A prueba de tormentas

Crédito Tallerista Ana IsabelEsa tarde, antes del cuarto encuentro sincrónico, estaba en el balcón de mi casa en Marinilla tomando un poco de sol, disfrutaba el calor en la espalda mientras hablaba con Samantha, mi compañera tallerista, quien estaba en Medellín. Previo al encuentro con los jóvenes solíamos reunirnos vía Zoom para ultimar detalles y habilitar la sala de Meet que, ahora se había convertido en nuestro salón de clases. Mientras repasábamos el orden de la sesión y revisábamos los recursos que utilizaríamos escuché un estruendo que me asustó y de inmediato pregunté:

- ¿Sami qué pasó? Y casi al mismo tiempo dijo:

- ¿Isa, escuchaste el trueno que acabó de caer? 

- Sí, yo escuché- respondí 

- Ojalá no se me caiga el internet

- Ojalá que no

Y pensé, si pasa, ya sé que debo hacer: tener todo organizado, pues en ocasiones anteriores el internet no había jugado a nuestro favor, así que ambas teníamos que estar preparadas en caso de que existiera alguna falla de conexión. Ahora que lo pienso fue una premonición porque unos minutos después volví a la pestaña de Zoom, quería verificar si Samantha me escuchaba, pero me encontré con que el cuadro donde antes podía vfer su cara ya no aparecía, había salido de la reunión.

- ¡Sami! ¡Sami! Te me desapareciste del mapa ¡¿Sami estás ahí?!

Al no obtener respuesta pensé: fijo ese trueno la dejó sin internet.

Rápidamente tuve que levantarme y dejar mi estadía en el balcón para ir al escritorio que estaba en mi cuarto, justo en frente de la ventana. Mientras me desplazaba llamé a Samantha en repetidas ocasiones, pero no contestaba. Ya sentada en el escritorio abrí el cuaderno donde había anotado el paso a paso, los contenidos y las notas del taller, también recapitulé los recursos que debía tener abiertos y seguía intentando comunicarme con Samantha, pero no obtenía respuesta. Eran las 3:50 p.m., en 10 minutos comenzaría el taller, entonces busqué el enlace para iniciar la reunión; miré mi cara en la cámara, me puse los audífonos, y “me di al dolor” de que debía hacerlo sola. Finalmente, respiré.

En ese momento pensaba en la importancia del trabajo en equipo, de ver al otro como un aliado, un apoyo, un soporte para hacer de la mejor manera las responsabilidades que se tienen a cargo y nunca como alguien sobre quien descargar la parte que a mí me corresponde. También pensé en el trabajo en equipo como una oportunidad para compartir saberes y aportar en el crecimiento del ser con quien se está trabajando conjuntamente. Y es que, en este caso habíamos trabajado hombro a hombro en la preparación de cada taller y en las actividades alternas que debíamos cubrir, ambas estábamos al tanto de todo entonces no habría lío en tener que guiar esta sesión sola, de alguna manera estaba preparada.

Mientras los participantes ingresaban a la reunión, insistí por última vez, llamé a Samantha y en esta ocasión tampoco pude hablar con ella. Sinceramente guardé, hasta el último momento la esperanza de que pudiera unirse al encuentro, incluso le dije a los chicos que si de pronto se conectaba por favor me avisaran; pues con el tiempo que llevaba compartiendo con ella estaba segura de que por nada del mundo quisiera perderse una sesión, por el contrario, su entusiasmo en cada taller era evidente. 

Finalmente, comenzamos sin mi compañera. Las actividades y temáticas fueron desarrolladas sin complicaciones, hubo buena interacción del grupo, fue una sesión agradable donde hicimos uso de los recursos de internet para compartir información sobre el contexto donde se desarrollaría la historia que cada participante estaba escribiendo. El taller finalizó sin problemas. 

Una hora después, al fin, mi compañera pudo comunicarse conmigo y contarme que, efectivamente el trueno había ocasionado un daño eléctrico en el sector donde vive. Le conté sobre cómo había transcurrido el taller sin ella mientras me manifestaba lo triste que se sintió por no haber podido unirse al encuentro.

Bendito internet, en ocasiones nos había hecho poner las manos sobre la cabeza, tirar el cuello hacia atrás, mirar hacia el techo y decir cualquier palabra o expresión proporcional a la impotencia que sentíamos porque fallara, justamente, cuando estábamos haciendo algo importante. Aunque, no siempre fue así, por suerte también nos permitió experimentar euforias, como en el primer encuentro sincrónico.

Ana-Isabel-Giraldo-A-prueba-de-tormentasEstuvimos conectadas desde temprano vía Zoom, listas para “Comenzarcon este viaje llamado Prensa – Escuela” tal como le habíamos dicho a los jóvenes en un video de bienvenida que decidimos grabar para que nos conocieran.

Momentos previos al encuentro ensoñábamos la idea de las tardes de viernes en la UPB rodeadas de los demás talleristas, coordinadores y jóvenes participantes; anhelábamos la presencialidad, pero de vuelta a la realidad, cada una estaba en su casa sentada en frente del computador a punto de implementar, por primera vez, la modalidad de El Taller Prensa Escuela virtual. Estábamos emocionadas y nerviosas, pero con toda la disposición de comenzar. Nuestro empelicule era tal que, en un cuaderno cada una tenía notas de lo que sería el orden de la sesión, las intervenciones que haríamos, y con resaltador, al menos por mi parte, lo que debíamos decirles a los chicos y que no podíamos pasar por alto. 

Llegó el momento de conectarnos, 10 minutos antes de las 4:00 de la tarde, iniciamos la reunión, algunos de los participantes un poco tímidos, pero a medida que nos presentamos comenzaron a interactuar, a hablar con más soltura e incluso a mostrar los intereses y habilidades de cada uno. El primer taller transcurrió sin ningún percance y todo se dio tal como lo habíamos planeado, de hecho, considero que fue mucho mejor de lo que hubiéramos imaginado. Al final de la reunión Samantha y yo permanecimos en la sala para hablar de lo que habíamos acabado de vivir. Yo estaba sorprendida por lo que había sido ese encuentro, fue emocionante ver como lo guiamos, como hablamos y la manera en la que permitimos que fluyera la dinámica con los jóvenes. Después de hablar unos minutos nos despedimos, pero yo me quedé entendiendo una sensación que tenía en el pecho de “Aquí es” que solo podría explicar diciendo que ese fue también un encuentro con la Ana de unos 7 años de edad, la niña que organizaba a sus peluches en la cama, ponía el tablero en frente, buscaba un libro y les daba clase.  

A partir del primer taller siguieron ocurriendo una serie de reencuentros llenos de certezas donde reafirmaba que esa sensación hacía referencia a estar ahí aprendiendo y enseñando, la escucha y la palabra, el otro y yo, hacían que un lugar fuera el indicado aún sin ser presencial, cada proceso, por diferente que fuera, nos enseñaría justamente lo que debíamos aprender a fin de estar preparados para nuevos retos.

Los nervios aprendieron a escuchar

Crédito Tallerista María Clara

En esta edición de Prensa Escuela a los nervios se les dio instrucciones distintas. Ya sabían, por habladurías de otros nervios, que lo complejo e interesante del primer taller en Prensa Escuela era aquel encuentro de presencias. Pero de un momento a otro todo cambió. Se dieron órdenes de que las letras se tenían que componer en casa y los ojos ahora tenían que mirar pantallas. Como muchas cosas inesperadas, a mediados de marzo llegó una pandemia que, como una tiza en un tablero, trazó límites que difícilmente se podían cruzar. Entonces, los nervios hicieron un plan de contingencia en el que se definió a la pantalla negra como el campo de juego y se pensaron tácticas y estrategias para manejar la situación con el mejor de los cuidados.

Ya habían estado en eventos importantes. Los nervios habían hecho de las suyas en el primer encuentro de talleristas y coordinadores. Otra vez, jugaron con más intensidad al momento de descubrir las parejas y volvieron a atacar momentos previos al primer taller. 

Fueron varias cosas las que configuraron a la virtualidad: la central de comunicaciones se estableció en el grupo de WhatsApp, los audios y los textos hacían de mensajes y el aula era una reunión en Google Meet. En esa virtualidad eran pequeñas cosas las que nos alegraban: ese sonido de una solicitud de entrada a las reuniones; que los jóvenes tuvieran el atrevimiento de prender su cámara y que dejaran ver los gestos y muecas en la composición de su rostro; lanzar una sentencia graciosa y obtener una risa; stickers en el WhatsApp que aumentaban el repertorio de la colección de aquellas imágenes que se compartían por el medio. 

Recuerdo aquel impacto la vez que una estudiante me dijo “señora”, pero recuerdo aún más cuando me llamaron “profe” y las distintas ocasiones en las que cambiaron mi nombre por el de Catalina. Y no olvido esa calma tan particular que me dio mi compañero Henry cada vez que alguno abandonaba el taller por diferentes razones, el primer día que pasó entendimos que los aciertos eran celebrados y los errores asimilados, pero siempre eran nuestros, de los dos.

Claro, los nervios extrañados sentían aquellas peculiares sensaciones a las que no se habían acostumbrado.  Era como desenvolver un hilo que nos conectaba, de forma muy lenta con cada persona, en un encuentro que no podía ir más allá de una pantalla, limitada por sus pulgadas: las historias de los jóvenes mutaban, se moldeaban, se acomodaban, se cuestionaban, algunas volvían a sus inicios, otras se apagaban, y unas hacían ciertos remiendos y quedaban listas.

Las conexiones se diversificaron y parecía un aula imaginaria llena de un entramado de hilos de variados colores. Cada conexión era única. Los nervios se calmaron y se sentaron a escuchar las historias que nos vinculan a los otros, a aquellos jóvenes: los asuntos del amor que siempre parecían invadir al grupo; la inolvidable muerte de un querido burrito que se llamaba Chavez; muertes inevitables de seres queridos; un anhelo por viajar a París y cumplir un sueño; el encierro de un adolescente que se moría por experimentar el mundo; un escape a la violencia en nuestro país y un noviazgo virtual peligroso.

Poder sumergirse en una historia y verla con los ojos del autor nos permite otredad. Y Prensa Escuela permite ese fluir de identidades en el otro, vibrar con realidades distintas y comprender un poco de qué se componen las personas y sus porqués. Al final, e incluso sin instrucciones, y a pesar de las oscuras realidades derivadas de la pandemia, los hilos nos conectaron desde la virtualidad. Y los nervios ahora aguardan a la espera de una próxima edición.

Gracias a mis dragones

Crédito Tallerista Sara

 

“Lo mejor para emprender una búsqueda, es la compañía de un dragón.”

La Historia Interminable

Michael Ende 1979

 

El 2020 ha sido un año exótico, un año que se miraría a sí mismo y ni se reconocería por todo lo que ha hecho y deshecho, probablemente sin elección. Ha sido un año en donde hemos tenido que abrazarnos a nosotros mismos, aún sin saber cómo ni cuánto tiempo y, en todo caso, ha sido un año de esperar, esperar a que todo sea mejor, a que todo pueda recuperar su contacto esencial, a que todo pueda volver a tener el color real y no el color que se configura a través de esas pantallas, esas pantallas que ya saben más de nuestras vidas que cualquier otra cosa.

A inicios de febrero de este año había iniciado mi proceso en Prensa Escuela de El Colombiano, una experiencia de la que ya me habían hablado tanto que parecía un sueño que podía recrear en mi mente las veces que quisiera y utilizarlo como una herramienta para avivar mi memoria de felicidad, porque así es como me lo describían mis compañeras de las versiones anteriores, “una experiencia de felicidad”, “un conocer al otro”, “un poder mágico de crear mundos a través de la palabra” y, efectivamente, así me sentí desde el primer momento en que tuve la posibilidad de compartir con los coordinadores y demás compañeros y compañeras talleristas.

Recuerdo cómo nos sentábamos en círculo y nos mirábamos los unos a los otros con un montón de entusiasmo. Se sentía cómo rondaba por ese salón del bloque 12 de la UPB preguntas como: “¿qué estudian los demás compañeros?”, “¿quién será mi pareja de taller?”, “¿qué pensará el otro de mí?” y sobre todo y la más importante: “¿quién es el otro?”. Lo que más aprecio de este grupo es que todos querían saber quién era el otro, nunca conocí una mirada de prejuicio, más bien siempre reconocí una mirada auténtica, esas miradas que describiría Eduardo Galeano como fueguitos, llenas de vida, de ganas de entregarse y recibir.

A mi izquierda casi siempre se sentaba mi amiga María Clara, una mujer pequeña de estatura, pero absolutamente grande en cuanto a corazón y mente se refiere, y a mi derecha, se sentaba Camilo, un amante del campo, el buen cine y el rap, a quien conocía de unos semestres atrás, y otras veces se sentaba mi amiga Manuela, la mujer más enérgica que he conocido en toda mi vida, y con el paso de los talleres ese derecha e izquierda, ese sentarse en un mismo lugar con las personas que ya se conocen se fue desvaneciendo del mapa, porque al fin y al cabo siempre terminábamos sentados con otra persona, y yo terminaba riéndome de historias que jamás habría escuchado de haberme quedado en el mismo lugar.

De haberme quedado en el mismo lugar no habría escuchado jamás la emocionante historia de mi compañera María Sofía sobre la vez que el Esmad la acorraló a ella y a unos amigos, y ella gritaba “No nos hagan nada, no nos hagan nada que estamos tranquilos”, como toda una heroína; o no habría conocido el encantador gusto de Ana Isabel por fotografiar árboles y flores, que más que retratos, son capturas del alma misma de las cosas y espejos de su personalidad; tal vez no me habría podido contagiar lo suficiente de la risa de Stefanía, una risa que expresa tranquilidad y que le hace sentir a uno eso, que la vida hay que sentirla y expresarla, que la vida se contiene en uno y hay que liberarla; no habría conocido a Andrés, la única persona en mi vida que comparte conmigo la alergia al huevo, y que me lo dijo una vez cuando nos estábamos preparando para ser talleristas, sentados en el suelo, en medio de esas charlas entretenidas que él sabe mantener; no habría escuchado la historia de dolor y superación más hermosa, ni a la mujer que la vivió, que se viste de ave fénix, María Camila Aristizábal; no habría conocido a través de fotografías e historias que se escribieron en El Taller a los gatos que María Camila Valderrama ama y cuida como si fueran sus hijos.

No voy a olvidar tampoco que mi compañera Samantha fue de las primeras personas en acercarse y decirme, con una confianza que no es habitual porque muchas veces nos enseñan a ser distantes, reservados y no hablar con desconocidos, que alguna vez podíamos salir, que podríamos compartir algún día cuando se acabara El Taller con los demás compañeros, y yo sentía que era alguien recibiéndome y entregándose aún sin conocerme del todo, alguien dispuesto.

De haberme quedado mirando y escuchando hacia una sola dirección no habría conocido a Karol, la más joven entre todos, ella siempre tenía una pregunta, un comentario, una atención especial puesta en cada cosa; y no habría escuchado la historia de Henry sobre cómo decidió que quería ser profesor ni de su libro de enseñanzas que venera y quiere con todo su corazón. Tantas cosas que siento que hoy, de alguna manera, me hacen compañía, porque abrazan esas otras historias, experiencias sencillas y anécdotas cotidianas que todos tienen y que también tengo, y que nos hacen sentir absolutamente humanos y ver al otro como alguien emocionante y diferente.

Cuando todo parecía marchar normal, y había conocido algo de cada uno de mis compañeros llegó la pandemia del COVID 19 en marzo y decidió que era una buena idea quedarse por un tiempo prolongado. Tuve mucho miedo por lo que ese virus pudiera hacer en mí, en las personas que amo, y en las personas más vulnerables, pero también tuve mucho miedo por lo que pudiera suceder con mis vínculos sociales, un miedo extraño a no poder volver a escuchar la voz de mis compañeros en tiempo presente, sin unos segundos de retraso, no poder ver los gestos lo suficientemente claros, ni poder verlos entrar por la puerta del salón, y mirar disimuladamente su caminado, su pinta, su cabello, sentir esa energía.

Aun así, recuerdo que cada viernes continuábamos haciendonuestros encuentros de preparación, y nos preguntábamos por nuestra salud mental, y francamente nos hacíamos mucha compañía, junto con los coordinadores que trataban de mantenernos animados y fuertes. Recuerdo bien que antes de recibir a nuestros estudiantes, Clara, una de nuestras coordinadorasnos preguntó si considerábamos que era mejor hacer El Taller con los chicos de manera virtual o esperar hasta el próximo año para hacerlo de manera presencial. Yo fui de las que dije que lo prefería presencial, así tuviera que esperar hasta el próximo año. Y agradezco que haya sido una idea que no se convirtió en realidad.

Sara-Montoya-Gracias-a-mis-dragonesDías posteriores decidimos que El Taller lo realizaríamos demanera virtual, y que íbamos a tener más de cien estudiantes de distintos lugares de Antioquia. La virtualidad había logrado que Prensa Escuela pudiera llegar  a personas con las que antes habría sido complejo, aunque, es posible afirmar que también dejó de llegarle a otras, a aquellas que solo podían asistir de manera presencial, a aquellas que les quedaba imposible conectarse a una red. Incluso, durante los talleres, la mayor tasa de deserción que se dio fue por motivos de conexión.

Antes de iniciar los talleres con los estudiantes, los coordinadores decidieron quién sería nuestra pareja de trabajo. Una decisión que nos generaba ansiedad a todos, y que después de recibir el nombre de esa persona podría generar diversos sentimientos, que irían desde alegría, expectativa, duda, hasta frustración o miedo. Creo que el sentimiento no dependía tanto de la percepción que se tiene sobre la otra persona, sino de la sensación que se tiene de uno para con esa persona. En mi caso: “espero parecerle una buena compañera”, fue lo que pensé, porque desde que me salió su nombrecito yo supe que ella sí lo sería.

Andrea, quien fue mi pareja a lo largo de los talleres, y yo, nunca habíamos sido tan cercanas. Sin embargo, me gustaba su forma de vestirse y la forma tan natural con la que llevaba el cabello, incluso he llegado a pensar que yo sería como ella en otra versión: absolutamente natural, tranquila, con tejidos de colores en todos lados, con gusto por la pintura, la naturaleza y las causas sociales. No habría podido existir, tal vez, una compañera más compatible. De hecho, Andrea fue la primera persona que se convirtió en mi amiga netamente de manera virtual. Nos reuníamos mínimo una vez a la semana para organizar asuntos referentes a los talleres, pero también llegamos a hablar del veganismo, el feminismo, la familia, la ansiedad que le generaba el hecho de que ya se fuera a graduar, de la muerte de mi abuela, de que ella no quería ponerse tacones para su graduación, de lo mucho que yo odiaba el frío y madrugar, y de lo mucho que ella amaba el frío y madrugar. Andrea me ayudó a perderle un poco de recelo a la virtualidad, porque aun a través de esos aparatos se pueden generar relaciones muy sólidas, y esta es de las que más agradezco. Agradezco su compañía.

Los talleres virtuales con los chicos comenzaron el 21 de agosto. Yo estaba tan nerviosa y emocionada que, aunque los estudiantes me veían muy firme frente a la cámara, la verdad es que por debajo de la mesa las piernas me temblaban. Los talleres sincrónicos y asincrónicos se pasaron entre lecturas, escrituras, opiniones, risas, juegos, pero sobre todo entre preguntas, cada detalle más que una certeza generaba una duda, y al final los talleres se nos pasaron tan rápido que parecía poco ante la grandeza que significaban. 

Una de las cosas de las que más les gustaba hablar a los estudiante era de su territorio, hablar de sus raíces, su hogar, su barrio y las personas más importantes de su entorno, de hecho, alguna vez realizamos una actividad a través de la plataforma Google Maps, y los estudiantes no solo describían el lugar del cual hacía parte su historia, sino que añadían siempre al final: “Si usted quiere llegar a mi barrio, entonces usted tiene que…”, y entonces contaban que había que coger bus, tranvía, Metrocable, y subir loma, y voltear por la tal parte, especificaban de tal manera que parecían dándole la bienvenida al otro para que conocieran su barrio. Teníamos estudiantes de diferentes partes de Medellín: Santo Domingo, Acevedo, Las Cometas, Villa Hermosa, Manrique, Robledo Kennedy, Sol de Oriente, Castilla, Belén Rincón, Rodeo Alto, Campoamor, Altos de la Torre y de Itagüí como Guayo y Santa María.

Cada viernes la silla de mi habitación se convertía en una nave espacial. Me ponía mi uniforme que era una camisa de El Colombiano, me echaba mi labial rojo, cerraba la puerta y emprendía viaje rumbo a El Taller. Recuerdo muy bien que cuando finalizamos los talleres, una de las estudiantes nos dijo a Andrea y a mí que se sentía profundamente agradecida, más que por todos los aprendizajes sobre ciudadanía, lectura y escritura, por el hecho de que la hubiésemos hecho sentir acompañada, que la salud mental de muchos estaba quebrantada por la situación y que encontrar un espacio para compartir con otras personas era una especie de regalo. Nunca se lo dije, pero sinceramente ellos también me hacían sentir acompañada, me hacían sentir que, desde el hogar, uno podía encontrar otros hogares, que los espacios de conocimiento continuaban abiertos, que la ciudadanía se construye entre todos y pensando en el presente y conociendo cómo nos sentimos y qué pensamos, y que absolutamente todas las historias y anécdotas que contábamos eran precisamente lo que conformaba el gran tejido de lo que era El Taller, y fueron estas, junto con mis compañeros, talleristas y estudiantes lo que, en gran medida me mantuvo constante en ese viaje de pensar, esforzarse, escribir, leer, escuchar, intentar, aprender, fracasar, y crecer que es la vida, sobre todo bajo una situación que todo el tiempo nos tiene en la mira. Gracias por acompañarme.

 

Dios vendía tintico

Crédito Tallerista Andrés

Usan las sillas de los negocios como oficinas. Varios termos con agua caliente. Tres tipos de vasos desechables. Servilletas y pancitos del D1. Un tarro de Colcafé, otro casi lleno de Nescafé y en el último, leche en polvo. Basura por todos lados, manchas oscuras en el piso y sobres de azúcar destapados hacen de alfombra para los más de veinte vendedores ambulantes de café que hay en el parque del municipio de Bello.

Hace tres semanas que estaba en el mismo parque esperando que pasara el bus de la ruta 1022 que me lleva a mi casa. Mientras, con la mano izquierda, buscaba entre mis cosas la sombrilla negra que había comprado dos calles más abajo, pues la lluvia ya empezaba a caer con suavidad sobre nosotros los desprotegidos. En eso, veo a una mujer anciana rompiendo bolsas de basura para tapar con ellas su carrito ambulante. Apurada y con algunas gotas de agua sobre su cara, empieza a mover su coche hasta uno de los negocios con carpa grande y amarilla. El lugar donde se escampó la señora tiene el nombre de Juguitos a 5000, lo conozco porque queda al lado de una tienda de celulares que frecuento para recargar la cívica cuando no tengo afán. Al llegar el bus, seguía sin encontrar la sombrilla. Mientras entraba en la máquina de cuatro ruedas no perdía de vista a la señora y a su puestico de café. Me dieron ganas de comprarle.

Únicamente el día en que estaba esperando a que el bus llegara me di cuenta de que no solo vendía tinticos la señora que se mojaba, sino que, había junto con ella, muchos más vendedores de los que todo un centro comercial puede emplear. Todo el tiempo trato de contarlos para tener un registro de crecimiento sobre aquellos emprendedores de Bello. Nunca hay más de veinte carritos. Uno de ellos es mi favorito porque lo maneja un señor ya grande, con arrugas y con canas. Las veces que hemos hablado me cuenta que no vende tinto por necesidad, sino porque le gusta. A diferencia de él, estoy seguro de que varios de sus competidores lo hacen por un sustento.

Ahí mismo, en el parque, han cerrado una parte de la zona con una malla color verde con la intención de instalar los alumbrados que decoran la ciudad y los municipios de Medellín desde hace 27 años. Cerca de la tela rota que nos separa a los bellanitas del parque se encuentra una valla publicitaria con una imagen utópica de lo que será el lugar. Mientras tanto, los más de veinte carritos ambulantes de café se han instalado alrededor de la prometedora construcción. Algunos de los viejitos que visitan el parque diariamente, en un intento fallido por ver los nuevos diseños navideños, han roto el “muro” que ha puesto la constructora, tratando de calmar sus ansias.

Bello tiene en el parque dos grandes construcciones que lo dividen; parece como si ambas estuvieran en una lucha constante por el lugar. Una de ellas es la alcaldía, grande y blanca; a su lado está la iglesia, gótica y marrón; al frente se encuentran cinco escalones que los bellanitas han utilizado por años para sentarse a conversar, a vender y a cantar. Ahí se parchan los que venden globos sosteniendo figuras de Disney para que el viento no se las robe; los que venden aparaticos a cinco mil para hacer burbujas de jabón; los que venden la salvación; los que venden el chance; y yo, que a veces me siento en las escalas para amarrarme los zapatos.

En las noches de los fines de semana, esos escalones que ahora son patrimonio de los habitantes dejan de estar ocupados solo por los vendedores ambulantes. Algunas familias, amigos, grupos de la tercera edad, perritos y niños adornan el lugar. La iglesia prende unos reflectores color purpura que parecen sacados de una discoteca, y pone en movimiento la campana que avisa el inicio de la eucaristía. Por suerte, la alcaldía los fines de semana se encuentra cerrada, si no, tendríamos a un guardia mirando feo y mostrándonos la escopeta con la que trabaja. Al ritmo de la guasca, un grupo de seis viejitos ponen un poco de melodía al sector, haciendo empalme con las luces estrafalarias de la iglesia. Los integrantes del grupo de la tercera edad, dirigidos por un acuerpado señor, estiran y ejercitan su ya desgastado cuerpo. Mientras los que estamos tomando cerveza, al son de las palmas y los silbidos, les damos un poco de moral.

Las palomas se han vuelto los animales más fieles de los bellanitas. Vuelan de un lado a otro compartiendo el cielo con los que disfrutan el parapente que está en San Félix. También, esperan al mismo señor de gafas redondas, de cabeza redonda y de barriga redonda, que les lleva, en una bolsa café, crispetas para alimentarlas. A él lo he visto rotando por todos los carritos ambulantes de café. Una vez me lo encontré en un pequeño centro comercial cerca del parque viendo un partido del Atlético Nacional. Siempre que lo veo me pregunto dónde vive.

Siento que el parque de Bello es muy ajeno a mí. Solo lo recorro para llegar al Metro, para comprar buñuelos, para comprar ropa o para comprar juguitos. No es un lugar para tener una primera cita, a menos que, tu cita sea amante de los viejitos. Lo único que me llama la atención es saber cómo vendiendo algo tan barato como un café se sostiene la gente. Tendrían que vender alrededor de 1.125 tinticos para ganarse un mínimo. Es decir, vender más de 38 vasos de agua caliente con café al día para sobrevivir como asalariados. Contando con que cada producto tenga un costo de 800 pesos. Hablar con las personas que trabajan en el parque es lo único que me conecta con el municipio. De resto, me atrevería a decir que me siento como un extranjero.

Este forastero, baja varias veces al parque solo para comprar ropa en La Media Naranja que queda diagonal a la iglesia. Mientras reviso lo que tiene el almacén mi mamá recorre otros locales con la esperanza de encontrar calzado para ella. Ninguna prenda me llamó suficientemente la atención como para comprarla. Supuse que mi mamá ya había terminado su recorrido, entonces atravesé el parque de Bello esperando verla por ahí merodeando, pero no fue así. Me tocó llamarla de un teléfono público que está al lado del puesto de Encicla que aún no habilitan. Le pregunté que dónde estaba, que no la veía, y me dijo que estaba al lado de una señora que vendía tinticos. Me reí. Aparentemente mi mamá no se había dado cuenta de los más de veinte vendedores ambulantes de café que hay en todo el municipio. Por último, comprendí que los pedazos de ciudad son solo eso, lugares. Sin embargo, quienes los habitan, les dan algo de vida.