Noches de danza, ciudad y talento

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Ana María nos transporta al mundo de la danza, nos enseña los elementos propios de la misma y nos deja sentir la emoción de una audición. Con sus descripciones, y una clara comprensión de los elementos fundamentales de la crónica, crea la atmósfera del antes y el después de un evento de ciudad que exige meses de preparación. Utiliza el vocabulario, tanto el común como el técnico, con mucha propiedad. Ella nos muestra de manera contundente lo que significa el trabajo en equipo para construir ciudadanía y nos hace pensar en la trascendencia de formar a niños y jóvenes con todas las posibilidades que ofrecen las artes desde una perspectiva humanista.


Sonia Amparo Guerrero Cabrera, docente de la Universidad San Buenaventura, nos lee esta historia:


Crédito Ana María Montoya

Fue un domingo muy soleado, y con mi bolso de baile al hombro, ya estaba preparada para tener una exitosa mañana. Zapatillas limpias, peinado intacto y una incertidumbre grandísima porque no tenía idea de qué sucedería. Mi papá, que me carreteaba a todas mis actividades, condujo y a las 11 a. m. estábamos frente al estudio de la academia Allegro. Me emocionaba ver de nuevo a los bailarines de la ciudad, tan diversos, tan distintos, tan majestuosos; los hombres con un porte de príncipes y las bailarinas como de cajita de música, dulces, delicadas, pero imponentes, eran a final de cuentas talento paisa, cómo no ser maravillosos.

Se estaban reuniendo de nuevo para disputar un lugar en el tan esperado Ballet Cascanueces que realiza la Alcaldía de Medellín para uno de los eventos navideños centrales en su programación, que en diciembre cambia las flores por lucecitas y reúne en las noches a las familias medellinenses, un evento cuya magnitud requería que hubiese 3 meses de por medio entre las bambalinas y su presentación.

Había muchos acudientes haciendo tumulto en la angosta entrada del estudio de danza, vi sentada en la pequeña cafetería del lugar a mi maestra de ballet, mujer de piel cálida y un temple grandísimo, cubana y radiante como siempre; nos estaba dando una mirada de reafirmación a cada una por llegar a tiempo, y como diciendo que sí o sí debíamos darlo todo al bailar. También observé a la directora de mi academia y al director de la Orquesta Filarmónica de Medellín, tal vez había más gente a mi alrededor, pero la imagen de ese grupo selecto de organizadores fue lo que se impuso a mi aturdida mente, estaban por llevar a cabo lo que para nosotros los bailarines sería una experiencia para recordar.

Al ingresar, me parecía que salían nuevos rostros de los múltiples rayos de sol que se infiltraban por el patio de la academia, estaba atestado de personas, muchas caras que por alguna razón conocía, la luz daba brillo a bailarines de ensueño que he seguido de cerca en las redes sociales por varios años, esos que he visto bailar en el Teatro Lido en Junín o en los grandes eventos de baile de la ciudad. Aquellos que se han robado las miradas con los roles principales y las pequeñitas bailarinas que le dan a cada obra la ternura necesaria, todos revoloteaban. 

Pude ubicarme un poco cuando mis compañeras en un rinconcito del patio me hicieron señas e informaron que ¡estaban adelantados en horario! Esto significaba que estábamos cerca de llegar al acto en que haríamos nuestra audición para el grupo de ángeles que dan comienzo al sueño de Clara y el Cascanueces.

Mis compañeras y yo estábamos algo gélidas por el frescor de la mañana y sin comprender qué sucedía enteramente, todas resplandecíamos, nos saludamos y charlamos emocionadas, de cerca admirábamos y chismoseábamos acerca de las personas de las academias colegas. 

Además, sé que todas repasábamos la coreografía varias veces en nuestra mente, podía verlo en sus rostros. En entornos así se puede ser muy feliz, no obstante, había una presión grande, me invadía la sensación de que había muchas manifestaciones del arte que nuestra sociedad decidía ignorar, era posible que mi gran conmoción del momento me llevara a este juicio. 

Pasamos a un salón que hacía las veces de camerino para todos, era impactante ver historias tan diferentes, ser parte de un esfuerzo inmenso de expresar nuestras vidas mediante el baile. Era abrumador el ruido de la charla, de los saludos entre bailarines que se reencontraban para bailar de nuevo de la mano; los bolsos, las agujas para coser las zapatillas, el olor a laca y a comida todo se mezclaba. Hice un gran esfuerzo para adecuar mi cuerpo y bailar mejor, fue imposible, entonces pensé en salir y disfrutar la calidez del patio, seguro mi alma lo agradecería. 

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Ya sentada noté que, por las escaleras del patio, subían corriendo las valientes doncellas que le apostaban a más de un rol y que nosotros, súbditos suyos, admirábamos desde allí abajo por su superioridad, frente a este escenario se me cruzaban mil imágenes e ideas de bailar en el mismo escenario que ellas. Además, estaba la ansiedad que toma la forma de pensamientos intrusos con preocupaciones de que el piso estuviese muy liso, que las zapatillas y mis piernas me traicionaran, me preguntaba cuántos más grupos de ángeles estarían, que la música de la filarmónica no desfasara nuestra melodía, en fin. 

Solo tenía la certeza de que allí estaría la academia entera, pero no cómo se veía el espacio o cómo nos veríamos nosotras en él, sabía que nuestra maestra vería los frutos de su cosecha, ya que era quien nos veía caer y levantarnos 3 días a la semana por horas, puliendo la técnica que nos llevaría al escenario que ahora disputábamos.

La audición

¡Segundo acto! Sonó la campana y nos avisaron que era nuestro turno.

Dejando la comodidad del patio dijimos adiós a nuestras maletas llenas de provisiones y agua para la batalla, fuimos esta vez nosotras quienes subimos corriendo en el orden de nuestras respectivas posiciones. Yo iba al frente, tomamos las arpas, utilería indispensable para nuestro rol y que intentábamos aprender a sujetar aparentando no hacer esfuerzo alguno, así es, aunque sean cinco minutos bailando, aunque las zapatillas ajusten, aunque los pasos requieran fuerza y habilidad; el ballet requiere el aparente “sin esfuerzo y una gracia desbordante”, en definitiva, pusimos la cara más angelical que pudimos y bailamos.

El estudio parecía una tacita de cristal, daba la sensación de ser un invernadero de cuento de hadas que además reflejaba la apacibilidad de ese domingo, estuvimos frente a más personas de las que creíamos justo que nos juzgaran, e hicimos todo lo humanamente posible para responder a las expectativas de nuestra maestra, el director y el resto de los bailarines. 

En cortos de la coreografía todas juntábamos nuestras arpas y nuestras miradas como un equipo unido por un suspiro inaudible. Ahí, cuando no nos veían, respirábamos para dar señal a las demás de que seguiríamos con una sonrisa aún más grande y el siguiente paso y luego el después de ese. Las chicas con quienes compartimos los dolores y alegrías de la danza, las que después de un día larguísimo veían el afán por llegar a ensayo, la moña despeinada, las medias rosas llenas de agua y pantano a razón de un aguacero de camino al ballet, de pronto ya no tan rosas y hasta en ocasiones rotas, eran ellas  quienes me ayudaban a ponerme las zapatillas en un esfuerzo para que llegara a clase a como diera lugar, porque sabemos que no hay nada que dos horas de sudor y exigencia no nos pudieran hacer olvidar, porque eso es el arte, caótico y armónico al unísono. 

Llegó la pose final, todos aplaudieron, incluso el director de la Filarmed, nosotras asentimos con la cabeza con alegría porque la música y nuestros pies funcionaron juntos, nos despidieron y guardamos las arpas. Vimos a una pareja de solistas antes de regresar al camerino, aquellos bailarines eran nuestros colegas, parte de nuestra academia, pero, a la vez, miembros de la compañía, jóvenes que decidieron hacer del baile su vida y entregan todo por trabajar para el Ballet Metropolitano de Medellín, un proyecto ganador de la convocatoria de estímulos para el arte y la cultura de 2018 que pasó a ser una compañía de danza neoclásica y contemporánea bajo la dirección artística de Rafi Maldonado, un apreciado maestro, quien nos visitaba desde el Miami City Ballet. 

Estos bailarines pasaron a ser la élite y sueño de todos aquellos que seguíamos en la escuela y que, en algún momento, vimos como compañeros. La pareja hacía la audición para ser los árabes del Cascanueces, un papel de ensueño, pues representa misterio, capacidad y, a mi manera de ver, eran los personajes más sensuales, una pareja de cabello afro y piel canela; nosotras aun temblábamos un poco.

Ese día, después de bailar, todo fue silencio, apreciar por un rato más el aire denso, cargado de emoción y confusión, quizá por ser un lugar diferente al que frecuentaba para bailar, porque para ese entonces llevaba alrededor de 4 años en el estudio. 

El sol siguió brillando, bajamos con más calma, las niñas comenzaron a irse con sus familias y el estudio a despoblarse. Como mi papá tampoco estaba preparado y no sabía que la audición se había adelantado tardó un poco en llegar por mí, yo igual disfrutaba de compartir el camerino con chicas de las otras academias y aproveché para escribirle a un amigo, Arturo, a quien conocí por la música y estaba pendiente de mi audición porque disfruta del arte tanto como yo. Subí al carro y seguí con mi domingo. Dos semanas después nos encontrábamos puliendo la coreografía y el vestuario para presentarnos frente a la ciudad entera.  

El gran momento 

Ballet El Cascanueces – Medellín te quiere – 13 y 14 de diciembre 2019 -7:00 p. m. – Lote Ciudad del Río

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Esa era invitación para que todo Medellín viera esta gran producción que recogió los esfuerzos de muchos para llenar esas noches con un gran espectáculo. El año terminaba maravillosamente para mí, y eso que aún desconocía la magia me que aguardaba con estas presentaciones. El cronograma de ensayos fue extenso y llenó a nuestra academia, epicentro de los ensayos generales y finales de todo el reparto, de afán y emoción desbordante, todos estuvieron atentos a cada detalle sin importar la hora. Las coreografías debían quedar limpias y la interpretación debía transmitir todo lo que nuestros corazones no podían. 

La academia parecía estar más unida que nunca. Juli, Elizabeth, Sara y yo logramos conocernos más allá de los tutús y el salón de baile, para diciembre acordamos pasar el larguísimo día del ensayo general juntas y así mitigar en algo los nervios, llegando de la mano a la primera de las funciones. 

No todos los bailarines consiguieron el rol para ambas noches, a razón de que la organización dio oportunidad a dos grupos o dúos igualmente talentosos. Nosotras, por otro lado, tendríamos la fortuna de vivir doblemente la emoción del evento ya que éramos los únicos ángeles de la obra, nuestros vestuarios fueron despampanantes, unas túnicas doradas, coronas de flores y por supuesto ¡las arpas! 

Nos citaron a las 9:30 a. m. en la locación, me sentí algo perdida al entrar, personas de logística me guiaron a los camerinos, en ellos me percaté de que todos nos veíamos agotados, teníamos la manía de ponernos más prendas de las debidas en las mañanas frías de ensayo para ayudar un poco a nuestros músculos a calentarse para bailar. Ya todos estábamos cómodos con la presencia y performance de cada uno, pues habíamos ensayado infinitas veces juntos, habíamos visitado a la Filarmed en el centro comercial Oviedo para finiquitar detalles, así aprendimos los unos de los otros y nos convertimos en un gran equipo.

El lugar aún se veía algo descolocado, era un lote casi de dos manzanas, y albergaba la gigante tarima que además revelaba una plataforma como flotante donde tocarían los prodigiosos músicos de la filarmónica, ellos también estaban ensayando temprano el majestuoso repertorio de obras clásicas del Cascanueces de Tchaikovsky, sin embargo, con sus elegantes instrumentos se veían más tranquilos que nosotros. La llovizna empapaba la gran cantidad de sillas y utilería de la escenografía de ensueño. Un árbol de Navidad gigante hacía que el espectáculo se notara incluso a unas calles antes de llegar al lugar. Había camerinos para cada academia, pues cada una se encargaba de sus personajes, vestuario, maquillaje e hidratación con la ayuda de los maestros de cada una. 

Al terminar el ensayo las chicas y yo almorzamos cerca y después tomamos un taxi con destino a mi casa que, coincidencialmente, estaba a pocos minutos de Ciudad del Río. Allí nos organizaríamos, pues mis compañeras vivían en sitios alejados y fue un maravilloso pretexto para visitarme. Nos reímos la tarde entera, fue extremadamente ameno compartir con personas tan afines un día tan hermoso, el sol salió y tanta fue la charla que cuando mis papás llegaron para llevarnos al evento, tuvimos que apurar el maquillaje, peinarnos entre nosotras y salir con esperanzas de llegar tras bambalinas antes de que la directora notara nuestra tardanza, el tráfico de la Av. Las Vegas no fue precisamente útil, pero ¡lo logramos!

El evento

Ya los espectadores comenzaban a adornar las calles, las familias y los niños disfrutando de la navidad y ansiosos por que empezara el espectáculo. Las luces adornaban el sitio, música, cámaras, ventas de comida rápida y tradicional amenizaban el ambiente de ciudad. Entramos con la intención de pasar de incógnito, con la idea de no abrumarnos mucho con la presencia del tumulto, aunque el maquillaje y la moña nos delataban un poco.

De camino a los camerinos me esperaba Arturo, quien había seguido de cerca mi proceso con el baile, y quien además ahora compartía una historia de amor conmigo. Estaba preparado con su cámara para captar el escenario, fue justo la motivación que necesitaba. 

Sara Laleshka, una chica muy peculiar, agradable, que ama tanto la danza y el arte que da la impresión de desbordar inspiración, me hacía señas de que la directora me estaba esperando. Ya mis compañeras estaban listas con sus túnicas mientras las bailarinas que hacían de hadas, flores, merlitones, copos, bobones y muñecos tenían los vestuarios más coloridos. El sitio era la más hermosa galería.

Fue una larga espera, sin duda nos acompañaron las ansias, pero era inmensamente reconfortante llegar a este punto, estábamos por mostrar ante la ciudad, Teleantioquia y nuestras familias todo el esfuerzo y pasión por este arte. La música de la filarmónica parecía ser la melodía más intrigante y daba a nuestra situación una sensación de suspenso. 

Fuimos testigos todos del talento de esta ciudad que es de mil colores y sonidos, de la magia que viste a nuestras calles y a nuestra gente. Ahí, en el escenario con las luces brillando en mi rostro, con la sonrisa de oreja a oreja, la adrenalina y la satisfacción de ver un público amante del arte, me sentí infinita, me sentí poderosa, aunque fuera solo un pequeño punto en esa noche compacta de magia. Aquella experiencia no solo me llenó de inspiración, sino que también me llevó a valorar la capacidad de nuestra juventud, está en nuestras manos vivir por y para este tipo de momentos.


Conoce aquí la creación de Ana María en la plataforma Book Creator. El texto que allí encontrarás fue creado por Ana María y no tiene ninguna modificación por parte del equipo coordinador de El Taller:

Noches de danza, ciudad y talento paisa

Estrella fugaz

Crédito Manuela López

La conocí un martes. Teníamos la primera clase de francés que se dictaba como extracurricular en el colegio. Ya la había visto un par de veces ayudando a la bibliotecaria de la institución educativa Enrique Olaya Herrera, pero nunca antes había tenido contacto con ella, y ni siquiera sabía su nombre. Todos los estudiantes inscritos a esa clase nos presentamos a petición del docente y al escucharla a ella decidí, sin razón aparente, que para mí no iba a ser “Angie” sino “Gigi”.

Era morena, su cabello era negro y rebelde, era un poco más alta que yo y sus ojos transmitían calidez y un brillo especial, a pesar de que era una persona distante a quien le incomodaban los abrazos y el contacto físico en general. A pesar de esto, tras conocerla un poco, empezó a dejarse abrazar por mí; solía perseguirla por todo el colegio únicamente para estrecharla entre mis brazos. Con el tiempo, Gigi comenzó a acostumbrarse a esto e incluso buscaba mis abrazos.

Aunque estábamos en grados distintos solía verla todo el tiempo en el colegio en las diferentes actividades que compartíamos juntas, y al terminar la jornada escolar, nos quedábamos juntas en el lugar en el que nos conocimos ayudando a ordenar o, simplemente, leyendo. Comencé a llamarla mejor amiga, porque lo era. Aprendiendo a conocerla no imaginé que un par de años después solo me quedaría extrañarla. 

Nuestro hobbie juntas era el skateboarding. Cada viernes, saliendo del colegio, íbamos al parque UVA más cercano a practicar y fue en uno de esos viernes que me dijo: – “Mannu, yo también quiero ser psicóloga, montemos un consultorio juntas.” Con esa frase comenzamos a construir un sueño en común por el que siempre luchamos…mientras ella estuvo con vida.

Un accidente imprevisible, lastimosamente, le costó los sueños a esa pequeña niña que estaba a punto de entrar a la Universidad de Antioquia a estudiar la carrera que siempre había anhelado. La noche del accidente había salido con varios del grupo de skaters a un pequeño parche.

Era tarde y decidieron bajar en las patinetas por una carretera univial. Ella carente de protección, puse iba sin su casco, y un taxi que, sin luces, iba subiendo, se encontraron en un garrafal accidente. El taxi impactó a Angie.
La llevaron al hospital, se había fracturado el cráneo y estaba inconsciente. Al día siguiente se despertó, no sabía quién era, no reconocía a nadie y no recordaba absolutamente nada de lo que había pasado; los médicos la durmieron porque necesitaba descansar. Al parecer inducirla a un coma no fue una buena idea pues tuvo tres paros cardiorrespiratorios y unas horas más tarde, le dictaminaron muerte cerebral. Todo esto tuvo un gran impacto en mí, e incluso mi mente ha aislado muchos de los recuerdos de esa semana.

El clima frío y oscuro era la representación del cómo me sentía, intentaba encontrar esa parte de mí que llevaba tanto tiempo perdida, pero por más que rebuscara en mi interior no lograba encontrar el camino a lo que había sido un año atrás; la sonrisa en mi boca no volvía, el brillo en mis ojos se había perdido y una parte de mi alma faltaba. Caminaba por inercia dirigiendo mi cuerpo hacia ese lugar que quedaba a menos de dos cuadras de mi casa, y que podía ver desde mi ventana, al cual era costumbre acudir cada viernes a montar antes de que todo pasara. Tenía que cruzar la calle para llegar al parque UVA, empecé a hacerlo y al volver a mirar hacia ambos lados vi un taxi. Aquel vehículo de color amarillo dirigiéndose hacia mí solo me llevó a imaginar su patineta estrellándose, mi mente voló a esa noche en la que, por razones que aun no entiendo, perdí a mi mejor amiga. Volví a la realidad, cuando escuché los insultos del taxista, quién al parecer había frenado en seco.

Crucé corriendo lo que me faltaba para llegar y subí los siete escalones de la entrada con el corazón a mil. A lo lejos, y con los ojos ya llenos de lágrimas, alcancé a ver a los demás y caminé un poco más rápido para acercarme, giré la cabeza en busca del foco del sonido de las ruedas deslizándose en la madera y por un segundo la ví a ella, con su cabello negro revuelto y su piercing en la nariz, alcancé a escucharla pronunciar la frase con la que siempre me saludaba “Manucita, carrerita por toda la UVA” acompañado de su risa maliciosa. Sentí mi corazón explotar como cuando tenía ataques de pánico o ansiedad, y aunque creí que iba a caerme seguí caminando hasta sentarme en una de las gradas donde se encontraban los demás.

Una de las chicas que siempre había hecho parte del parche, pero con la que no había tenido mucho contacto además de un “hola” y un par de palabras más, se me acercó y se sentó a mi lado, yo siempre había sido la más pequeña del grupo y desde el accidente todos me miraban con lástima, como conociendo mi fragilidad, viendo a través de mí todos esos miedos e inseguridades que me generaba el no tener conmigo mi polo a tierra y la incertidumbre de un mañana invisible sin su voz, su apoyo y su compañía. La chica sentada a mi lado dudó por un momento y luego me dijo: “Ella no se ha ido porque cada uno de nosotros la mantiene aquí, en el corazón. No lo veas como una perdida, pues ahora tienes una estrella fugaz que te cuida”.

Ese día, por primera vez en un año completo, me sentí bien y supe que eran las palabras de mi estrellita materializándose en un cuerpo tangible y una voz serena que me reconfortó.

 

Tierra, barro y polvo

Todo ocurrió hace 6 años, mi familia y yo nos mudábamos desde el barrio Popular 1 a Santo Domingo Savio, más específicamente al sector de El Pinar; en aquel vecindario no conocía a nadie. Recuerdo que cuando llegamos no teníamos luz, la calle no estaba pavimentada, no había agua potable y mucho menos alcantarillado, eso era como vivir en la nada, solo se veían algunas casas por el lugar y me ponía a pensar… ¿por qué nos mudamos a vivir a un lugar así, sabiendo que donde estábamos antes, estaba bien? Pero en ese entonces no lo comprendía del todo, porque era muy pequeño para entender lo dura que es la vida.

Por esos días, lo único que me distraía era jugar solo con arena, o sentarme a ver pasar las horas sin nada que hacer. Después de estar una semana en aquel lugar, un vecino nos dio algo de luz, pero solo por un rato, y yo aprovechaba para pasar horas sentado viendo la TV.

Al pasar el tiempo, empecé a estudiar nuevamente en la escuela, me sentía algo desubicado porque yo era el típico niño nuevo que llegaba con su antigua ropa del colegio, sentía que todos me miraban como si quisieran que no estuviera ahí. Un día, alguien se me acercó saludándome y me preguntó: “¿De dónde eres?” En ese momento sentí algo de esperanza porque las cosas no parecían ir tan mal.

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Luego de un tiempo de estar en este nuevo lugar yo me sentaba y empezaba a recordar los momentos que había pasado en mi antiguo hogar y con toda mi familia, pero también pensaba en todos los nuevos recuerdos que podría hacer en este nuevo sitio y, así, ya sentía como si siempre hubiera estado aquí. Al principio, solo pensaba que volver a empezar mi vida en un nuevo vecindario iba a ser imposible, por el hecho de que desde mi niñez siempre fui algo tímido y probablemente me costaría más adaptarme, pero con el tiempo se acostumbra uno a eso, se quiera o no.

Después de un año en mi nueva escuela, la Institución Educativa Antonio Derka Santo Domingo, empecé a hacer más amigos y a pasar el tiempo con ellos, también sentía que en este lugar aprendería más que en mi anterior colegio, porque percibía que aquí mi vida había mejorado, tanto social como educativamente, sentía que en este me prepararía mejor para salir a un mundo tan complicado, y poder ayudar a mi familia.

Cuando recién nos mudamos, nuestra vivienda comenzó siendo solo una casa de madera, ya que como era una casa propia, teníamos que invertirle poco a poco. Por ello, había días en los que trabajábamos en ella, sacando tierra y paleando durante horas, pero todos sabíamos que eso era por un beneficio mayor, que con esfuerzo y dedicación podríamos levantar esta casa, para en un futuro gozar de nuestro propio esfuerzo. Al hacer esto, mi padre siempre decía: “Hijo, estudia para que no te toque volver a hacer esto”, y en mi cabeza, yo solo pensaba que siempre recordaría estos momentos con mi familia, porque nunca se sabe qué nos puede deparar el futuro.

 

Masacre en La Maracaná antioqueña

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Esta historia es muy valiosa porque tiene mucho contexto y nos permite hacer memoria colectiva a partir de la experiencia de Jhorman. Es un texto ejemplo de resiliencia que se despliega en cada descripción sencilla y contundente, en la manera como trae al presente hechos muy trágicos que siguen convulsionando nuestra realidad y que nos conmina como adultos, como comunicadores y educadores, a plantear posibilidades de transformación social desde los actos trascendentales que propicia El Taller Prensa Escuela: conversar, convivir, leer y escribir.


Escucha esta historia en la voz de Diego Aristizábal, columnista de opinión en El Colombiano:


En julio de 2012 yo vivía en Castilla, una comuna de Medellín, concretamente frente a la cancha La Maracaná. Habían pasado cuatro años desde que vivíamos allí, muy felices y con mucho amor, éramos una familia muy unida.

 Recuerdo que mi perra Natas, una labradora, hacía dos meses había tenido siete hermosos cachorros. Yo era un niño de unos ocho años. En mi familia éramos, mi madre, que es una persona muy especial, entregada y juguetona. Ella se desempeña como artesana, manicurista y secretaria de mi papá. Mi padre, un gran señor, también cariñoso, muy responsable y trabajador, es contratista de obras civiles y mis dos hermanos, Yeraldin muy inteligente, auténtica y estudiosa, que en ese tiempo cursaba el grado quinto de primaria; y, por último, mi hermano Miguel Ángel, el mayor, muy tierno y también muy inteligente, me quiere mucho y yo también a él, es muy juicioso y en ese tiempo cursaba sexto.

Ese día de julio se disputaba un torneo de fútbol con niños de otro barrio. Muchas personas observaban desde las tribunas, especialmente los padres de los niños. En la tarde de ese día, horas antes del partido, un adolescente bajaba manejando una moto y atropelló a una persona que pasaba por la calle. Cuando emprendía la huida, una mujer amiga de los de la banda “Los juancheros” * lo agarró y no lo dejó escapar. 

En ese momento llamó a sus amigos, los cuales hicieron presencia con un bate lleno de clavos ocasionándole al adolescente muchas heridas, lo patearon hasta que se cansaron, liberándolo al final sin saber quién era este joven. Resulta que él pertenecía a la banda “Los pimpollos” * del barrio 12 de octubre y “Los juancheros” ignoraban esto. El joven ofendido se fue a planear con su banda la venganza… 

Mientras tanto, en La Maracaná seguía la diversión. Al lado de esta cancha queda el colegio La Esperanza en el que estudiaba mi hermano Miguel Ángel. Afuera del colegio había una señora que vendía fritos, muy querida por su alegría, y la apodaban la “Encalambrada”, ¡era muy divertida!Jhorman-Gallego-Maracana

Luego de lo ocurrido, ella contó que un joven de los de la banda de “Los juancheros” estaba desesperado por que le vendiera unas empanadas: 1000 de empanadas, exactamente. Ella le dijo: 

–Espérame un momento, encalambrado, que ya van a estar. Y el muchacho le respondió:

– No, ¡qué pereza!  uno se muere acá esperando a la Encalambrada, bueno pues. 

Y se fue para la cancha a seguir viendo el partido. Para ese tiempo eran como las seis y media de la tarde. El chico volvió por las empanadas con el billete de mil en las manos, y en ese preciso instante llegaron dando bala a diestra y siniestra unos en moto y otros a pie. Entraron por todos los lados de la cancha provocando la muerte de varias personas. Inclusive el papá de unos de los niños que estaba jugando quedó en medio de la cancha… El joven que compraba las empanadas quedó extendido a los pies de la Encalambrada, con el billete en la mano sin dejarlo caer. Ella salió corriendo y le tocó la puerta al vigilante del colegio para que los dejara ingresar y protegerse.

En ese momento mi madre, mis hermanos y yo, estábamos visitando a mi abuela materna y no nos dimos cuenta. Mi papá era el único que estaba en la casa, nos dijo que eso fue muy tremendo y que parecía el oeste. La perrita se asustó muchísimo y buscó el lugar más oscuro de la casa, fue muy triste.

Luego, llegó el alcalde al lugar para mirar lo sucedido, ya que se acercaba la Fiesta de las Flores y esta cancha era y es muy importante en este evento porque allí se hacen tablados con grandes artistas. Al día siguiente a la masacre se hizo una misa a la que asistió nuevamente el alcalde para dar el más sentido pésame a las víctimas y hacer un llamado a la paz, para que no hubiera represalias.

Al día siguiente mi papá fue a la casa de la abuela por mi madre y nosotros nos quedamos allá por temor, mis padres habían planeado abandonar ese barrio, porque se sabía que se iba a calentar. Nos contaron mis padres, a mis hermanos y a mí, que ellos subieron al barrio 12 de octubre, al frente de la Intermedia, por el centro de salud para hacer lavar la moto, y se encontraron con una carpa presidencial, tapete rojo, comida, orquesta, una fiesta para “Los pimpollos”. Lo cual según un rumor era para calmarlos, mientras que a las víctimas sólo les ofrecieron una misa y se sabía que apenas “Los juancheros” se enteraran no se quedarían quietos. 

Entonces, de inmediato mi madre fue a los colegios para hacer un traslado, por fortuna llegamos a un colegio donde nos recibieron con mucho amor. Debido a esto mi familia y yo nos mudamos a una invasión, que es un asentamiento de personas provenientes de varios lugares que llegan huyendo de la violencia y se ubican en terrenos que no son de ellos, se instalan allí hasta ser desalojados.

Pasar de vivir en Castilla a vivir en ese lugar fue un gran cambio, no solo económico sino también de mundo, dejar las comodidades que teníamos fue bastante difícil y muy diferente a lo que estábamos acostumbrados. Por ejemplo, dejar una casa de cinco habitaciones con baño cada una, tres salas y dos patios a llegar a un lugar con solo una habitación, un baño y cocina. Dormir incómodos, pasar de tener el colegio enfrente a tener que caminar más de 10 minutos, y subir y bajar demasiadas escalas, fue duro, muy duro.

Además, el agua en ese asentamiento no es potable, nos enfermamos a menudo, nos dieron hongos, diarreas. Había mucho pantano, era muy triste y aburridor. Todavía es aburridor porque hay mucha pobreza, más que todo mental, mucha violencia: prostitución, drogas y no faltan las bandas que siempre se quieren aprovechar del más débil. Cobran el agua cada 8 días a 5 mil pesos y si no les pagan la quitan.

Vacunan los negocios, lo que consiste en extorsionar a personas o locales comerciales con cierta cantidad de dinero amenazándolos con desplazarlos de sus viviendas o negocios si es que no se les da la plata que piden, también suelen cobrar la celada, violan a mujeres y niños, matan y masacran a los animalitos. Es muy fuerte todo.

Llevamos 8 años y no nos acostumbramos, nos toca vivir como venga el día. Y a veces el día viene bien, y otras veces no. Todavía hay recuerdos de nuestra antigua casa y nuestro barrio de toda la vida, y muchas veces esos recuerdos, en su mayoría afortunados, no vale la pena verlos con lástima, ni como algo que nunca volverá, sino como situaciones y momentos que forjaron nuestra identidad y nos enseñaron mucho del mundo, porque el mundo sí que enseña todos los días.

Oscar “El mosco”

Créditos Juan Andrés Quintana

Siempre me ha gustado escuchar las diferentes historias que me cuenta mi padre una y otra vez, admiro su capacidad de envolverme en una atmósfera cargada de recuerdos que me llevan al punto de creer que las estoy viviendo personalmente. Él me cuenta de sus dolorosas y torpes caídas cuando era niño, que acompaña mostrando aquellas cicatrices que aún se observan en su cuerpo, cómo fue su frenética adolescencia en los años noventa, entre zafarranchos, alcohol y San Alejos, o la historia teñida de color rosa que he escuchado miles de veces de cómo conoció a mi madre. 

Pero en definitiva la anécdota que más me ha cautivado –por alguna extraña razón que no entiendo–, fue la de Oscar “El mosco”, quien se ganó ese apodo porque no contaba con la suficiente gracia física para atraer alguna “nena”, que llamara su atención, quedándole como única opción revoletear de aquí para allá a su alrededor sin lograr concretar nada, tal como un mosco rodea un dulce manjar detrás de una vitrina.

Corría rápidamente el año 2001, “El mosco” y mi padre estudiaban juntos en noveno grado, aunque aún no se explican muy bien como lograron llegar juntos tan lejos en su bachillerato. Mi padre reconoce que ambos no eran los mejores estudiantes y sus calificaciones normalmente eran pésimas, pero de alguna manera, se las arreglaban siempre para poder pasar.

Me narra diferentes estrategias que usaron para poder pasar los años como si se tratase de misiones propias de un escuadrón especial, de esos que tanto vemos en las películas de acción, pagaban a jóvenes emprendedores para que les hicieran los trabajos, intentaban llevarse bien con sus profesores esperando que de “bacanería” les regalaran las materias o renunciaban a alguno que otro fin de semana para asistir a las clases de refuerzo que dictaba el mejor estudiante de grado 11° del colegio y, de quien se decía, estaba relacionado sentimentalmente con Diana, la profesora de matemáticas. Todo esto con el fin de demostrar un deslumbrante y falso interés en la materia, talleres que al final de todo consistían en embriagarse con vino barato, de no muy buena procedencia, en el coliseo del colegio donde estudiaban.

Todas estas tácticas funcionaban muy bien y los llenaban de una sensación triunfante al creer que se estaban saliendo con la suya, pero algunas veces la suerte no estuvo de su lado y las cosas no salían como ellos tenían previsto. Durante una tarde calurosa, una inesperada noticia los hizo sudar más de lo acostumbrado en aquel ardiente salón, las gotas corrían velozmente –y no solo a causa de la ausencia de un buen desodorante–. La profesora Diana le dijo al grupo que debían tener el cuaderno al día porque lo iba a recoger finalizada la clase, en ese momento sabían que no tenían nada que entregar, las hojas blancas de sus cuadernos imitaban el color de su cara al observar que estos estaban casi tal cual, como el primer día de clase, y fue entonces que a Oscar –el casi siempre actor intelectual de todas sus hazañas–, se le ocurrió una de sus tantas magnificas y descabelladas ideas.

Esta vez la misión consistía en ingresar en la sala de profesores, tierra santa e impenetrable, un lugar prohibido que muy pocos se atrevían a pisar; una vez allí dentro, tenían que escoger algún cuaderno de la montaña que acostumbraba tener Diana en su escritorio y hacerlo pasar por los suyos; una idea magnífica y no muy bien pensada, una misión casi suicida que les salvaría la materia de “matecaspa”, no se les ocurrió una mejor opción y decidieron poner sus planes en marcha.

El intrépido e impulsivo “mosco” emprendió su vuelo hacia la sala de profesores, sus pasos rápidos zumbaban sobre las baldosas del pasillo mientras los nervios se mezclaban con la adrenalina que llenaba sus poros; al llegar al escritorio, se encontró por un momento perdido sin tener claro cuál sería su próximo movimiento, nervioso, sin saber bien que hacer, era un mosco confundido que golpeaba repetidamente el vidrio de una ventana, sin entender muy bien lo que sucedía.

En medio de aquel frenesí sus manos actuaron instintivamente y agarraron los dos primeros cuadernos que se encontraban en la pila del escritorio, luego arrancó bruscamente la primera hoja de ambos, en un intento de borrar la existencia de sus verdaderos dueños y en la siguiente página escribió rápidamente sus nombres, mi padre mientras tanto vigilaba atento en la puerta de la sala, para asegurarse de que nadie se apareciera por allí y arruinara el heroico plan. Un plan casi perfecto de no haber sido por un pequeñísimo e insignificante error: escoger dos de los cuadernos más organizados de todos los del salón, y con las pastas llenas de flores y animaciones coloridas, que demostraban que sus dueñas muy posiblemente eran mujeres. Tanto ellos dos como Diana sabían que no trabajaban absolutamente nada en clase y que, obviamente, estos cuadernos podrían pertenecer a cualquiera, menos a ellos.

Esta situación terminó llevándolos directamente a coordinación, donde pasaron varias horas de miedo y nervios al pensar que esa tarde podría ser la última que pasarían juntos en el colegio y que saldrían expulsados, pero por alguna extraña razón solo les hicieron una anotación por fraude, algo que para ellos no era tan grave, solo una consecuencia sin importancia. Llamaron a sus acudientes para que fueran por ellos, la madre de Oscar se encontraba realmente enfadada y con un tono poco amigable soltó su tan acostumbrada frase, con la cual “El mosco” ya estaba bastante familiarizado:

– ¡¿Usted a qué es que está viniendo? ¿A esto es a lo que yo lo mando?!

Ese periodo no logró ganar matemáticas y, como era de esperarse, también perdieron la confianza de Diana, se quedaron sin derecho a sus típicos refuerzos.

Su narración termina con su frase icónica que siempre pronuncia al llegar al final de una anécdota: “Y esa es la historia”, una más de las tantas que he le escuchado y que muy seguramente me volverá a contar.