Las medias se lavan los sábados

Por: Susana Calle Zapata

Comunicación Social – Periodismo

Universidad Pontificia Bolivariana

Susana Calle Zapata Colgadas en el tendedero, las medias blancas e impares, eran una insignia más confiable que el calendario para avisar que el sábado había llegado. Era lo primero que me ponía en las madrugadas y lo último que me quitaba en las noches, entonces mi madre no podía lavarlas entre semana porque al siguiente día no estarían secas. Fueron esos mis primeros actos de rebeldía, jugar con ellas puestas la tarde entera ignorando sus peticiones.

 

En las mañanas veía la teoría de las historias en el pizarrón, me pedían usar letras y signos de puntuación. Sin embargo, en las tardes prefería la práctica, buscar cómo se sienten los verbos, a qué saben los adjetivos y cómo suenan los sustantivos. Estas investigaciones surgían en el hogar de mi abuela, imponente y florecido; el hábitat de la curiosidad. Era una casa esquinera en Envigado, de dos pisos, con escalas de madera, baldosas rojas, patio y jardín. En este último reposaban una planta de ají dulce, una tomatera, un horno de leña y una pequeña fuente que solo era prendida en los días calurosos, para que Manuela y yo jugáramos.

Toda la casa estaba custodiada por un curazao rosado y unos arbustos de limoncillo. Entonces, en estos lugares donde los límites entre la arquitectura y la naturaleza se difuminaban, las medias nunca podían estar limpias. Siempre cargaban manchas de tierra y sufrían pequeños agujeros en el lugar de los talones y cuando los primeros se oscurecen y los segundos se agrandan, mi madre sabía que se aproximaban las vacaciones. 

Pero en las tardes de abril, mi hermana y yo corríamos por nuestro mundo de paredes blancas, con las camisas del colegio desabotonadas y las faldas manchadas de chocolate. 

Como pistas de nuestra felicidad dejábamos cabellos e hilos provenientes de las medias deshilachadas en el camino. Mi abuela se encargaba de barrer cuando nos quedábamos dormidas en su cama o en los sillones, para que después de la siesta encontráramos todo limpio y pudiéramos seguir jugando. 

 

Cuando comenzaba a atardecer mi madre nos recogía y nos llevaba a casa. Ambas con los zapatos perfectamente puestos para que ocultaran las pruebas de nuestras travesuras. Una vez en casa y mientras hacía la tarea de español en compañía de mi madre, contaba los minutos para ir nuevamente a visitar a mi abuela y me prometía, a mí misma, que mañana no jugaría con las medias puestas. 

 

Sin embargo, esas promesas se desvanecían cuando el sol volvía a aparecer y veía como mi hermana, al llegar del colegio, se quitaba los zapatos sin desatar los cordones y empezaba a correr hacia el jardín. Sabíamos que la primera en llegar podía arrancar los limones o regar las orquídeas y a cambio de eso mi abuela le daba como premio el primer trozo de pan recién horneado. Entonces, con las manos sucias, nos sentábamos a tomar el algo, a conversar y a escuchar cantar a los pájaros. 

 

Ese era el único momento de quietud del que disfrutábamos Manuela y yo, porque una vez acabábamos de comer, corríamos al segundo piso y empezábamos a crear historias, personajes y recuerdos. Mi abuela, por otro lado, se iba a preparar la masa de pan del día siguiente y esa era la magia de nuestra cotidianidad, nuestro pequeño pedazo de felicidad. 

 

Nunca supe a dónde iban los pares de mis medias blancas, entonces tenía que regresarme a mi casa con una media puesta y la otra no. Antes de subirme al carro, mi abuela siempre me prometía buscarlas y dármelas al día siguiente para que mi madre no me regañara el sábado, al darse cuenta de que el número de medias colgadas en el tendedero era impar. Pero nunca recuperé ninguna.

 

 

Hoy, años después, me enfrento al reto de combinar en un salón de clase la teoría y la práctica de las historias para los jóvenes de Prensa Escuela. Debo lograr que sientan por ese salón lo que yo sentí por la casa de mi abuela. Deseo que desde esas cuatro paredes regresen a aquellos momentos que hicieron a su alma suspirar y solo espero que en el camino, pierdan una que otra media, para que sientan lo que es crear con libertad. 

 

Miradas para desmontar prejuicios

Por: Lara Olivares Matulick 

Colegio Marymount

Mi llegada a Colombia en el año 2020 marcó el inicio de una experiencia enriquecedora que me permitió adentrarme en un mundo completamente distinto al que conocía en España. Todo comenzó cuando mi padre recibió una oferta laboral que nos llevó a tomar la decisión de trasladarnos a este hermoso país en Sudamérica. Súbitamente, el viaje que originalmente estaba programado para julio se retrasó debido a la pandemia, y finalmente, nos encontramos volando hacia Colombia en el mes de diciembre.

En aquel entonces yo era una estudiante de quinto, estaba empezando middle school, secundaria, y la adaptación a mi nueva vida no fue tan sencilla como esperaba. Al principio me sentí un poco rara por las diferencias que percibía en mi nuevo país. La gente en Colombia tenía una manera diferente de hablar, comer, vestirse y vivir la vida. El acento y algunas palabras locales me resultaban desafiantes de entender al principio.

Uno de los aspectos que más noté en Colombia fue la diferencia social en el colegio. Al principio, me costó hacer amigas y me di cuenta de que no era muy querida por algunas de las niñas de mi clase. Me resultaba difícil entender por qué, hasta que, después de un tiempo, descubrí que había un prejuicio notable en algunas de ellas: al parecer, creían que mis ancestros eran los conquistadores españoles que habían llegado siglos atrás. 

Este descubrimiento me llevó a reflexionar sobre las relaciones interculturales y cómo la historia influye en las opiniones de las personas. A medida que fui conociendo más acerca de la historia de Colombia y su lucha por la independencia, me di cuenta de la importancia de ser consciente de nuestras diferencias y así tratar de aprender y respetar la cultura de mi nuevo hogar.

Con el tiempo, estas barreras comenzaron a desaparecer y logré establecer buenas amistades con mis compañeras de clase. La experiencia de vivir en un país con una historia y cultura tan distintas a la mía me ha enseñado a valorar la diversidad y a saber apreciarla. Colombia se ha convertido en mi segundo hogar y mi vida aquí ha sido una lección de adaptación a las diferencias culturales y sociales.

 

Voltear las cartas

Por: Susana Restrepo Velásquez

Colegio Marymount

Había una vez una niña bastante insegura de sí misma que decidió participar en un taller en la Universidad Pontificia Bolivariana. Ella consideraba que esta oportunidad beneficiaría su futuro, o eso decía, le daba vergüenza admitir que le fascina escribir. 

Tenía miedo de que le pusieran apodos y de que lo que hiciera fuese juzgado. Ella vivía en una película, muy lejos de la realidad. No tenía ni idea de que este taller le cambiaría la perspectiva sobre muchas cosas. 

El detestable viernes en el que iniciaría todo llegó. Ella se había vestido cuidadosamente: llevaba una camiseta de Guns n’ Roses, esperando charlar con alguien sobre esa banda. Su madre le dijo que se veía muy bien, y salieron para el taller. 

Al llegar a la Universidad, la mamá dejó a la hija con una tallerista y otros estudiantes que iban a ser sus compañeros. Ella quería hablarles, conocerlos y hacer amigos, pero la vergüenza la derrotó. Pasó el rato aburrida. Quería hablar, pero las palabras no salían. Y así fue como ella vivió el taller hace un año, queriendo que se acabara, que su mamá la llamara para salir corriendo a la portería. El problema no era el taller, ni los compañeros, sino su timidez. Y aunque ella parecía débil, nunca lo fue, solo estaba convencida de que lo era: al final del taller del 2022, su texto fue publicado. ¡No se imaginan cuánta emoción la embargó en ese momento!

Esa niña era yo. Soy una persona bastante sociable, extrovertida. Ando feliz por las calles e intento hacer bromas para animar a cualquiera. Doy cumplidos, y hablo hasta por los codos. Por eso es difícil creer que una vez fui esa niña. Ella ya no existe, claro, solo fue una versión de mí que no me enorgullece, aun así, no la quisiera borrar, es más, cada vez que veo al pasado me siento feliz de que ya no soy así, de que me convertí en una persona mejor y más segura. Pero lo que más me alegra, es que después de horas gastadas en el celular, llegó ese mensaje que estaba esperando: volvería a El Taller Prensa Escuela 2023. Estaba muy feliz; nerviosa, pero no como antes. Estaba segura de que iba a hacer amigos. Pero entonces, ¿por qué seguía con nervios?

El viernes llegó más rápido que nunca, como si me estuviera esperando. Salí temprano de clase, lo cual fue un alivio. Pero cuando el bus llegó, mis nervios volvieron. Me senté atrás, miré de reojo, y comencé a admirar cómo el conductor había decorado su puesto, me imagino que todos hacen lo mismo. Algunos tendrán dados gigantes colgando del retrovisor, pero este tenía un dije de la Virgen María bien puesto. Abstraída en esos pensamientos, el dichoso bus empezó a dar pasos con timidez hasta aproximarse a la entrada de la universidad. Salí y sentí un deja-vu al instante, pero eso no me iba a derrumbar. 

Caminé y caminé hasta llegar a mi bloque. El ascensor se demoró demasiado, y apenas llegó, una cantidad de gente se lanzó para entrar. Llegué a mi salón, no había nadie, entonces esperé. Sentía que esta era la única oportunidad de crear una buena impresión. Me senté atrás y muy pronto comenzó el taller. Me sorprendió el entusiasmo con el que nos saludaron nuestros talleristas, ya veía un buen comienzo. 

Los talleres se convirtieron en una de mis cosas favoritas. Salir en mitad de clase los viernes, montar en el bus con mis amigas del colegio para encontrar a las amigas que hice en el taller. No era fácil confiar en el tiempo, porque para mí las sesiones se acababan muy rápido y esto me encantaba porque era señal de que no la paso mal.

Al final, logré voltear las cartas completamente. El año pasado no hablé con nadie, y era de las más calladas del salón, pero aun así conseguí crear un texto increíble. Ahora soy de las más sociables del taller, pero no he escrito nada. Salí a caminar para ver si algo llegaba a mi cabeza y lo único que encontré fue un par de cigarrillos aplastados en la acera. Volví y me encerré en mi cuarto pensando en cómo haría esta historia lo suficientemente interesante. Entonces decidí hablar de Prensa Escuela: de cómo conseguí cambiar el juego para, en serio, divertirme.

 

 

La alegría entre bulla y pavimento

Por: Samuel Vásquez Ramírez

Cosmo Schools

Me encanta rememorar vivencias del pasado, aunque algunos recuerdos no son claros en mi mente, porque apenas era un niño pequeño cuando los viví. Un recuerdo muy especial, al que le tengo mucho cariño, es al día en que acompañé a mi abuela al Centro de Medellín a hacer unas vueltas en un edificio en la plazuela Nutibara. Era yo apenas un niño que no pasaba de los siete años, tal vez menos. Ese es uno de los primeros recuerdos que conservo del Centro de Medellín, que en aquella ocasión no me agradó mucho. 

Lo recuerdo de manera difusa, como un sitio ruidoso, de calles polvorientas, difícil de caminar debido al calor del mediodía, al sol que hacía hervir el pavimento como si fuera un pedazo del mismísimo infierno. Hoy, mientras estoy nuevamente en el corazón de la ciudad, cerca de las Torres de Bomboná, escribiendo esta historia, y con más del doble de edad que tenía aquel día lejano, me doy cuenta de la forma tan radical como han cambiado mis percepciones. Soy consciente de que el Centro sigue siendo igual de ruidoso y probablemente más congestionado que cuando lo visité por primera vez, y, sin embargo, ya no lo veo como el lugar exasperante que fue para mí en aquella ocasión; sé que el Centro guarda dentro de sus límites todos los males habidos y por haber, pero de la misma forma resguarda también toda la esencia de nuestra cultura. 

Me encanta caminar, aunque no lo haga muy frecuentemente, por sus amplias avenidas y estrechas callejas que recuerdan a Medellín cuando era tan solo una villa que emergía entre las impenetrables montañas de Antioquia, en contra de los deseos de los ciudadanos de la antigua capital de la región: Santa Fé de Antioquía. Me deleito viendo los edificios y pasando junto a sus plazas, todas con orgullosos nombres de santos y próceres de la patria. 

A pesar de que vengo al Centro todos los días a estudiar, siento que no lo conozco, o mejor dicho, no lo vivo lo suficiente, porque paso fugazmente por sus calles. Para conocerlo realmente, es necesario tener alma de vagabundo, caminar sin dirigirse a ningún lado, sin rumbo fijo. 

En el Centro soy capaz de encontrar la felicidad. No me hace falta caminar por la Quinta Avenida de la ciudad de Nueva York, y eso no significa que no me encantaría, para disfrutar de un buen rato, pues me conformo con transitar por la Avenida Oriental, deslizándome sobre el pavimento, mirando los edificios con cara de bobo y teniendo la misma capacidad de contemplación de quien viene a la ciudad por primera vez, sin más preocupaciones que mirar hacia donde voy, mientras cruzo la esquina de la Oriental con La Playa, sin traer entre manos nada más que un buñuelo y una botella de Coca Cola.

 

Mi cobi de ranas

Por: Amalia Gallego Trujillo

Colegio San Ignacio de Loyola

Es agosto del 2006 y llegan dos cobijitas al apartamento 201 en el edificio Rincón de San Lucas de Medellín. Aún faltan cuatro meses para que las bebés, sus destinatarias, nazcan, pero los vecinos de aquella pareja de casados parecían no poder esperarlas. A pesar de que a los dos meses mis papás se mudaron a otro lugar en El Poblado, aquellos vecinos estarían siempre conectados a nuestra familia, sin ser conscientes de ello.

Cobi” es una de las primeras palabras que aprendí a decir. Es lo que me cubrió en mis primeras noches de vida, además de los brazos de mi madre, convirtiéndose luego en su reemplazo. Es de esas cosas que una dice “guardaré esto para mostrárselo a mis hijos”. La Amalia con unos pocos minutos de vida no pesaba más de 2500 gramos, y medía unos 37 cm. 

Lo primero que hice cuando llegué al mundo es lo que todo bebé hace: aprender texturas con lo que desde el inicio sabe usar, la boca. Como toda investigadora, me dediqué a explorar mi sábana, la madera alrededor de mi cuna, la piel de mi mamá, la compota y, especialmente, mi cobi. El momento en que aquel pedazo de tela entró a mi boca lo podría describir como el momento en que una es consciente de que es consciente, cosa que cambia nuestra química cerebral pero nadie recuerda con exactitud cómo y cuándo pasó. La pequeña científica descubrió algo que cambió todo, ¡la cobija no era suave, como la sábana! Tampoco era fría y lisa, como la madera… no habría forma de describirla hasta que aprendiera algunas palabras. 

Lo útil de aquel experimento era que había descubierto una herramienta perfecta con la que podía rascarme las encías donde brotaban pequeñas puntas de dientes de leche. Desde entonces el lado de la cobi que tenía esa textura extraña fue mi favorito.

En esas épocas donde no podía conciliar el sueño sin una historia larga de la abuela, fue que me di cuenta de que mi cobi tenía ranas. ¡Ranas! Era a lo que más le tenía miedo mi hermana melliza. La sorpresa que sentía fue rápidamente reemplazada por emoción cuando mi abuelita continuó la historia que contaba con las ranitas como personajes principales. Desde esa noche fueron las estrellas de mi atención, mis compañeras, mis ovejitas para contar y poder dormir. Mi cobija progresó: pasó de llamarse simplemente “cobi“, a llamarse “cobi de ranas”.

Pero todas las noches había un conflicto, un evento que no me permitía dormir en paz. Cuando mis cuidadores me cobijaban, no tenía forma de decirles que no quería el lado suave y aburrido, ¡eso nunca! Quería el otro lado, el lado… el lado… Ninguna palabra encajaba con lo que quería decir.

Todas las noches intentaba unas diferentes, a ver si me entendían. Probé con “chuzudo” y “puntiagudo”, pero sabía que no eran porque sonaban dolorosas. Recuerdo las risas de mi hermana. Me sentí un genio cuando dije “picante”, porque era parecido a lo que sentía en mi piel cuando me movía bajo mi cobi de ranas. Pasó un tiempo hasta que resolví el misterio que me carcomía: “¡Carrasposo!” Fue como el primer momento “eureka” que tuve en mi vida.

Noche tras noche, mi cobi de ranas era mi compañera fiel. Los días pasaron a semanas, las semanas a meses y los meses a años. Un día, cuando tenía como 10 años, pasó algo de pesadilla. Había salido de mi casa lista para subirme al bus que me lleva al colegio, un largo trayecto porque queda en Laureles, con mi cobija alrededor mío. No podía creerlo; recuerdo que sentí mi cara caliente cuando supe que todos me habían visto. Mi yo pequeña se propuso hacer algo: desapegarme un poco de mi cobi. Una decisión dura, respaldada por el hecho de que me habían dado piojos y tenía que guardar toda cosa de tela cercana a mí para que se librara de esos animales. Dicho y hecho, pasaron uno, dos, tres días y nada. Empezaba a sufrir la separación; ninguna cobija de grandes se sentía tan bien. Pasaron dos semanas hasta que pude volver a disfrutar de mi cobi. Pero, cuando volví, no se sentía igual que antes.

Este evento desencadenó un tren de pensamientos, pero todos llegaron a la misma conclusión. Estoy creciendo mucho, y si crezco más no voy a poder cubrir mi cuerpo completo con mi cobi. No había peores noticias en ese entonces. Ser bastante más alta que el resto de mis compañeros ya me había traído muchos problemas; me sentía diferente y excluida, indeseada y extraña. Nunca había llegado a pensar que me podría afectar así también. Crecer daba miedo, y ahora aún más. La cobi de ranas era como el siguiente nivel después del cálido cuerpo de mi mamá. Si era muy grande ya para eso también, ¿qué seguiría? ¿Dormir sin nada?

Aquella cobija, si pudiera, hablaría de mi crecimiento mejor que mi propia madre. De cubrir a una bebé que podía envolverse fácilmente unas 5 veces en ella, pasó a ver cómo aquel cuerpecito fue creciendo poco a poco, centímetro a centímetro. La mejor descripción para el rol que juega la cobi en mi vida es esta: es un abrazo que ha sentido cómo mi cuerpo cambia bajo sus brazos. 

Cada centímetro que crezco es uno más que estiro mi cobi de ranas, que por cierto ya no tiene varias costuras que impedían tensarla al máximo. Me convertí en experta en calcular cómo cubrir una mayor parte de mi cuerpo con la pequeña cobija. Aunque en momentos pensé en dormir lo más acurrucada posible para que me arropara el cuerpo entero, he ido aprendiendo a aceptar que es algo que no puedo evitar. Seguiré creciendo y no puedo hacerme más pequeña para caber en el pequeño refugio que tuve toda mi vida. 

Centímetro a centímetro, gramo a gramo, cada vez estoy más al descubierto de la fría noche. Llegará el día en que, sin darme cuenta, dejaré de dormir con ella, como quien olvida un recuerdo precioso inadvertidamente.