El bolero de Rubén, de Juan Carlos Mazo

Una mixtura arriesgada

Oswaldo Osorio

El género musical es escaso en el cine colombiano, tampoco ha habido una tradición en el teatro y, consecuentemente, el público nacional no es muy afecto a este tipo de narrativa, su desganada respuesta a los musicales que llegan de Hollywood es prueba de ello. Por eso, hacer una película como esta, que además proviene de una obra teatral, resulta una audacia y un riesgo. Aun así, Juan Carlos Mazo se atrevió a hacer una propuesta que buscó un equilibrio entre lo comercial y el cine de autor, por lo que resulta una película que puede ser amada u odiada, tanto por el grueso del público como por los espectadores más exigentes.

Todo empieza como otras películas que se desarrollan en los barrios marginales de Medellín: precariedad económica, violencia y jóvenes buscando su destino, generalmente tomando atajos: los hombres el del dinero fácil y las mujeres buscando a un marido para que las mantenga. Y así es que conocemos a Marta y Rubén, en un relato que salta entre dos tiempos con quince años de diferencia, los mismos que él estuvo en la cárcel. El resultado es una mujer solitaria y amargada que malvive y arrastra las consecuencias de sus decisiones y la frustración de la cantante que pudo ser y nunca fue.

La actriz Majida Issa se carga encima y con entereza todo el relato y canta esa primera canción que sorprende al espectador porque impone el código del musical sobre el del realismo social. Entonces hay que transitar por esa negociación que la película nos exige que hagamos a la par con el desarrollo del relato, donde debemos entender el artificio y hasta grandilocuencia de los momentos musicales combinados con el drama de barrio y sus consabidas adversidades.

Y aquí es donde está el riesgo de la película, en apostarle a que el espectador va a aceptar la inusual mixtura, y para lograrlo, se asegura de que ambos códigos puedan hacer el ensamble óptimo con ayuda de sus actrices y actores, del arte y la fotografía. La transición es llevada de la mano de su convincente protagonista y apoyada por luces que sueltan el realismo y abrazan la estilización, así como de un manejo del espacio escénico que juega tanto con los recursos cinematográficos como con la tramoya teatral.

El resultado es una historia dura y descorazonadora, que no le teme a los momentos de distención jocosa y de tierna empatía entre mujeres. Pero con el progresivo ímpetu con que avanza hacia su final el célebre Bolero de Ravel (que abre y cierra la narración), esta película intensifica sus últimos minutos, sin miedo alguno, hacia una truculenta tragedia final que adquiere un tono épico ayudado por las canciones. Aquí es donde el espectador, si quiere sentir y disfrutar lo que le propone la película, debe renunciar sus exigencias con el realismo y abandonarse al manierismo, estilización y arrobo del musical. No hay que olvidar que los géneros son juegos de la ficción y, si uno como espectador los juega sin prejuicios, va conectar más fácil con las intenciones del director.

 

 

Babylon, de Damien Chazelle

La gran ramera

Oswaldo Osorio

Esta película puede ser fascinante para un cinéfilo afecto a la mitología temprana del cine de Hollywood, pero también puede resultar extravagante, larga e insoportable para espectadores más desprevenidos o que disfrutaron del amorío melifluo y trillado de La La Land, dirigida por el mismo Chazelle. Y es que esta audaz y desinhibida obra es de esas que divide al público en dos, entre amores y odios. Este texto pertenece al primer grupo, el del cinéfilo que disfrutó su historia y excesos.

Es posible que el título haga alusión a Hollywood Babylon, aquel polémico libro del cineasta vanguardista Kenneth Anger, publicado en 1965, en el que relató la crónica roja y los escándalos de la Meca del cine desde sus inicios hasta mitad de siglo. Aunque la famosa ciudad mesopotámica fue centro de poder, cultura y progreso, fue por la nefasta herencia de la Biblia que solo trascendió a nuestros tiempos su remoquete de “La gran ramera”, una ciudad de lascivia y vicios. Su equivalente en el siglo XX fue Hollywood, en especial entre los años veinte y principios de los treinta, hasta cuando llegó aquel tristemente célebre código de autocensura, impuesto por el puritanismo de Hays, y terminó la fiesta de sexo, alcohol, drogas y elefantes.

Ese es el contexto social y moral de esta película. Pero todavía falta el cinematográfico, que tal vez sea el más apasionante de la abundante y accidentada historia del séptimo arte. Porque este periodo es, justamente, el de las luchas del cine por consolidarse como una industria y por ser reconocido como un arte. Es cuando hacer cine parecía como estar jugándose la vida en el salvaje oeste y, al mismo tiempo, aparecer en él era signo de fama y glamur. También fue la época en la que se posicionó el concepto de Sistema de estrellas (la base de la industria), se establecieron los grandes estudios y se dio el salto al cine sonoro. Después de esta turbulenta era, el cine de Hollywood se estabilizaría durante décadas.

Así que la primera decisión acertada de Damien Chazelle fue elegir este periodo para contar su historia. La otra fue escoger a sus cuatro personajes, en especial al del actor consagrado que empieza a ver su declive (Brad Pitt) y al de la joven vulgar que rápidamente se convierte en una estrella (Margot Robbie). Los otros dos son un trompetista negro, quien es una obvia alusión a Louis Armstrong y a la incursión del jazz en la banda sonora del cine; y un joven mexicano que, a fuerza de disciplina e inteligencia, comienza una prometedora carrera como productor.

Aunque el productor parece el protagonista, en realidad su función principal es ser el hilo conductor del relato y la excusa de la cámara para mirar a un lado y otro. Con él empieza la historia cuando el cine está cuesta arriba y bajo la mierda de un elefante, y con él termina cuando el cine es el principal mito del siglo XX. En medio de eso hay un universo de alboroto y trepidancia en el que son reconocibles innumerables referentes del periodo, ya sea como caricatura u homenaje: la muerte de una joven enfiestada con Roscoe “Fatty” Arbuckle, el despiadado chismorreo de la columnista Louella Parsons, el aura de poder del productor Irving Thalberg, el arquetipo de galán de Valentino, la forma de dirigir de Erich von Stroheim, la presencia de Alice Guy-Blaché tras la cámara y, entre muchos otros, las circunstancias de la llegada del cine parlante.

Este último evento es central en todo el relato y con él las muchas alusiones a Cantando bajo la lluvia, ese clásico de 1952 que ubica su historia en esa transición tecnológica y narrativa del cine. Chazelle, con un evidente amor y respeto por el filme de Gene Kelly y Stanley Donen, no solo recrea escenas, personajes y diálogos, sino que incluso reproduce apartes de él al final. Es un bello y coherente homenaje que emociona a cualquiera que tenga claro que ese es el mejor musical de la historia del cine.

Bueno, va mucho texto y todavía no he hablado de personajes o ideas más puntuales distintas al cine y su contexto en esta época. Pero es que esto es el verdadero centro del relato, aun los personajes de Pitt y Robbie, por más fuerza y colorido que tengan, son también un vehículo para reflejar asuntos más grandes que ellos, ya sea la cruel e indolente práctica de la industria de desechar, luego de sus quince minutos de fama, a quienes son su recurso más valioso, las estrellas; o tal vez ejerciendo el poder opuesto, al demostrar su facilidad para crear de manera inmediata, con ese mismo polvo de estrellas, a una famosa diva sin que se le note el pantano que trae en los pies.

Con todo y esto, es una película que prácticamente no cuenta con un argumento, no uno convencional. Es cierto que el personaje del productor jalona el relato, que dicho relato alternadamente pega en las bandas del galán y la diva, que eventualmente visita al trompetista, pero a toda la narración le interesa menos el avance de una trama que ir dando luz a ese gran fresco del cine, dicha ciudad y esa época, lo cual hace a partir de una seguidilla de escenas, ya sean pequeñas y de humor fácil (como la de la pelea con la serpiente), o disparadas y megalómanas (como la de la fiesta o de la mina), o incluso profundas y perfectamente escritas (como el encuentro entre la columnista y el galán).

Es cierto que tal vez se alarga un poco y hacia el final las cosas se salen de toda cordura, pero a esas alturas, y de acuerdo con el código propuesto desde el principio, cualquier cosa era válida o podía suceder, incluso ese directo flirteo con el cine experimental a manera de bombardeo visual del final, con el cual de nuevo quedó claro que la premisa de esta película era el cine mismo, su amor y pasión por las imágenes y la locura y fascinación por un periodo que nunca se volverá a repetir.

Aún estoy aquí, de Walter Salles

Serenidad y de eso no se habla

Oswaldo Osorio

Muchas veces la edad y la cinefilia pesan a la hora de ver una película y determinan su recibimiento y disfrute. Y no lo digo tanto porque las nuevas generaciones puedan asumir las historias y los temas con otros parámetros (ese es asunto de otro y difícil texto), sino porque lo que es nuevo para ellas resulta ser agua que hace muchísimo corrió ya bajo este puente. En otras palabras, los filmes sobre la represión de las dictaduras latinoamericanas nutrían generosamente el paisaje cinematográfico de mi juventud y de la cinefilia de entonces, por lo que ver ahora una película así es a otro precio.

La noche de los lápices, La historia oficial, Garage Olimpo, Amnesia, Los náufragos, Cuatro días en septiembre, La muerte y la doncella, Dawson: Isla 10 y tantas otras, fueron cintas que marcaron fuertemente mi juventud, incluso en una época tal vez más politizada que la actual. Por eso, ver una película como esta de Salles, que tan bien recibida ha sido internacionalmente, me deja una ambigua sensación, pues, de un lado, la obra de este brasileño rara vez me ha defraudado y, sin duda, estamos ante un relato muy hábil a la hora de contar su historia; pero de otro lado, el tono en que lo hace se antoja plano y un tanto ilustrativo, además de lo largo que se hace, sobre todo con sus varios finales.

Y no es que cada vez que se aborde este tema en el cine deba ser con los desgarrados lamentos –que aún retumban en mi recuerdo sin haberla vuelto a ver– de La noche de los lápices. Pero resulta extraño todo lo sutil y sugerente que puede ser esta película con tan ominoso tema, que no es otro que los actos de represión, tortura, muerte y desaparición que sufrió Brasil (y buena parte de Latinoamérica con el nefasto influjo de la Operación Cóndor) entre 1967 y 1985 bajo la dictadura militar.

Por momentos, y luego en retrospectiva, como espectador me sentí igual que los dos hijos menores y la hermana mayor de esta familia a la que le desaparecen al padre y le encarcelan a la madre: nadie les cuenta nada y, aunque saben que algo oscuro pasa, todo es silencio y ocultamiento. La base de esto puede ser la actitud serena y controlada de esta madre que, salvo por el episodio del perro, nunca se desmorona, aunque su mundo se esté viniendo abajo. Tal vez por eso, por ser ella el punto de vista, todo el relato avanza en clave distendida, sin mayores sobresaltos, apenas dando la información necesaria para entender la historia y su infausto contexto. Así que esa serenidad es lo mejor logrado de la ya muy elogiada interpretación de Fernanda Torres y, al mismo tiempo, es el factor que desdramatizó la tragedia de esta familia y de su país.

La película está basada en las memorias de Marcelo Rubens Paiva, hijo menor de esta familia, quien, además de contar los duros acontecimientos de principios de los años setenta, trae la historia de su familia y de su madre hasta el presente, con lo cual el relato avanza la situación de los desaparecidos, con pocos trazos y largas elipsis, al plano de los movimientos por la preservación de la memoria y las luchas por la reparación y contra la impunidad, algo de lo que carecen esas películas de mi juventud, por la falta de perspectiva temporal con los acontecimientos. Por eso es importante que estas historias se sigan contando, para que las nuevas generaciones lo tengan presente, o incluso para que recuperen esas otras viejas películas que trataron el mismo tema pero con otro talante.

 

 

Asteroid City, de Wes Anderson

La fugaz colorida estela

Oswaldo Osorio

Manierista y híspter son dos conceptos que bien pueden describir el cine de Wes Anderson. El primero, por su refinamiento visual que raya con lo artificioso, por su particular uso del color, la estilización en casi todos los niveles y el virtuosismo aplicando la técnica cinematográfica. El segundo, por el carácter intelectual en la elaboración de su cine, sin ser necesariamente profundo, por su tendencia hacia lo alternativo y su predilección por asuntos como lo vintage, lo ecológico y lo independiente. Y no estoy usando estos términos de manera peyorativa o desdeñosa, pero sí es posible ver en ellos, sobre todo en el primero, la razón de las probables limitaciones de su cine.

Esto se puede ver especialmente después de Moonrise Kingdom (2012), aunque en esta última película sube aún más la apuesta en ambos sentidos y, además, presenta su relato más insólito, menos realista (por vía de la ciencia ficción) e incluso juega con la metaficción, contando su historia en tres niveles narrativos y diegéticos distintos: televisivo, teatral y cinematográfico. El problema con este juego es que se pasa de complejo a complicado y uno termina preguntándose por la necesidad de haberlo hecho.

El filme trata sobre un grupo de jóvenes prodigio que llegan con sus padres a una pequeña ciudad en medio del desierto donde hay un observatorio astronómico. Como siempre, es menos la trama que cuenta que su interés por elaborar un universo con sus propias reglas y su preciso funcionamiento. También se concentra en las relaciones entre su coro de personajes, lo cual no quiere decir que haya una construcción demasiado compleja, todo lo contrario, se trata de seres más bien monolíticos, porque apenas si están trazados con unos pocos pero muy enfáticos rasgos. Son como bellos y coloridos personajes de lego que apenas si gesticulan y establecen una casi mecánica o hasta monótona interrelación con los demás.

Por eso, las emociones y sentimientos en esta película (como en otras) parecen más rótulos, pegados con un colorido papel en la frente de cada personaje, antes que esas elaboraciones propias del cine que nos pueden tocar hasta en lo más profundo del ser. Pero el cine de Anderson no nos toca de esa manera (tal vez solo en Rushmore, 1998, y en algunos momentos de Los excéntricos Tenembauns, 2001), sino que lo hace estéticamente. En este sentido, nadie puede negar que estamos ante uno de los directores más originales y mejor dotados de este siglo, en buena parte por las características manieristas mencionadas al inicio.

Y no es que sea solo un cine bonito, preciosista o decorativo, porque la construcción de su puesta en escena y las asociaciones visuales en algunas ocasiones pueden tener la fuerza y hondura del mejor de los diálogos o del personaje más complejo, pero eso ocurre solo esporádicamente, o tal vez contemplando en retrospectiva toda la experiencia estética que implica ver una de sus películas, en especial de la que se ocupa este texto.

En esta cinta, así como ocurrió en La crónica francesa (2021), se multiplican los temas de los que habla: El amor y el desamor, las relaciones familiares, el duelo, la perspectiva infantil, la incómoda paternidad, la relación con el conocimiento, la ética frente a cualquier oficio, la soledad, la vida extraterrestre, el teatro, las dificultades de la creación artística y hasta el significado de la vida, además de otros micro temas. Pero si bien se puede referir a esto de manera inteligente y con mucho ingenio (especialmente visual), así como con un humor muy sofisticado, naturalmente no lo puede hacer de forma sólida y extendida. De todo ello apenas quedan unas ideas brillantes y fugaces, una estela colorida en ese bello cielo azul que es la pantalla.

Wes Anderson parece un director que se ha concentrado en esos gestos y elementos que sus seguidores le han celebrado, en ese pequeño pero creciente mito estético que ha forjado en torno a él tanto la crítica menos escéptica como sus fanáticos en internet. Eso sin duda lo convierte en uno de los autores más identificables y únicos del cine entero, pero también en un director demasiado específico y con la limitante de que tiene más fuerza lo que muestra que lo que dice, lo cual, como experiencia estética, es muy encomiable, pero tal vez no tanto como la experiencia emocional y trascendental que puede llegar a ser el cine.

El árbol rojo, de Joan Gómez Endara

Una gaita recorre a Colombia

Oswaldo Osorio

Un adulto y una niña en una road movie es un esquema tan largamente visitado por el cine que tiene la obligación de decir algo nuevo o diferente. En este caso, ese punto A del que parten y el punto B al que llegan, además del recorrido mismo, ya por sí solos pueden ser las variables que le dan el aspecto diferencial a esta película, porque estos elementos definen, entre otras cosas, la cultura a la que pertenecen los protagonistas, la diversidad de nuestro país y los males que lo aquejaban hace dos décadas, que no han desaparecido, solo se han transformado.

Un hombre debe llevar a su desconocida hermanita desde un pueblito costeño hasta Bogotá, y los acompaña un joven aspirante a boxeador. Este tercer personaje es también un recurso adicional al esquema que le permite a la historia y al relato variaciones en sus posibilidades argumentales y dramáticas. Es cierto que toda la concepción del filme puede parecer un poco calculada, casi predecible, pero no lo suficiente como para arrebatarle a la película su capacidad para emocionar y sorprender, pero sobre todo, para hablar de esos asuntos de fondo que son planteados con la excusa del viaje.

Un primer asunto puede ser la frágil conexión entre estos dos hermanos separados por medio siglo de vida. La resistencia inicial entre ambos es palpable y apenas los conecta “un pedazo de palo”, esa gaita construida por su padre, de la que el uno no quiere saber nada (aunque la haya guardado tanto tiempo) y de la que la otra nunca se quiere desprender. Esa gaita es la encarnación de su “viejo”, pero también es la música que se esconde en ella y toda una tradición de su familia, del pueblo de San Jacinto y de la región Caribe colombiana. Con ese trasfondo de identidad tan potente y enraizado es difícil ignorar el vínculo entre la pareja protagónica, por lo que, inevitablemente, terminará imponiéndose como la razón de ser de esta historia.

El otro asunto es ese gran contexto al que nos introduce su recorrido. Signado por una precariedad material que condiciona su periplo, este trío arrastra sus anhelos y pesares por una ruta que se muestra ciertamente solidaria, aunque mayoritariamente resulta hostil. Se revela, entonces, un país de generosos paisajes y amigables personas con diferentes acentos, pero también un territorio plagado de mezquinos vividores, crueles paramilitares y autoritarios guerrilleros. Consecuentemente, se dibuja un relato sinuoso y variopinto en sus motivos y estados de ánimo, el cual hace emerger una diversidad de emociones y tonos narrativos que hacen de la película una experiencia entretenida y entrañable, un gran fresco de un país y de las relaciones entre las personas, a pesar de y gracias a ese contexto.

El paisaje, las actuaciones y la música son los elementos privilegiados para la expresividad de la película. Sin caer en el preciosismo, pero tampoco escamoteando la belleza de los paisajes tan disímiles, el relato y la cámara recorren el país dando cuenta de su diversa fotogenia y de una vastedad que refuerza el desamparo de los personajes; mientras que la relación y diálogos a tres bandas permite un amplio registro, que va desde la parquedad de las miradas y el mudo recelo, hasta la veloz espontaneidad del gesto y el lenguaje costeños; y la música, por su parte, es el hogar que los une y que mantiene presente su lugar de procedencia, aun cuando esa gaita esté rodeada de fusiles.

El árbol rojo del título y del que hablaba el viejo lo vemos en la imagen final y, a despecho de sus descreídos hijos, resulta toda una revelación. Ese árbol es la poesía materializada en una imagen efímera y solo visible para un juglar con sensibilidad, una sensibilidad que ese hombre y esa niña de la historia parecen haber heredado, aunque no se hayan dado cuanta todavía, pero la forma como termina la película es un indicio de que así es.

Aquí, de Robert Zemeckis

Mil planos en un encuadre

Oswaldo Osorio

Nunca he perdido la fe en Robert Zemeckis. Es uno de esos pocos directores de Hollywood de los que se puede decir que no tiene película mala, eso sí, teniendo en cuenta que muchas de ellas deben ser juzgadas con los parámetros del cine de entretenimiento. Aun así, muchos de sus trabajos han sabido situarse en ese difícil punto de equilibrio entre el cine comercial y aquel con valores cinematográficos (Volver al futuro, Forrest Gump, Contacto, Náufrago); pero, sobre todo, es un director (también como guionista y productor) que se ha arriesgado a expandir las posibilidades expresivas del cine experimentando, sobre todo, con la tecnología (¿Quién engañó a Roger Rabbit?, Forrest Gump, The Polar Express, Beowulf).

Aquí (Here, 2024) también cuenta con ese equilibrio entre lo comercial y lo artístico, así como con el riesgo de crear un relato cinematográfico que parte de una radical premisa narrativa y expresiva. Y digo cinematográfico porque tal premisa ya venía desde el cómic de Richard McGuire en el que se basa, el cual fue publicado como historieta de seis páginas en 1989 (de la que se hizo un corto en video en 1991) y luego como novela gráfica en 2014.

Tanto cómic como película son narrados desde un único encuadre que mira la sala de una casa y lo que se puede ver a través de la ventana. Aunque es un único espacio, el tiempo sí cambia constantemente, porque las historias que nos cuenta vienen desde que aquel lugar era habitado por los nativos americanos hasta la actualidad, por eso dicho espacio solo cambia significativamente cuando aún la casa no ha sido construida, por lo que el encuadre desaparece, pero no el punto de vista. Es como si una cámara hubiera estado apostada en el mismo lugar durante siglos. De ahí que uno extrañe de la adaptación de Zemeckis que no haya llevado el relato también hacia el futuro, como sí lo hace el original.

La película copia la superposición de viñetas propuestas por el cómic, un recurso que sirve para saltar de una época a otra o de una familia a otra de las seis que componen todo el relato. La gran diferencia es, por supuesto, el movimiento, que en la película logra un dinamismo fascinante, cargado de asociaciones, de tiempos simultáneos y discontinuos, y de transformación del espacio por vía de la puesta en escena, de la luz y de los personajes. Ese encuadre único se ve permanentemente enriquecido por un cinetismo desbordante y por una multiplicidad de planos diferenciados por su tamaño, ubicación y temporalidad.

Hasta aquí el riesgo formal, jugueteo narrativo y búsqueda expresiva, porque al hablar de su contenido el entusiasmo disminuye un poco. Son cuatro familias las que ocupan la casa, una quinta que vive al frente y otra más que vivió en ese territorio. La historia de la familia nativa americana está apenas esbozada desde su inicio hasta su final; igual la del hijo de Benjamin Franklin a finales del siglo XVIII; la familia del aviador aficionado, que ocupó la casa por primera vez a principio del siglo XX, da cuenta de un corto periodo; igual ocurre con el inventor y su pareja en los años cuarenta; pero es la familia Young, que compra la casa después de la Segunda Guerra, en la que más se centra el relato; para, finalmente, mostrarnos solo unos episodios de una familia afroamericana a la que le toca la pandemia del 2020.

Con toda su heterogeneidad de tiempos, circunstancias y personajes, la película apunta a una reflexión de fondo sobre el hogar, que es a través de la familia y de la casa la forma ideal de ser representado o materializado. El hogar está donde están los afectos y estos suelen coincidir en la misma casa. Así mismo, las diferencias generacionales y la memoria cruzan todo el relato. Aunque se echa de menos que el contexto social y político se hubiera dejado tan al margen de la historia, pues solo algunos grandes acontecimientos, apenas mencionados, sirven para referenciar el tiempo calendario, sin que afecten dramáticamente mucho a los protagonistas. En realidad, la temporalidad debe ser deducida a partir de los elementos de la puesta en escena (en especial el vestuario, los electrodomésticos, los carros y los enseres) y, en menor medida, por la música.

Tal vez lo que menos sorprende es ese relato central, el de la familia Young, de la que presenciamos su historia de seis décadas y tres generaciones. Resulta más bien obvia y cargada de lugares comunes, aunque no se puede negar que, dentro de su convencionalismo, la narración sabe manejar muy bien los ritmos de acción, humor y emoción. Y claro, está ese guiño adicional de ver a los dos actores de Forrest Gump (Tom Hanks y Robin Wright) juntos de nuevo y rejuvenecidos con esa técnica digital que dada vez se afina más, aunque aún dista de ser perfecta.

El caso es que, si bien con sus temas y anécdotas no es que esta película presente nada nuevo ni muy elaborado o profundo, definitivamente su propuesta estética y narrativa, heredada del cómic y potenciada por el dinamismo del cine, resulta siendo un deleite para los sentidos y muy estimulante y sorprendente como relato, el cual es envolvente, ingenioso y exigente con la atención y el juego de asociaciones.

Anhell69, de Theo Montoya

Cine trans del no futuro

Oswaldo Osorio

Medellín es una ciudad tanática, al menos en lo que respecta a su cine. El discurso oficialista y el querer ser de sus habitantes puede hablar de la “Ciudad de la eterna primavera” o de la “Tacita de plata”, pero el cine, y el arte en general, no se conforman con ese optimismo bobalicón y, generalmente, buscan mirar sus problemas de violencia con sentido crítico, o al menos catártico. Esa idea del No futuro, asociada a la violencia y que fue implantada por Rodrigo D, en esta película de Theo Montoya da una vuelta de tuerca y se hace extensiva al presente y a la comunidad cuir, y lo hace de una forma tan original como desoladora.

El mismo director la define como una película híbrida, o trans, por hacer un juego de sentidos entre la naturaleza de sus personajes y la combinatoria de recursos narrativos, los cuales oscilan entre el documental, la ficción y el cine ensayo. También es una historia distópica y una película autorreferencial, así como meta cine. Y tal vez su principal virtud se encuentra en la capacidad de crear una obra orgánica y con una identidad única a partir de todos estos tonos y elementos.

Una voz en off guía el relato y lo conecta todo a partir de la lógica de un discurso ensayístico donde las reflexiones sobre la marginalidad, la violencia de la ciudad y la reconstrucción de una película fallida, se combinan con el personal punto de vista del director, quien además está en el centro de la imagen en tanto recorre la ciudad en un ataúd que viaja en un carro mortuorio conducido por el cineasta Víctor Gaviria. De manera que en ese carro viajan el No futuro del pasado y del presente, porque la presencia de Gaviria opera como un manifiesto homenaje de admiración a su cine, pero también como el punto de partida de esa panorámica de violencia, marginalidad y muerte que propone la narración.

Pero si hace más de tres décadas este No futuro estaba representado en el nihilismo punk y en la vida violenta y delincuencial de unos jóvenes de esa otra ciudad sin oportunidades, en Anhell69 nos encontramos con unos milenials cosmopolitas que viven su propia marginalidad, ya sea por su vinculación con las drogas, su visión pesimista o pasotista del futuro o incluso por su alienación con las redes sociales. Habrá quién se pregunte por la relación de su orientación de género con esta actitud, pero es evidente que a la película no le interesa hacer un especial énfasis en esto. Es posible que el de hecho de pertenecer a la comunidad cuir solo obedezca a la eventualidad de que son amigos de este director y que ese No futuro, ahora de una clase media digitalizada, sea algo generalizado en un amplio sector de la juventud.

Y es que más que un rigor antropológico o histórico, esta destellante pieza busca crear una poética oscura y disruptiva, un amargo lamento que termina en grito por vía de esas imágenes sugerentes y llenas de potencia, así como por el testimonio que tiene la fuerza de unas declaraciones enriquecidas por esa doble faz de, por un lado, aquellas crudas y sin afeites obtenidas en un casting, y por el otro, esas que se hicieron para la película, que tienen algo de performativo.

Theo Montoya siempre ha sido un disidente con su trabajo, desde sus aguerridos y punketos videos con su colectivo Desvío Visual, hasta el corto Son of Sodom (2020), que es la simiente de este largo. La inclusión del estallido social del 2021 en su relato es un indicio de ello, así como ese concepto de espectrofilia (la vinculación afectiva y sexual con fantasmas en una distópica Medellín), el cual funge como elocuente metáfora para esa generación que retrata y que viaja contradictoriamente al filo de la muerte, del No futuro, del hedonismo y de las ganas de comerse el mundo.

De manera que esta es otra película sobre Medellín hecha de marginalidad, violencia y realismo, con tantas cosas en común con las que le preceden, pero, al mismo tiempo, tan diferente a todas ellas. Es el hechicero del siglo XXI que le cambió el orden a los ingredientes, les sumó otros y creó una nueva pócima, igual de amarga y verdadera, pero tal vez con unos efectos que tal vez nos permitirán ver este mundo y esta ciudad de otra forma.

Ana Rosa, de Catalina Villar

La libertad borrada

Oswaldo Osorio

Los mecanismos de control y represión del sistema patriarcal sobre las mujeres han sido diversos. Históricamente se han destacado el religioso y el político, pero uno de los más taimados e hipócritas ha sido el médico, respaldado por disciplinas con pretensiones de ciencia y legitimadas por la institucionalidad galena. Esta película es, al tiempo, una historia familiar, una investigación documental, una denuncia de esa represión médica y la reivindicación de una mujer.

El documental es dirigido por Catalina Villar, una cineasta y formadora de larga trayectoria, tal vez ya más francesa que colombiana, pero eventualmente regresa a contar historias de su país. Empezó con un reconocido trabajo, Diario de Medellín (1998) y en 2017 codirigió con su esposo, Yves de Peretti, Camino, un documental que, como preludio, dialoga con Ana Rosa, porque habla de las relaciones de la psiquiatría con la ciencia, el poder y la norma.

Todo empieza con el hallazgo de una foto, el único vestigio de la abuela de la directora, de quien solo sabía que tocaba el piano y que le habían hecho una lobotomía. Con estos tres datos Villar se lanza a una pesquisa con familiares, archivos y expertos para conectar esa historia familiar con aquella hórrida práctica médica. La primera certeza es que a Ana Rosa la habían borrado de la historia, entonces ese se convierte en el principal propósito del documental, reescribir la biografía de esta mujer y las razones de esa vergonzosa y vergonzante invisibilización.

Sin que el documental sea especialmente atractivo cinematográficamente, ni en su concepción visual ni en sus formas narrativas, su talante de trabajo investigativo lo hace un relato cautivador y revelador, pero también indignante cada vez que va arrojando luces sobre la vida de Ana Rosa y las prácticas en relación con la salud mental, no de las personas, sino particularmente de las mujeres en aquella época. También se destaca la voz de la propia directora conduciendo ese relato con sus preguntas y reflexiones, tanto sobre su abuela como sobre tales procedimientos de la neurocirugía y el contexto social que las aprobaba y luego las silenciaba.

Sorprende aún más de esta historia quiénes fueron los que autorizaron su lobotomía y las veladas razones para hacerlo. Sorprende también el premio Nobel que le dieron al médico que inventó el procedimiento, así como tantos otros datos y circunstancias de esta infortunada historia. Bueno, por lo menos ahora nos sorprenden e indignan esas cosas, un indicio de que los tiempos han cambiado, pero las luchas por la equidad de género necesariamente perviven, aunque ya no sea frecuente que se borre la existencia de una mujer a causa de su “notable daño al buen servicio”.

Amando a Martha, de Daniela López

Para romper con el silencio

Oswaldo Osorio

No importa que un tipo de cine o narrativa nos tenga al borde del agotamiento y el hastío, porque si la película tiene algo que decir y lo hace con convicción cinematográfica, siempre bienvenida será. Eso ocurre con este documental de Daniela López, otro relato más, de los tantos que ha tenido el cine colombiano de la última década, donde se impone la voz de la propia cineasta hablando de su familia. En este caso se trata de su abuela y el duro testimonio de maltrato que padeció, pero que es contado aquí con riqueza de recursos, así como con lucidez y contundencia en la reflexión de fondo que propone.

Martha fue vejada y amenazada, durante casi cuatro décadas, por Amando, su marido con paradójico nombre para esta historia. Era maestra, y tal vez por esto tuvo una mayor consciencia de lo que vivía, aunque eso no le sirvió para librarse a tiempo de su verdugo, solo para soportar su carga haciéndola manifiesta a través del lenguaje, ya fuera de grabaciones de audio, un diario y cartas a su familia. Este material, junto con fotografías y grabaciones de video, testimonian el martirio de esta mujer, quien, igual que muchísimas otras, fue víctima de una violencia de género enquistada en un mundo patriarcal, el cual tiene aun mayor peso en una región como Antioquia.

Pero lo peor de esta violencia de género es el silencio impuesto por esa cultura patriarcal y por un absurdo sentido de vergüenza que acalla cualquier voz al interior de las familias. Aunque esa cadena de silencio la empieza a romper Martha con el registro de sus palabras, y a este gesto liberador le da continuidad su nieta, amplificando su voz con este relato cinematográfico. Amabas son conscientes de lo que significa su transgresión y ese es siempre uno de los principales cuestionamientos que tiene este cine autorreferencial: las sensibles y difusas líneas que se pisan o se cruzan, tanto desde lo ético como lo emocional, en relación con el círculo familiar.

Pero la causa mayor suele imponerse, y en este caso es reivindicar a Martha, resarcir, aunque sea simbólicamente a través de la película, todo ese dolor, físico y emocional, que padeció, así como superar ese silencio cruel que terminaba siendo más oneroso que el maltrato mismo. Es por eso que este documental produce unas sensaciones encontradas, pues, por un lado, resulta una historia de vida tremendamente dura y hostil, y por otro lado, está todo ese proceso de liberación y resiliencia al que la película termina contribuyendo y, cualquiera esperaría, dándole cierre.

No obstante, los planes de Daniela López con esta pieza van más allá del caso de su abuela, porque con su propia voz, que no oculta su pesadumbre y desazón, pone en cuestión el estado de cosas para con las mujeres como su abuela, no solo frente a ese hombre maltratador, sino también ante el silencio y hasta la anuencia cómplice de la familia, así como con relación al contexto social y cultural que alienta, justifica y oculta este tipo de comportamientos.

Esta voz lo que hace es amalgamar un relato en el que sabe incorporar todo ese material que le proporcionó su abuela, así como su diálogo (incluso con cierto grado de confrontación) con fu familia, y además, una amorosa cercanía y solidaridad con Martha, su historia y su ser. Por esos se trata de una película sólida e inteligente en su construcción, que es capaz de trascender un caso específico para denunciar un inveterado comportamiento social, y al mismo tiempo, ser un relato íntimo, cálido y entrañable.

Pink Floyd at Pompeii – MCMLXXII

Voces del pasado, sonidos que resuenan en el presente y cuentan historias del futuro

Mario Fernando Castaño

Como si de un portal interdimensional se tratase, la experiencia de revisitar este histórico encuentro con una banda legendaria como lo es Pink Floyd es alucinante, el tiempo no existe y la belleza de una eterna juventud a gran escala audiovisual se presenta al igual que las sensaciones se repiten como si fuese la primera vez. La magia del cine ha logrado capturar al espectador en un viaje hacia un tiempo que ya quedará impreso para inspirar a nuevas generaciones.

El permitirse revivir esta obra remasterizada en sonido e imagen en formato IMAX es un regalo para la vida de todo fanático de esta icónica banda británica. Este documental, filmado entre 1971 y 1972, y dirigido por el cineasta Adrian Mabel, remite a la presentación privada de la banda en el anfiteatro de Pompeya, Italia, con algunas escenas de la preproducción realizada en París para el mítico álbum The Dark Side of the Moon (1973) y la curiosa sesión de Blues con el perro Nobs interpretando Mademoiselle Nobs. Steven Wilson (Porcupine Tree), músico inglés conocido en el gremio del Rock Progresivo actual, se ha encargado de remezclar el sonido, producto pensado para salir a la venta a partir de mayo de 2025 en Blu-ray, CD y vinilo, formatos en los que nunca se había reproducido este histórico momento de la música.

A nivel visual, esta producción permite apreciar detalles que antes pasaban desapercibidos, como esas cómplices miradas entre los músicos advirtiendo que algo nuevo pasaría, al igual que invita a admirar el aspecto vanguardista de sus inmersivos planos, los movimientos de cámara, la segmentación de la pantalla en varias partes y las acertadas decisiones al elegir el momento indicado, capturando la orgánica naturalidad de estos momentáneos lapsos de tiempo.

También se incluyen apartes cotidianos que brindan otra mirada acerca de lo que se veía venir a años de su separación, como por ejemplo, cuando el guitarrista David Gilmour aclara con cierta inocencia que las diferencias internas ya estaban superadas, a la vez que se vislumbra la personalidad egocéntrica de Waters al sugerir que otra banda con los mismos equipos que ellos utilizaron no darían resultados tan perfectos, algo en lo que no estaba tan equivocado después de todo.

La psicodelia no podía estar ausente y acá se presenta en forma de un orgasmo visual y sonoro a 4K logrando una novedosa mirada y hasta más, a pesar de que los fans se han devorado hasta la saciedad este documental… pero nunca a este nivel.

El setlist contiene más canciones que otras producciones que se lanzaron anteriormente, demostrando, de paso, que no se necesita de la más avanzada tecnología para crear música innovadora que comunique el verdadero sentido del arte al momento de transmitir sensaciones, además de demostrar el talento indiscutible de Nick Mason en la batería, Rick Wright en los teclados, David Gilmour en la guitarra y Roger Waters en el bajo, en donde cada intérprete desata virtuosismo a su modo, con violencia y sutileza en su interpretación. Ellos logran llegar a lo más profundo de nuestra psique teniendo como testigo las misteriosas ruinas de una antigua ciudad arrasada por el volcán Vesubio hace ya casi dos siglos, allí un frenesí de colores danzantes atrapa el tiempo en una burbuja, para luego liberarlo e invitarnos nuevamente a ese antiguo escenario y participar del ritual junto con esas miradas del pasado, permitiéndonos sentir y experimentar la belleza innegable de su música.