelmazo de David Aguilera Cogollo ¿no es el cine experimental ya una narrativa establecida?

El cine del Quentin francés expresa un amor al arte proporcional al de su homónimo gringo, la diferencia es que el primero, en vez de cruzarse de brazos mientras atestigua el declive de su amado arte, decide revertir las reglas rescatando la novedad de la mano del absurdo, para que, como sus personajes, no nos terminemos metiendo un tiro en la cabeza… dos veces.

A Complete Unknown, de James Mangold

 

Mario Fernando Castaño

 

¡La gente inventa su pasado… recuerda lo que quiere. Olvida el resto!

 

Es un hecho que el cine se toma libertades creativas al momento de adaptar un guion que provenga de una obra literaria, el teatro o hechos históricos a favor de un argumento que tenga el dinamismo suficiente para llamar la atención del público. Y es que no lo podemos negar, al contrastar los hechos con la realidad nos encontramos con que en la mayoría de los casos esta es demasiado aburrida. Y los biopics no son la excepción a la regla, unos son muy forzados, otros convincentes y cercanos a la realidad idealizando al protagonista en ocasiones, pero hay otros, como en este caso, en los que simplemente no importa cuestionar los sucesos dudosos, a pesar de ser bastantes, y en los que se relatan los primeros años de la vida artística Robert Zimmerman, quien se daría más adelante a conocer como Bob Dylan, estrella del Folk y galardonado Premio Nobel de literatura, alguien que siempre se ha caracterizado por ser una figura polémica y alejada de los medios. Y hay que tener en cuenta que el personaje en cuestión aún está con vida y que tuvo la oportunidad de modificar sus propias vivencias dentro de la guionización del filme, en donde incluso expone diferentes versiones de su niñez.

Desde el comienzo notamos que la historia, basada en el libro Dylan Goes Electric! (2015), del periodista musical Elijah Wald, propone el doble reto de cumplir con el acuerdo de verosimilitud con el espectador, donde el primero es el de generar de inmediato la confianza de los más puristas al estar observando los comienzos de una leyenda del Folk, encarnada al detalle por un actor como Timothée Chalamet. Y esto da para el segundo reto, que este talento en ascenso nos lleve a olvidarnos al instante del carismático Willy Wonka (Wonka, Tim Burton, 2023) o el líder de multitudes Paul Atreides (Dune, Denis Villeneuve. 2021) al reflejar esa personalidad contestataria y rebelde, añadiendo a esto el hecho de no solo interpretar casi a la perfección las canciones de Bob Dylan, en el ámbito vocal con su voz nasal y temblorosa, sino de tocar la guitarra y la armónica de una manera indiscutible, logrando momentos de asombroso magnetismo en pantalla, resultado de cinco años de estudio constante, tiempo que aprovechó gracias a la pandemia del Covid 19 (2020) y al paro de guionistas en Hollywood (2023).

Los personajes que acompañan al protagonista no lo opacan, pero tampoco pasan desapercibidos, como es el caso de Sylvie (Elle Fanning), cuyo nombre real es Suze Rotolo, y es cambiado por sugerencia del mismo Dylan. Ella fue pareja sentimental del músico y lo impulsó en sus inicios a ser más consciente del mundo que le rodeaba en ese momento y, de paso, a replantear el contenido social de sus letras y su norte como artista. Es también notable la presencia de Pete Seeger (Edward Norton), un músico Folk que supo identificar el potencial de Bob dejándolo brillar hasta cierto punto y, por último, Joan Baez, quien es interpretada de forma más que brillante por Mónica Bárbaro, con quién se identificó en su estilo y mantuvo una complicada relación amorosa en la que, por cierto, no se entra en detalles, lo cual es una gran virtud de la película, ya que esta se centra más en lo musical y el conflicto interno que mantenía con la industria musical y hasta con su propio público, al que debe su éxito. Cabe resaltar, igualmente, la interpretación del actor Boyd Holbrook como un joven Johnny Cash, quién brinda una muestra de su presencia contundente en escena y, de paso, ya se intuye su descenso al infierno, aspecto que el director James Mangold ya había plasmado a fondo con un muy aceptable Joaquin Phoenix como Cash en En la Cuerda Floja (Walk the Line, 2015).

Esta es una producción que se complementa con documentales como No Direction Home (2005) y Rolling Thunder Revue (2019), del director Martin Scorsesse; Don’t Look Back (1967), de D.A. Pennebaker; o Mi historia sin mí (I’m Not There, 2007), de Todd Haynes, una curiosa manera de acercarse a la vida de Bob Dylan, esta vez interpretada desde la perspectiva de seis actores diferentes, como Cate Blanchet, Christian Bale o Heath Ledger.

El contexto histórico siempre está presente, ambientado dentro los difíciles años de la contracultura, combinado con vivencias del cantautor que, aunque atropellan la realidad, respetan la esencia de los hechos, llevando a la pantalla momentos icónicos como la improvisación de Bob con el bluesman ficticio Jesse Moffette, la aparente discusión con Joan Baez al negarse a cantar nuevamente Blowing in the Wind en público o el momento, este sí más cercano a la realidad, de cuándo Bob conectó su guitarra y tocó Rock N´Roll con banda completa frente a un público enfurecido al sentirse traicionado por su ídolo en medio de un festival de música Folk.

A Complete Unknown no pretende engrandecer la figura del artista en cuestión, al contrario, muestra una persona que juega con los que le rodean preocupándose solamente por sus propios intereses, en busca de una libertad que pregona, pero que le es ajena al encontrarse frente a un futuro incierto.

Esta cinta despierta la curiosidad de nuevas generaciones al acercarse no solo a la vida de Bob Dylan, sino al género que llegó a tener tanta influencia como aporte a la sociedad de la época, esto gracias a la calidad musical y al mensaje de sus letras inteligentes y reflexivas que hablaban de un interés común de idealismo en pos de una paz y libertad que, hasta el día de hoy, siguen siendo inciertas e invitan de paso a identificarnos con el sentir de otras épocas y a preguntarnos si en medio de esta realidad no adaptada aún somos unos completos desconocidos yendo a cualquier lado como piedras rodantes.