Lavaperros, de Carlos Moreno

De poca monta y en caída libre

Oswaldo Osorio

lavaperros

La “trilogía traqueta” de Carlos Moreno tal vez no fue intencional, pero sin duda son tres películas que tienen una conexión en sus personajes, universo y lo que de fondo quiere decir el cineasta caleño sobre el narcotráfico. Junto con Perro come perro (2008) y El cartel de los sapos (2012), esta pieza despliega diversas miradas a esa violenta fauna de traquetos que hacen ya parte de la historia y del paisaje del país, y lo hace de forma incisiva, entretenida y con fuerza visual.

Si bien Perro come perro y Lavaperros (2021) no son expresamente sobre el narcotráfico, sus tramas y personajes son consecuencia de esa cultura traqueta que se instaló ya desde hace décadas en el ADN de nuestra sociedad. En el caso de esta última película, la atención está puesta en un patrón de poca monta, de provincia, en decadencia y con una banda en desbandada. Una historia que mira con sorna y casi lástima a estos pobres hombres que son víctimas y victimarios en ese torbellino de violencia que desencadena las dinámicas de quienes están en función del llamado dinero fácil.

Toda su trama gira en torno a una rencilla de este patronzuelo con otro que está en ascenso y a una bolsa llena de dólares. Es decir, nada nuevo, complejo ni trascendental para este tipo de cine. Por eso, la relevancia de esta película se tiene que buscar es en el tono en que está contada y en los detalles con los que Moreno llena de visos su relato. En él hay violencia descarnada, ironía, humor y una suerte de reflexividad sobre la naturaleza de sus personajes en relación con su oficio y su azaroso entorno.

Por esta razón, resulta incluso menos interesante ese patrón paranoico y sociópata que los demás personajes secundarios, quienes abren la gama de posibilidades y matices para dar cuenta de ese universo con todas sus contradicciones: Desde la pareja de incompetentes detectives, que es una evidente mofa a la inoperancia de la ley en este país (lo cual ya se había visto también en otra de sus películas: Todos tus muertos); pasando por el rol dependiente y de usar y tirar de las mujeres en este contexto; hasta la humanidad de los gregarios, que así como matan, igualmente sueñan con un futuro mejor y hasta más simple.

No son tantas películas, como generalmente se cree, sobre este tema y personajes en el cine colombiano. Tal vez la televisión sí ha manoseado más de la cuenta este universo y de manera muy superficial. Pero el cine, aunque no esté contando una historia nueva ni mostrando unos personajes distintos, indudablemente hace la diferencia con su tratamiento, su mirada y la forma de abordar este mundo e indagar en él.

Puede que Lavaperros parta de la misma trama de ambición y muerte de tantos thrillers sobre traquetos, pero también es un viaje a las entrañas e intimidad de unos personajes que se convierten en personas (incluso con sus guiños caricaturescos), así como la radiografía y reflexión sobre un universo muy familiar para el contexto colombiano, pero que solo con acercamientos como este podemos conocer como realmente pueden ser.

Orphée, de Jean Cocteau (1950)

Es privilegio de las leyendas no tener edad

María Fernanda González García

orfeo

Segunda obra cinematográfica perteneciente a la trilogía órfica de Cocteau, (dos décadas después de Le Sang d’un Poète). En esta ocasión, el director realiza una adaptación del mito griego de Orfeo, el cantor de Tracia.

Uno de los personajes principales es Jean Marais (Orfeo), un poeta considerado héroe nacional debido a la fama de sus letras. Este hombre, en el bar de los poetas tiene un primer encuentro con María Casares (la princesa de la muerte), quien al involucrarse con él representará su gloria, infortunio y salvación.

En esta película el director nos ofrece la explicación de aquel lugar que existe más allá de los espejos: “una zona hecha de los recuerdos de los hombres y de la ruina de sus costumbres”. En este sitio el caminar es lento y pesado para los vivos, (recordemos que en Sang d’un Poète el protagonista caminaba de manera extraña entre los pasillos) la ligereza de la muerte permite a los fantasmas moverse con facilidad, como si estuviesen flotando.

Aunque lo onírico desempeña un papel notable en la trama de la obra, las imágenes y la narración de Cocteau son claras. Al público no se le exige una interpretación inmediata, porque desde el principio de la película se establece el hilo conductor de los hechos, las diferentes formas de amor y sacrificio son características que conmueven al espectador.

La forma del presente, de Manuel Correa

La verdad que se modifica

Oswaldo Osorio

formapresente

El cine colombiano actualmente se encuentra en plena tarea de indagar y reflexionar sobre el conflicto armado en este posconflicto incompleto que vivimos. La guerra con las FARC terminó, pero hay otras guerras remanentes, tal vez menores, pero que igualmente están desangrando al país en pequeñas y constantes dosis. Este documental se pregunta por el medio siglo de guerra interna que vivió Colombia, por sus desaparecidos y por las reconfiguraciones de la verdad cuando se mira hacia el pasado.

El artista y documentalista Manuel Correa trata de responder esta pregunta a partir de una diversa composición de voces, desde las más insólitas como la neurociencia, pasando por los actores del conflicto, hasta profesionales en distintas áreas como la historia o la filosofía. Juntas ofrecen una caleidoscópica mirada del conflicto y lo complejizan al punto de transformar su realidad y hasta el lenguaje para referirse a él.

Cuando la Justicia Especial para la Paz dice que fueron 6402 los casos de falsos positivos, que es tres veces más de lo reportado por la fiscalía, o cuando las Madres de La Candelaria se refieren a sí mismas no como víctimas sino como sobrevivientes del conflicto, la violenta historia del país y su visión de ella terminan modificándose. Es por eso que quien vea este documental también podría modificar su perspectiva y opinión del conflicto, aunque no necesariamente solo con certezas, sino con muchas más preguntas suscitadas por esa diversidad de miradas.

La cantidad de personajes y testimonios que presenta el documental puede hacerlo un relato muy convencional y poco atractivo cinematográficamente, pero el director trata de evitar esto utilizando como leitmotiv una obra de teatro que las Madres de La Candelaria representan para la cámara y luego en una cárcel. Con todo y las limitaciones de sus actrices, esta representación resulta una suerte de catarsis, tanto para ellas y de alguna manera para los espectadores, donde estas mujeres interpreten a víctimas y victimarios en dolorosas situaciones que vivieron durante el conflicto.

En este documental ese complejo y aún confuso concepto de la posverdad tiene un protagonismo de fondo que solo puede leerse entre líneas. Este relato se para en el presente y mira el pasado, para que tal vez el futuro no sea tan azaroso. Mira el conflicto a los ojos, lo cuestiona y duda de sus supuestas verdades. Por eso es una obra tan necesaria como lo ha sido siempre el cine en su función de detenerse a observar y reflexionar sobre la realidad, para que esta no sea simplemente esa acumulación de información diaria de los noticieros que, como nunca se detiene, muchas veces no permite ver lo que realmente está sucediendo y el significado esencial de esos acontecimientos.

 

Biopics

vidas de película

Oswaldo Osorio

La Agenda Cultural Alma Máter de la Universidad de Antioquia, en su primera edición de 2021, explora el género biográfico y muchas de sus variantes y posibilidades en una diversidad de textos de autores como, entre otros, Elkin Obregón, Pablo Montoya y Enrique Vila-Matas. Este escrito, que es la mirada al tema desde el cine, hace parte de la edición 283 de esta querida publicación, la cual se puede leer en el siguiente link: https://issuu.com/udea-cultura/docs/ac_febrero_2021 

there

Una historia de vida siempre será un argumento atractivo para el cine, especialmente si es sobre alguien conocido o de cierta importancia histórica, y más aún si, de alguna manera, se trata de un ser excepcional. Estas son las condiciones esenciales de un biopic (término derivado de biographical picture), un tipo de relato fílmico con borrosas y aún debatidas líneas en asuntos como los géneros cinematográficos, sus probables tipologías y la relación entre la realidad de los personajes y su representación.

Para cuando las películas alcanzaron la duración suficiente para contar una vida, empezó la producción de biopics: Napoleón, el hombre del destino (Stuart Blackton, 1908) da cuenta, en veinticinco minutos (1), del ascenso y caída del militar francés, planteando de paso uno de los esquemas más recurrentes de este tipo de cine. De ahí en adelante, la vida de personajes históricos, especialmente artistas célebres, estadistas y líderes de diversa clase, empezaron a ser considerados como una rica y bien acogida fuente de argumentos y dramas que ofrecen la doble posibilidad de ser íntimos y de contexto.

Aunque se hicieron muchos en las primeras décadas del siglo XX, es a mediados de los años treinta que su producción toma impulso cuando dos películas, consecutivamente, ganan el Oscar al mejor filme del año: La historia de Louis Pasteur (William Dieterle, 1935) y La vida de Emile Zola (William Dieterle, 1936). La Warner Bros. estableció así el modelo de biopic que se convertiría en la convención aun hasta nuestros días, esto es, el relato -lineal- de vida del “Gran hombre” que se destaca en un área y que, gracias a sus cualidades excepcionales o a su férrea voluntad, incluso luchando contra su entorno o contra el mundo entero, triunfa en su cometido (aunque sea a veces de manera póstuma).

Pero a partir de la década del sesenta, con la llegada del cine de autor y cuando el cine moderno cobra mayor fuerza, aparecen alternativas a esta convención, a la versión oficial de esas historias de vida, y se hacen lo que Eduardo Russo llama biopics iconoclastas, en los que se profundiza más en las contradicciones, incluso en los defectos, del biografiado en cuestión. El ejemplo más claro de esto es la serie de películas que dirigió el inglés Ken Russell en los años setenta sobre los músicos Mahler y Liszt, la estrella del cine silente Valentino y el escultor Henri Gaudier.

En esta misma línea disruptiva con ese esquema del Gran hombre (que ahora con más frecuencia es también de la Gran mujer), surgen filmes de antihéroes o de personajes nefastos, como Hitler, de quien cada década se ha hecho una versión, siendo las más destacadas Moloch La caída; Larry Flynt, el fundador de la revista Hustler, que tan certeramente supo retratar Milos Forman; Aileen Wuornos, la asesina en serie de Monster; el ladrón de cuello blanco Jordan Belfort, de El lobo de Wall Street; o cualquier capo de la mafia, desde Al Capone, pasando por Henry Hill de Buenos muchachos, hasta el puñado de versiones sobre Pablo Escobar que se ha producido en la última década.

Una vida segmentada

Además de la convención del Gran hombre, hay otros esquemas recurrentes en el biopic, pero que ya no tienen que ver con su protagonista sino con su narrativa y referidos al orden en que se cuenta la historia. Si el relato de vida en el cine comenzó siendo lineal en la cronología de los acontecimientos, ya desde El ciudadano Kane (Orson Welles, 1941) (2) se empieza a ver una narración segmentada o con variaciones en su orden, al punto que, en las últimas décadas, esos tipos de relato se han convertido en la convención y difícilmente, cuando se trata de la vida completa de una persona, se utiliza la cronología lineal.

Existen tres variables principales: el relato in medias res, el racconto y el flashback sistemático. El primero es una locución latina que provine de la literatura y que se refiere a los relatos que empiezan en medio de la historia o en alguna parte de su desarrollo. Comúnmente se ubican en un momento antes de que el personaje obtenga el éxito o un triunfo significativo, o también puede iniciar en su periodo de mayor gloría, lo cual ocurre generalmente cuando se trata de esas personas que experimentaron un arco de ascenso y caída en sus vidas. Esta variable se puede ver en películas como Pollock La vida en rosa (el biopic sobre Edith Piaf).

El racconto, que es menos común en los biopics, se presenta cuando el relato empieza casi en el final y se hace un recuento de la historia de vida desde el principio hasta desembocar en ese punto donde inició; mientras que el uso del flashback sistemático es tal vez el recurso más utilizado actualmente. Esta variable narrativa inicia su relato con la historia muy avanzada o hacia el final y, por medio de contantes saltos al pasado, comienza a contar los primeros años del personaje, desarrollándose la estructura narrativa en una dinámica de alternancia entre el presente y pasado del protagonista. Es más común en las películas que abarcan la biografía desde la infancia o la juventud, lo cual bien se puede ver en filmes como Amadeus, Toro salvaje, María Cano, Chaplin, Ray La dama de hierro. 

¿Un género?

Uno de los principales puntos de discusión entre quienes se refieren al biopic es si se puede considerar o no un género cinematográfico. Teniendo en cuenta que un género es un tipo de discurso o esquema que tiene unos componentes específicos, sí podría calificar en el sentido más amplio de la definición; no obstante, la simple condición de que se trate de películas que cuentan una historia de vida no parece suficiente frente a otros géneros que se distinguen como tales por cuenta de muchas más características, algunas de ellas muy precisas, como ocurre, por ejemplo, con el western, la ciencia ficción o el thirller.

Es por eso que, tal vez, el biopic debería considerársele como un tema (la biografía) o un subgénero, dada la posibilidad de que muchos biopics encajan o son contados bajo los códigos de un género cinematográfico más definido. Es así como hay westerns que han contado la vida de hombres como Jesse James, Billy The Kid o Buffalo Bill; thrillers de gangsters como El Rey (el primer narco caleño) o El irlandés; o musicales como el que cuenta la vida de Elton John (Rocketman) o de Bobby Darin (Beyond The sea) (3).

Aun así, el biopic puede tener clasificaciones o tipologías de acuerdo con diversos parámetros, como se vio ya según el orden de su estructura narrativa. Igualmente, como otra taxonomía formal, los tres tipos de focalización (punto de vista de la narración) que propone Gérard Genette cobran especial importancia por tratarse del relato de una historia de vida, donde cambia sustancialmente lo que se pueda decir del protagonista dependiendo de si es una narración omnisciente (focalización cero), si se narra desde uno o varios personajes (focalización interna) o si se cuenta por fuera de los personajes y el relato solo depende de lo que hacen y dicen (focalización externa, que es menos frecuente en los biopics).

También se puede identificar una tipología de biopics determinada por el contexto al que pertenecen los personajes, lo cual define en mucho el tema de la película. Se destacan cuatro áreas: las artes (que son los más frecuentes, especialmente pintores, escritores y músicos), la política o el activismo, los deportes y la ciencia.

Por otra parte, están el biopic automático y el falso biopic. El primero, es cuando la persona biografiada se interpreta sí misma. Aunque no es muy común, existen algunos ejemplos, entre ellos, Arlo Guthrie en Alice’s Restaurant (1969), Muhammad Ali en The Greatest (1977) y Howard Stern en Private Parts (1997). El falso biopic, por su parte, es cuando se cuenta una historia de vida con todas las características de este tipo de cine, pero a partir de un personaje inexistente que es validado por hechos reales. Ninguna película ilustra mejor esta tipología como Forrest Gump, donde este personaje ficcional interactúa con acontecimientos y personalidades de la historia de Estados Unidos.

Poética o verdad

Una última e importante consideración que requiere reflexión en el biopic es la relación entre la realidad y lo representado en una película, un asunto muy significativo tratándose de la biografía cinematográfica de una persona que existe o existió. Muchas variables entran en juego a la hora de contar una historia de vida en cine: el lapso que abarcará el relato (es distinto contar desde la infancia hasta la muerte o solo el periodo de importancia histórica); el punto de vista desde el que se mirará al personaje, ya sea por el tipo de focalización o por la dicotomía entre la historia oficial y la iconoclasta; incluso el tratamiento visual y hasta el mismo actor seleccionado pueden definir o transformar la visión que se proyecte del protagonista.

Y es que desde el mismo casting se empieza a retar la fidelidad de ese retrato que se pretende hacer. Hay casos excepcionales que tienen la fortuna de que un actor se parezca mucho al personaje (como ocurrió con Val Kilmer interpretando a Jim Moirrison), pero normalmente el parecido es somero y apuntalado en el maquillaje. Es así como los citados biopics de Zola y Pasteur los interpretó el mismo actor, Paul Muni, sin que ninguno de los tres se pareciera entre sí; o está el caso en el que Bob Dylan es interpretado por seis actores distintos, entre ellos una mujer, en I’m Not There. También hay que tener en cuenta que todos los actores siempre están buscando, para su lucimiento, hacer el biopic de una gran personalidad, por eso la más de las veces se impone el star system a la fidelidad fisonómica.

El caso es que desde el parecido físico hasta los personajes o acontecimientos que son inventados por razones argumentales o dramáticas, un biopic debe ser asumido menos como una verdad documental que como una obra que tiene la intención de captar la esencia de la vida y obra de una persona a partir del relato y la poética del cine. O al menos es así en aquellas películas que no solo quieren ilustrar literalmente una biografía.

Esto se puede lograr ya con un fragmento de vida o recorriéndola entera. El ejemplo extremo de esto son los dos biopics que se hicieron sobre Steve Jobs, donde el interpretado por Ashton Kutcher (2013) abarca cuatro décadas, mientras que el de Michael Fassbender (2015) tiene la audacia de dar cuenta del personaje apenas a partir de algunas horas, compuestas por los tres momentos previos al lanzamiento de nuevos productos en años distintos.

Son dos caras opuestas que demuestran lo versátil que puede ser el biopic para condensar una vida, sus acciones y el espíritu que las impulsó. Acomodarse en las convenciones o buscar nuevas formas de contar una vida es lo que puede hacer la diferencia entre lo rutinarias que muchas veces son estas películas o, por el contrario, lo estimulante y fascinante que puede resultar una experiencia vital en la pantalla.

Notas:

1. Dos décadas después, Abel Gance se tomaría cinco horas y media para hacer lo propio con este mismo personaje y con ello crear uno de los primeros grandes clásicos del cine.

2. Basada en la biografía no autorizada de William Randolph Hearst, magnate de la prensa de Estados Unidos.

3. Aunque hay que aclarar que la mayoría de los biopics de bandas o cantantes no están contados con los códigos del género musical, a pesar de que haya mucha música en ellos. Así, por ejemplo, películas como The doors, Bohemian Rhapsody Judy se podrían llamar musicales por el tema, pero no por el género.

Vigilando a Jean Seberg, de Benedict Andrews

La actriz y las fuerzas del mal

Oswaldo Osorio

seberg

Para la cinefilia esta actriz estadounidense es un ícono de la Nueva Ola Francesa por su participación en Sin aliento (Godard), para quienes la conocieron fue una actriz inteligente que no se limitó a ser el monigote de los directores y para Hollywood fue solo una estrella menor y fugaz. Es probable que la industria de nuevo se interese en ella para aprovechar la corrección política de hacer algo conectado con el movimiento Black Lives Matters, que está en su cuarto de hora.

Ese oportunismo se debe a que esta joven blanca de Iowa, a finales de los años sesenta, fue simpatizante (y contribuyente) de los movimientos por los derechos civiles de los afroamericanos (entre ellos, las Panteras negras). Por esta razón, el FBI le hizo un minucioso seguimiento y una incisiva y sucia persecución. Este biopic se ocupa de ese periodo y lo hace con la irregularidad de quien parece comprender honestamente el espíritu de esta mujer, pero que también quiere sacarle provecho sin ningún escrúpulo a su historia.

De manera que la película es capaz de poner en contexto a su personaje y dar cuenta de la diferencia con sus demás colegas. Al igual que Jane Fonda, pero sin pertenecer a la realeza de Hollywood, la Seberg se casó con un francés e hizo cine en aquel país, y también trató de utilizar su fama como plataforma para apoyar causas políticas y sociales en las que creía. Toda una serie de elementos que dimensionan su personalidad y que dieron para desarrollar un personaje complejo y con múltiples matices que, sin duda, resultan atractivos para el público y dieron para el lucimiento de Kristen Steward, muchas veces vapuleada injustamente por su supuesta inexpresividad interpretativa.

Por otro lado, está el “malo de la película”, “ellos”, el gobierno reaccionario, representado en el FBI. Sin ninguna sutileza, la película los dibuja como unos villanos autoritarios, machistas, racistas y mezquinos, que hasta patean perritos. El guion trata de matizar este maniqueísmo creando a un agente con una ética diferente, la voz de la conciencia de una sorda y poderosa institución a la que no le importan los derechos de los ciudadanos en su misión de salvaguardar la seguridad nacional.

Pero este personaje intermedio, si bien es eficaz como un segundo punto de vista en el relato, no funciona para librar a la película de su esquematismo en la confrontación entre las dos fuerzas en tensión: la actriz y el FBI. De hecho, su participación, en últimas, resulta lo más denostable de todo el relato, con esa decisión que toma al final frente al conflicto. Esa escena en el bar es complaciente con el espectador y condescendiente con los personajes, un gesto argumental para que todo mundo quede contento y, de paso, para tratar de pagar, de una forma muy ingenua, la deuda histórica que tiene Estados Unidos con esta actriz.

Así que se trata de una película en la que se sorben tanto buenos tragos como desagradables, porque es un relato que, como biopic, alcanza a sintonizarnos con un ser tan libre como atormentado, muchas veces tratado con sensibilidad y sutileza; pero que, por otro lado, se incrusta en un esquema que explota el sensacionalismo que se puede desprender del personaje y su lucha contra perversas y superiores fuerzas.

Into the Wild, de Sean Penn (2007)

Cuando el hogar es el camino

Mario Fernando Castaño

1593427713_122136_1593439535_rrss_normal

El 18 de junio de 2020 se ve un helicóptero que sobrevuela el parque Nacional Denali, en el centro de Alaska, cumpliendo la misión de sacar de la zona un viejo autobús de más de setenta años ¿La razón? Evitar que las personas que intenten llegar a la zona para estar cerca del “autobús mágico” o el “bus 142” perezcan en el intento, como antes ya había sucedido con los más de diez aventureros que fracasaron en perseguir, entender y, sobre todo, vivir el sueño y la causa de Alex Supertramp. Nada más alejado de la ficción, la búsqueda de una utopía en tiempos actuales.

Basada en el Best Seller escrito en 1995 por Jon Krakauer y adaptada al cine en 2007 por el actor y también director Sean Penn, Into the Wild cuenta la historia basada en hechos reales de Christopher McCandless, un brillante joven y una promesa para sus padres frente al futuro que se queda esperando justo en la puerta debido a su determinada decisión de abandonar todo sin previo aviso y desaparecer  en 1991 sin ningún apego material, económico o afectivo e irse  vivir a un lugar inhóspito en lo profundo de los bosques de Alaska.

El motor de la inspiración de Chris fueron libros escritos por diferentes autores con temática existencialista y naturista como Tolstoi (Felicidad familiar) o Henry James (La llamada de la selva), que lo llevaron a sustentar su odisea apoyada por su sed de libertad, un rencor hacia el sistema capitalista y la difícil situación con sus padres. Nosotros como espectadores emprendemos su viaje a través de diversos parajes y diferentes personajes que se encariñan con Chris y tratan de alguna manera convencerle a que abandone su idea, por lo ambiciosa, arriesgada y loca que esta parece. Cabe resaltar la corta pero magistral actuación de Hal Holbrock, quien abandonó este plano hace poco tiempo.

Comprendemos y entendemos al protagonista hasta el punto de dejarnos ir en ese viaje de libertad y desapego, pero poco a poco vamos entendiendo que su propósito tiende a ser un tanto egoísta al abandonar así, sin más ni más, a su familia y gente que lo quiere y aprecia, al pretender enfrentarse a la naturaleza de una manera tan confiada e inexperta, cada paso es una lección aprendida que el público ha interpretado a veces de manera equivocada.

La historia, a pesar de poseer una premisa que puede caer en una de desenfreno y rebeldía juvenil, invita a que se vea de una manera más profunda, cuestionándonos en lo que queremos en la vida, invitando al arrojo y la aventura pero con los pies en la tierra, valorando cada paso y cada persona que nos acompaña en el viaje. Un ejemplo de vida en el que podemos aprender también de los errores ajenos.

Su fotografía es hermosa dentro de su sencillez y exquisitez en los detalles, los planos generales por los diferentes lugares de Estados Unidos son un deleite, mientras que la puesta en escena los personajes logran que los sentimientos afloren sin importar que dejemos escapar una que otra lágrima.

Las canciones y la banda sonora han sido compuestas por Eddie Veeder, vocalista de la aclamada banda de rock grunge, Pearl Jam, siendo este un compañero de viaje que con sus notas Folk y sus letras tan llenas de sabiduría son un motivo más del por qué esta es una gran película y que este artista haya sido merecedor de dos Globos de Oro a Mejor canción original, por Into the Wild, y a Mejor banda sonora en 2008.

El personaje de Chris Supertramp, interpretado de una manera magistral por Emile Hirsch, deja un legado de sabiduría, valentía, un ejemplo de libertad y decisión, pero también deja marca de dos lecciones que hay que saber identificar con humildad. Una es frente a la naturaleza, ella no nos pertenece, no podemos sobre estimarla, es un territorio que se puede mostrar hermoso y condescendiente, pero sus reglas y designios son crudos y tajantes en que, si no existe el respeto, la experiencia y el saber entenderla, nos puede comer, literalmente, y sucumbir a su ley sin importar qué tan impetuosos, importantes o únicos creamos ser.

Y la otra, y no menos vital, es hacia las personas que nos rodean y el respeto que estas se merecen. Debemos reconocer que, como seres humanos, nuestra naturaleza gregaria nos lleva a no dictar nuestro destino y proyectos solo por nuestra cuenta sin pensar en los demás y cómo impactamos sus vidas, la soledad y la libertad también pueden ser compartidas.

Into the Wild es una película que necesitamos en nuestras vidas, es una de esas que “nos mueven el piso”, una road movie que nos lleva por un viaje de ida y con un posible regreso, pero hacia nosotros mismos, el camino recorrido está lleno de experiencias y nos da material para seguir emprendiendo ese viaje hacia lo que siempre va a ser una incertidumbre, teniendo en cuenta que la mayor de la motivaciones para hacerlo es sentirnos libres, felices y sobre todo vivos.

Le Sang d’un Poète, de Jean Cocteau (1930)

¡Qué extraño puede llegar a ser el surrealismo!

María Fernanda González

“Cada poema es un escudo de armas.

Este debe ser descifrado”

sangre 

Primera obra cinematográfica del artista Jean Cocteau (poeta, novelista, dramaturgo) compuesta por cuatro episodios dentro de los cuales de manera autobiográfica el director plantea sus temores frente a la muerte.

Una de sus protagonistas es una de las modelos insignes del surrealismo, Lee Miller (1907-1977), interpreta a un ente materializado en una estatua el cual atormenta a su creador, un poeta. Este experimentará una serie de sucesos extraños después de atravesar un espejo (elemento significativo para Cocteau quien lo repite su obra: Orpheo).

Para un público no iniciado, este tipo de obras pueden ser supremamente extrañas, pero es una oportunidad de acercamiento al surrealismo de aquella época difícil. Francia, al igual que los demás países europeos, estaba enfrentando la crisis económica, el liberalismo perdía validez y aquellos años serían nombrados “temporada de decadencia”. Estos, entre otros factores (libertad, el placer, el suicidio, el elitismo y la sexualidad) convergen en la mente de los artistas, dando como resultado obras llenas de simbología y misterio.

Mientras dure la guerra, de Alejandro Amenábar

Mientras dure la guerra, de Alejandro Amenábar

Ni los Hunos ni los Hotros

Andrés Upegui

1568699088_672456_1568699708_noticia_normal

Miguel de Unamuno -siempre lo dijo- fue un cristiano agónico, en el sentido etimológico de la palabra: del griego agon: lucha, pelea, guerra, tragedia, contradicción, pero también en el sentido propio de un cristianismo agonizante, en permanente riesgo de perderse, de morir. La imagen frente al crucifijo del viejo Unamuno en sus últimos meses de vida, torturado, sufriente, atormentado, con el alma hecha pedazos, lo muestra tal como era.

Sin embargo, La agonía del cristianismo (título de uno de sus más famosos ensayos) unamuniano radica en la profunda incertidumbre, la duda permanente, la “incredulidad” que subyace en todo creyente. Unamuno siempre se identificó con aquel padre del muchacho endemoniado que le suplica a Cristo que cure a su hijo y Cristo le responde: “Todas las cosas son posibles para el que cree. Al instante -dice el evangelista Marcos- el padre del muchacho gritó: “¡Creo; ayuda mi incredulidad!”, y Cristo, admitiendo su poca y agónica fe, cura al muchacho, exorcizándole el demonio. (cfr. Mac 9, 14-29).

El sentimiento trágico de la vida (título de su obra más famosa) de don Miguel de Unamuno nacía de aquella profunda contradicción (heredada tal vez de su maestro protestante Sören Kierkegaard) entre razón y fe. Aquello que mi fe afirma mi razón lo niega y viceversa, sostenía. Por eso, no se cansó de repetir que era un hombre paradojal y por eso mismo se consideraba como un creyente ateo (Cfr. Oración del ateo, San Manuel Bueno Mártir, etc.); Pero, como bien señala Joseph Ratzinger (Cfr. Introducción al Cristianismo), lo que iguala al creyente con el no creyente es precisamente la “incredulidad”, la duda: el creyente mira al ateo  y piensa: “y si quizá aquel tuviera razón” y al contrario, el ateo mira al creyente y piensa lo mismo.

Ahora bien, hay muchas formas de ser cristiano, tantas como cristianos. Cada cristiano tiene su forma particular de creer, condicionada por su situación cultural y social. En la película Mientras dure la guerra, de Alejandro Amenábar (2019), podemos apreciar claramente la forma agónica y torturada del intelectual Unamuno y la forma segura, sin muchas contradicciones, armónica entre fe y razón, cercana a la llamada “fe del carbonero”, del político y militar Francisco Franco y de su esposa Carmen. Sobre esto último vale la pena resaltar como Amenábar es profundamente respetuoso y no se ha dejado llevar por las pasiones partidistas e ideológicas, al mostrarnos un Francisco Franco complejo, verosímil, que escapa a los millones de clichés maniqueos a los que nos tiene acostumbrados el cine y la mentalidad común, hoy hegemónica. La duda, la incertidumbre del Franco de Mientras dure la guerra no se sitúa como la de Unamuno en el interior de su alma y de su fe sino más bien en el exterior, en el plano de la acción, en este caso política y militar. Franco no duda, como Unamuno, que Dios exista, sino que duda si su acción política este o no acorde a la voluntad divina.

Sin embargo, el Franco cristiano de Mientras dure la guerra (quizá también del real e histórico, eso solo Dios lo sabe) terminará por apagar su duda y llegará la conclusión de creerse el elegido de Dios, el hombre providencial, el portador de la espada flamígera de San Miguel Arcángel, comandando las huestes celestiales en combate contra los demonios liberales, comunistas y anarquistas. Imbuido, pues, de una especie de mesianismo militar, reducirá su fe a una política, a una guerra, a una cruzada, confundiendo así los dos Reinos, el de este mundo y el del otro y las dos espadas, la militar y la religiosa. Desconocerá, pues, el mandato tajante de Cristo: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mat. 22, 21), pero también aquel otro de: “no sea que al arrancar la cizaña, arranquéis también con ella el trigo” (Mat. 13, 29).

Esta conjunción entre política y religión, entre Dios y el César, y este deseo de suprimir de una vez por todas el mal en el mundo, ha sido el problema político central de toda la historia humana y el cristianismo no ha sido ajeno a este maridaje explosivo. Todas las religiones y facciones políticas no cristianas desconocen esta separación entre el reino de este mundo (la política) y el reino del otro mundo, el de Dios (la teología). Tanto las religiones paganas o no cristianas (Egipcios, Babilónicos, Griegos y Romanos, Musulmanes, Judíos, etc.) como las políticas laicistas y ateas poscristianas (liberalismo y comunismo) caen en esa misma tentación de juntar política y teología, que en ultimas consiste en confundir el reino de este mundo con el del otro, confusión que se origina en una misma idea: creer que es posible establecer el Paraíso en este mundo. Paraíso que adquirirá entonces un sinnúmero de formas: Paraíso musulmán, Paraíso nazi, Paraíso catofascista, Paraíso comunista, Paraíso fiscal, Paraíso del supermercado, Paraíso consumista, etc. etc. En último término, esta teologizacion de la política, esta inmanentación de lo trascendente, esta confusión entre el plano natural y sobrenatural que separó Cristo, no es sino el verdadero rostro del Totalitarismo.

Todo totalitarismo, tanto de izquierda como de derecha, ateo o creyente, consiste en adelantar una misión religiosa mediante la política, olvidándose que la fe es asunto de la gracia, es decir, un asunto en primer lugar de Dios, y solo posteriormente de los hombres. Por supuesto los hombres -especialmente si son cristianos-, deben desarrollar una acción política que permita propiciar unas condiciones en las cuales sea posible no solo la presencia sino también el desarrollo de la fe y la gracia. Pero estas no tienen como causa la actividad política y militar del creyente sino la acción divina que, como el viento, sopla donde Dios quiere no donde nosotros quisiéramos.

El cristiano debe pues propiciar unas condiciones materiales e históricas en las cuales pueda aparecer libremente la gracia, pero él no puede ser su causa. Esa pretensión de imponer el cristianismo por medios políticos y culturales, incluso manu militari, es no solo demoniaca sino sencillamente contraproducente, pues lo que desencadena es una aversión contra la fe cristiana y contra su Iglesia. La prueba de ello es precisamente la España posfranquista: gracias al franquismo,  y no propiamente al comunismo, es que España pasará de ser una de las naciones más católicas de Europa, a una de las sociedades más descristianizadas y anticatólicas del mundo.

Pero volviendo a la película. Frente a la figura del intelectual Unamuno, Amenábar pone las figuras tanto del intelectual de izquierdas (Santiago Vila) como la del antintelectual fascista (Millán Astray). Aquí precisamente se hace necesario poner de presente (Amenábar no lo hace) que paradójicamente, el paradójico don Miguel de Unamuno fue un intelectual radicalmente antintelectual, simplemente porque fue un verdadero intelectual. Don Miguel, como Sócrates, odiaba al sofista, es decir aquel que posando de intelectual usa las ideas para su propio beneficio, como un medio para adquirir poder, fama o dinero. Es decir, aquellos seudointelectuales o ideólogos que usan los asuntos espirituales con fines materiales y políticos. La vanguardia de este “Partido Intelectual” (como solía llamarlo Charles Peguy) han sido los ilustrados liberales, los anarquistas y comunistas, generalmente laicistas o ateos, que se creen, al igual que Franco, “iluminados”, pero en su caso no propiamente por Dios y la Providencia sino por el llamado “verdadero sentido de la Historia”. Y es de esta coincidencia entre intelectuales de izquierda y antintelectuales de derecha de lo que finalmente el Unamuno de Amenábar terminará por darse cuenta. Ambos son en realidad las dos caras de una misma moneda: la del totalitarismo.

Ahora bien, en el fondo, si miramos con algún detalle, la coincidentia opositorum entre el fascismo de izquierda y el de derecha radica en el ateísmo. Otro de los grandes aciertos de Amenábar está en mostrarnos que Millan Astray, a pesar de las apariencias, era un ateo. Es el arquetipo del fariseo, del sumo sacerdote Anás, del Gran Inquisidor dostoievskiano, que ha perdido su fe pero utiliza la religión, el poder del espíritu con fines seculares y profanos, es decir, políticos. Y aquí cabe preguntarse: ¿dónde está el pecado de Franco? Su pecado no es carecer de fe, sino decidirse aliarse y utilizar a estas fuerzas anticristianas fascistas como su gran maquinaria de guerra, sabiendo de antemano que su carencia de fe es también carencia de escrúpulos morales, pues como dice el mismo Dostoievski, “Si Dios no existe, todo les está permitido”. Pienso que Amenábar nos da suficientes señas para percatarnos de que Franco desprecia a hombres como Millán Astray porque sabe que no es hombre de fe, pero opta por acogerlos en sus filas porque los puede utilizar como medio ilícitos para alcanzar sus fines que él cree lícitos. En esta medida la guerra que él considera justa, se convierte en una guerra profundamente injusta.

Por otra parte, es indudable que un paleofascista fariseo (perdón por la redundancia) como Millán Astray, que odia las ideas porque al carecer de ellas envidia a quien las tiene, cree ver en todo intelectual a un seudointelectual de izquierda y confunde, entonces, a Unamuno con uno de ellos; sin embargo, este no es el caso de Carmen Polo de Franco quien, por el contrario, reconoce en el gran rector salmantino a un verdadero hombre del espíritu, convirtiéndose así en otro de los personajes más desconcertante pero mejor perfilados de la película.

Por último, otro que desconcierta es el mismo director Alejandro Amenábar, quien esta vez no se dejó guiar por el odium christianorum de la malograda Ágora, sino que sorpresivamente y a pesar de no ocultar la predilección por el intelectualismo y la política de izquierda, fue capaz de penetrar hasta dejarnos reconocer de manera respetuosa las profundidades teológicas que subyacen en toda cuestión política y permitirnos apreciar la imagen de un verdadero cristiano que, como don Miguel de Unamuno, alcanzó a vislumbrar en medio del terror de la guerra que los cristianos, en materia política no estamos –como escribió don Miguel- “ni con los Hunos ni con los Hotros”, porque nuestro Reino no es de este mundo.

Canción sin nombre, de Melina León

Los márgenes en grises

Oswaldo Osorio

cancionsin

Hace poco Netflix llegó a los doscientos millones de suscriptores en el mundo y, además, anunció que produciría más de setenta películas en 2021. Así mismo, la Warner decidió estrenar sus películas simultáneamente en salas y plataformas. Estos tres datos son la evidencia contundente de que el cine entró de lleno a la era del streming y Netflix es, sin duda, quien la ha impulsado y mejor la ha capitalizado.

En este contexto y con el estreno de la película peruana Canción sin nombre, lo que llama la atención es que este gigante del streaming no tenga más películas como esta, películas que podrían darle una diversidad y nivel cinematográfico a ese gran menú compuesto casi enteramente por series y cine convencional, de entretenimiento y hecho en Hollywood.

Porque esta ópera prima de Melina León tiene las características y valores del mejor cine latinoamericano y del cine de autor, esto es, un cine reflexivo con la realidad y las problemáticas históricas de los países de la región y con una propuesta formal y narrativa definidas por un estilo y unas búsquedas estéticas.

Se trata de la historia de una humilde mujer a quien le roban su bebé al dar a luz en una clínica pirata. El relato desarrolla su desesperada búsqueda con la ayuda de un periodista y en medio del caótico contexto de la violencia terrorista de la guerrilla y represiva del estado. Pero la marginalidad y el desamparo social representan otro tipo de violencia en esta historia, donde esta mujer termina acorralada por la indolencia de las instituciones, la corrupción y el conflicto armado que entra hasta en su propia casa.

Estas circunstancias adversas y opresivas están recalcadas en el filme por la estrechez del formato 4:3 y por un blanco y negro que resulta en un contradictorio contraste entre la belleza estética y una atmósfera lúgubre y depresiva. Sus imágenes, en una aterciopelada gama de grises, se antojan evocadoras y melancólicas, ayudadas además por esa bruma que cubre el cerro donde viven los protagonistas y por el misticismo de sus ceremonias, cantos y bailes ancestrales.

La subtrama del periodista homosexual refuerza la idea de exclusión y marginalidad que es impuesta por una sociedad desigual, machista y viciada por ese contexto de violencia y corrupción política. Por eso, aunque los responsables del robo del bebé son identificados, resulta una victoria pírrica ante una realidad de injusticia y descomposición moral de las personas y del sistema entero.

Si bien se trata del Perú de finales de los años ochenta, esta historia mantiene su vigencia en un contexto latinoamericano donde las brechas sociales son cada vez mayores y donde toda esa población empobrecida y en los márgenes son ciudadanos de segunda, más aún si son mujeres. Y esta película logra transmitir esa sensación de pérdida y tristeza, no solo de esta mujer en particular, sino de toda una comunidad, y lo hace con una singular mezcla de fuerza dramática y una sutil poética visual.

Fragmentos de una mujer, de Kornél Mundruczó

Silencios y confrontaciones

Oswaldo Osorio

fragmentosde

Parece connatural de la condición humana que, luego de la pérdida de un hijo, el matrimonio en cuestión se desintegre. Aunque de un plumazo conté los dos conflictos de esta película, como ocurre con tantas historias, lo que importa en este caso es cómo suceden ambos dramas. Por eso, lo que tenemos aquí es un lento y doloroso viaje en el que esta pareja y sus allegados lidian con un tipo de duelo tal vez más ominoso que cualquier otro, dando como resultado un destilado drama que explora algunas de las distintas aristas que lo componen.

Aunque el título Fragmentos de una mujer (Pieces of a Woman) la pone a ella en el centro del relato, durante buena parte de la historia la narración los mira a ambos en sus distintas formas de afrontar su tragedia. Incluso inicialmente parece que se ocupa más de él. Pero de alguna manera prevalece el principio, en muchos sentidos discutible, de que en estos casos la mujer pierde más y es mayor su tristeza. Esta idea se refuerza cuando, un poco injustamente con el personaje masculino, literalmente compran su salida del drama y les dejan todo el asunto a las mujeres.

La elaboración del relato está definida por dos dinámicas que se alternan en la narración: las soledades marcadas casi siempre por silencios luctuosos y las dramáticas confrontaciones. En el primer caso, somos testigos de la desesperación de él y del mudo padecimiento de ella. Por eso él parece con mayor presencia al principio, por la relevancia que le dan la voz y los diálogos, mientras ella asume su cotidianidad en un anestesiado mutismo que la convierte en un personaje misterioso, lo cual puede obrar de manera opuesta de cara al espectador, pues ese misterio puede dimensionar su dolor o también dejar muchos vacíos en su construcción como personaje (se suprimen varias etapas del duelo, por ejemplo).

Las confrontaciones, por su parte, le suben el pulso y el volumen al relato. Discuten entre ellos, con el médico, con la madre, con la hermana. Todo se reduce a cómo cada quien afronta su dolor, lo cual ya es bastante, porque de eso dependen asuntos trascendentales (como qué hacer con el cuerpo de la bebé) y comportamientos esenciales (como volver a la bebida o acallar los sentimientos). En estos casos, las discusiones parece que no pueden tener otro propósito que el de herirse o distanciarse.

Llama la atención el contraste que hay entre la presentación y la resolución de la historia. La primera suele ser más larga que la segunda, pero en esta película llevan ese esquema al extremo, pues la presentación, que tiene aquí media hora, durante casi veinticinco minutos se ocupa solo del parto, y eso logra un fuerte efecto dado su fatal desenlace y sus secuelas en los personajes; mientras que la solución del conflicto la despachan con un discurso de poco menos de dos minutos, con lo cual se despeja, no muy convincentemente valga decirlo, el misterio de la protagonista.

Luego de tan intensa presentación y tortuoso desarrollo, ese final parece hecho para otro público y para otra película. Además de esta, quedan otras tantas dudas sobre la construcción de todo el filme, cómo la ilógica demanda luego de convenir tener un parto en casa con todos sus riesgos, los supuestos millones que podrían ganar (¿De quién, de la partera?), el forzado personaje de la prima que funciona de comodín al argumento, el mencionado mutismo de la protagonista que frecuentemente lleva el relato a la deriva o ese complaciente final con lo que parece ser una niña de repuesto. Aun así, de un tema tan transitado en el cine como es el duelo, este director húngaro, ahora en Hollywood, ha creado un filme duro y emotivo.