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El emperador y la rebelde: las dos caras que definieron el 2025

Donald Trump y María Corina Machado, cada uno desde su propio contexto político y por los hechos que marcaron este año, se consolidaron como personajes del año. Aquí le contamos por qué.

  • A la izquierda, Donald Trump, presidente de Estados Unidos; a la derecha, María Corina Machado, líder opositora de Venezuela y reciente galardonada con el premio Nobel de Paz. Foto: Getty/Afp.
    A la izquierda, Donald Trump, presidente de Estados Unidos; a la derecha, María Corina Machado, líder opositora de Venezuela y reciente galardonada con el premio Nobel de Paz. Foto: Getty/Afp.
Daniel Rivera Marín

Editor General

20 de diciembre de 2025
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El arquitecto del nuevo orden: tras un regreso histórico a la Casa Blanca que desafió todos los pronósticos, el presidente 47 de los Estados Unidos ha transformado la diplomacia en una transacción de fuerza.

Donald Trump y el garrote del imperio

Donald Trump se encargó de que la política mundial notara su llegada a la Casa Blanca y, de paso, cumplir con la promesa de que Estados Unidos vuelva a su grandeza. El segundo gobierno del magnate se ha basado en una mirada imperial en la que los demás países se ajustan a los deseos del supuestamente más poderoso. Todo lo hace por medio de la presión que tiene como el mayor comprador del mundo, así que desde las primeras semanas de este año amenazó a con subir los aranceles a medio mundo.

Esta ofensiva arancelaria no fue un simple amago de campaña, sino el pilar de una doctrina económica que ha sacudido los cimientos del comercio global. Apenas instalado en el Despacho Oval en enero de 2025, Trump desempolvó leyes de seguridad nacional para justificar lo que denominó “aranceles de reciprocidad”. La lógica fue clara: si un país vende más a Estados Unidos de lo que le compra, debe pagar un peaje por el privilegio de acceder al mercado más lucrativo del planeta. Las amenazas se materializaron el 1 de febrero, cuando firmó órdenes ejecutivas imponiendo gravámenes del 25% a todas las importaciones provenientes de México y Canadá, y un 10% adicional a los productos de China. Para Trump, el arancel dejó de ser una herramienta técnica para convertirse en un garrote diplomático con el que busca forzar concesiones no solo en lo comercial, sino también en seguridad fronteriza y soberanía política.

Con China, la relación ha escalado hacia una suerte de “guerra fría económica” de intensidad sin precedentes. Trump ha centrado su mira en el sector automotriz y en la tecnología de semiconductores, acusando a Pekín de utilizar a terceros países para triangular mercancías y evadir los controles estadounidenses. La retórica ha sido implacable: el presidente ha señalado que el gigante asiático es responsable de una “invasión de fentanilo” que envenena las ciudades estadounidenses. A cambio de aliviar la presión arancelaria, Trump ha exigido que China no solo reduzca el déficit comercial, sino que actúe como un policía interno para desmantelar los laboratorios de precursores químicos. Esta diplomacia de la extorsión ha mantenido a los mercados financieros en un estado de volatilidad permanente, mientras Pekín responde con medidas espejo que amenazan con desarticular las cadenas de suministro que sostienen la tecnología global.

En el flanco sur, México ha experimentado la cara más cruda de esta nueva era imperial. Trump vinculó directamente la economía mexicana con la crisis migratoria y el narcotráfico. Al imponer el arancel del 25%, dejó claro que la única forma de levantarlo era que el gobierno mexicano detuviera por completo el flujo de migrantes y combatiera frontalmente a los carteles de la droga bajo supervisión de Washington. Esta presión obligó a la administración mexicana a sentarse en una mesa de negociación asimétrica, donde el Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC) ha sido utilizado como una moneda de cambio que Trump amenaza con romper si no obtiene resultados inmediatos. Para el magnate, México no es un socio, sino una extensión de su frontera sur que debe ser controlada con mano de hierro para proteger el bienestar doméstico de los estadounidenses.

Paradójicamente, mientras en el ámbito comercial Trump actúa como un instigador de conflictos, en la escena geopolítica se ha presentado como el “gran mediador”. Su administración ha impulsado con vehemencia un rol protagónico en las guerras que desangran a Europa y Medio Oriente. En el conflicto entre Rusia y Ucrania, Trump ha promovido una propuesta de paz que, según informes filtrados de sus asesores, contempla la congelación de las líneas de frente actuales y la creación de zonas desmilitarizadas, una postura que ha generado fricciones con la OTAN pero que él vende como la única vía para evitar la “Tercera Guerra Mundial”. En Gaza e Israel, su equipo ha impulsado la “Declaración de Trump para la Paz y la Prosperidad”, buscando replicar el modelo de los Acuerdos de Abraham, priorizando la normalización de relaciones comerciales sobre las concesiones territoriales, bajo la premisa de que el dinero y el desarrollo económico son los únicos lenguajes capaces de silenciar las armas.

Sin embargo, es en Latinoamérica donde su mirada imperial ha tomado un tinte más beligerante, especialmente hacia el eje Caracas-La Habana. Trump ha centrado su estrategia en Venezuela, elevando la lucha contra el narcotráfico a una cuestión de seguridad nacional prioritaria. Su administración ha designado al gobierno de Nicolás Maduro y al denominado “Cartel de los Soles” como organizaciones terroristas, justificando así el despliegue de activos militares en el Caribe. Trump ha ordenado un “bloqueo total y completo” de los tanqueros de petróleo sancionados, una maniobra que busca asfixiar financieramente al régimen venezolano. En sus discursos, el presidente ha sido enfático: “queremos nuestro petróleo de vuelta”, haciendo referencia a los activos estadounidenses nacionalizados décadas atrás. La presión militar ha incluido ataques selectivos contra embarcaciones sospechosas de transportar narcóticos, una táctica que busca enviar un mensaje inequívoco: Estados Unidos no tolerará gobiernos hostiles que, según su visión, exporten criminalidad a sus calles.

Este asedio a Maduro no es solo una cuestión de justicia criminal para la Casa Blanca, sino un intento de rediseñar el mapa político del Caribe. Trump ha utilizado la influencia de la diáspora venezolana en Florida para consolidar su poder interno, mientras ejerce una presión asfixiante sobre los aliados regionales de Venezuela. La retórica de “sacar a Maduro” ha vuelto a ser el mantra de su política exterior, pero esta vez respaldada por una presencia naval que no se veía en décadas. Al vincular el narcotráfico con la supervivencia del régimen, Trump ha creado un marco legal y militar que le permite actuar con autonomía, ignorando muchas veces los canales diplomáticos tradicionales y las críticas de los organismos internacionales que ven en estas acciones una violación a la soberanía de las naciones del sur.

El 2025 se cierra con un Donald Trump que ha transformado la presidencia en una plataforma de poder absoluto y transaccional. No ha habido rincón del planeta que no haya sentido el impacto de sus decisiones, ya sea a través de un tuit que hunde una moneda nacional o de una orden ejecutiva que redefine las fronteras comerciales. Su capacidad para dominar la narrativa, para ser simultáneamente el bombero y el pirómano en la arena internacional, lo sitúa en una posición de influencia que ningún otro líder actual puede reclamar. Ha demostrado que el orden liberal que rigió el mundo durante décadas es, para él, un estorbo que puede ser desmantelado con una firma.

Al final del día, Trump es el Personaje del Año no por la benevolencia de sus actos, sino por la magnitud innegable de su impacto. Ha logrado que el mundo entero gire en torno a sus caprichos y sus visiones de grandeza. Ya sea por temor, por admiración o por pura necesidad de supervivencia, todos los líderes globales han tenido que aprender a leer entre las líneas de su retórica imperial. En este segundo capítulo de su mandato, Trump no ha venido a jugar bajo las reglas existentes; ha venido a imponer las suyas, recordando al mundo que, mientras él ocupe la oficina más poderosa del planeta, el destino de las naciones seguirá sujeto a la voluntad de un hombre que cree que todo, absolutamente todo, es negociable bajo presión.

De la clandestinidad en las calles de Caracas a los estrados de Oslo, la líder que puso en jaque al régimen de Nicolás Maduro se ha convertido en el símbolo global de la resistencia civil tras documentar un fraude electoral histórico y sobrevivir a una persecución implacable.

María Corina Machado, ni la persecución de Maduro la pudo callar

María Corina Machado tuvo que esconderse después de que Nicolás Maduro se declarara presidente de Venezuela sin presentar las actas de votación, es decir, después de asaltar la democracia. Machado entonces tuvo que, como se dice, pagar escondedero a peso, pues sabía que el régimen haría de las suyas para llevarla a una cárcel y silenciarla. Desde “ninguna parte”, esta mujer ha revelado los excesos del poder en Venezuela y su voz se escuchó de tal manera, que hace un par de meses sorprendió al mundo al ganar el premio Nobel de Paz.

La travesía de Machado hacia el reconocimiento global alcanzó su punto álgido hace apenas unos días, en la gélida Oslo de diciembre de 2025. Su llegada a la capital noruega fue, en sí misma, un acto de resistencia y una operación de inteligencia que dejó en evidencia la porosidad de la vigilancia chavista. Tras más de un año de vivir en la clandestinidad, moviéndose entre casas de seguridad en Caracas y el interior del país, la líder opositora emprendió una huida cinematográfica que incluyó trayectos por tierra evadiendo alcabalas militares y una peligrosa travesía marítima de cinco horas en una pequeña embarcación pesquera hacia Curazao. El esfuerzo físico de la travesía le pasó factura: informes médicos confirmaron que Machado sufrió una fractura vertebral durante el viaje por mar, una lesión que le impidió subir al estrado del Ayuntamiento de Oslo el 10 de diciembre. Sin embargo, su ausencia física solo amplificó su mensaje. Fue su hija, Ana Corina Sosa Machado, quien recibió la medalla y el diploma ante un auditorio que se puso de pie para ovacionar a la mujer que ha personificado la esperanza de millones.

El Comité Noruego del Nobel la eligió por su “incansable labor en la promoción de los derechos democráticos y su lucha por una transición pacífica”, un reconocimiento que llegó en el momento de mayor oscuridad para la disidencia venezolana. Mientras Machado se encontraba refugiada en una red de anonimato, el régimen de Maduro consolidaba su tercer mandato, inaugurado formalmente el 10 de enero de 2025 tras las cuestionadas elecciones de julio de 2024. Aquella jornada electoral fue el detonante de la persecución actual. A pesar de que la plataforma opositora logró recolectar y digitalizar más del 80% de las actas de votación, demostrando una victoria abrumadora de Edmundo González Urrutia, el Consejo Nacional Electoral, bajo control absoluto del oficialismo, proclamó a Maduro sin permitir una auditoría independiente. La respuesta del régimen a la indignación popular y a la evidencia de los datos fue la “Operación Tun Tun”: una ola de arrestos masivos que incluyó a colaboradores cercanos de Machado y ciudadanos comunes que custodiaron las urnas.

Para entender la magnitud de la figura de María Corina Machado, es preciso repasar la biografía de una mujer que durante dos décadas fue subestimada por el estamento político tradicional, tanto oficialista como opositor. Nacida en Caracas en 1967, hija de una familia de tradición industrial, Machado se formó como ingeniera industrial con una especialización en finanzas. Su entrada en la vida pública no fue a través de los partidos, sino de la sociedad civil con la fundación de Súmate en 2002, una organización dedicada a la transparencia electoral. Desde sus inicios, su estilo frontal y su defensa del libre mercado le valieron el apodo de “la dama de hierro de Venezuela”, una etiqueta que ella abrazó con una mezcla de pragmatismo y convicción moral. En 2011, protagonizó uno de los momentos más recordados de la historia legislativa venezolana cuando, siendo diputada, interrumpió la memoria y cuenta del entonces presidente Hugo Chávez para decirle en su cara: “Expropiar es robar”. La respuesta de Chávez —”águila no caza moscas”— solo sirvió para catapultarla como la voz más coherente contra el socialismo del siglo XXI.

A lo largo de los años, Machado enfrentó inhabilitaciones políticas arbitrarias, agresiones físicas en el parlamento y prohibiciones de salida del país que duraron más de una década. Sin embargo, su resiliencia se convirtió en su mayor activo. Cuando en 2024 el régimen le impidió participar en las elecciones presidenciales, a pesar de haber arrasado en las primarias opositoras con más del 90% de los votos, ella no llamó a la abstención. En un giro estratégico que descolocó a Miraflores, Machado se convirtió en la principal promotora de Edmundo González, recorriendo cada pueblo de Venezuela en una campaña que adquirió tintes de cruzada espiritual. Su imagen, subida en capós de camionetas o abrazando a ciudadanos en llanto en las zonas más pobres del país, rompió la narrativa de clases que el chavismo había explotado con éxito durante años.

La persecución tras el fraude de 2024 fue implacable. El fiscal general, Tarek William Saab, la señaló como la “autora intelectual” de supuestos planes terroristas y conspiraciones internacionales. Sus oficinas fueron asaltadas y su equipo de comunicaciones tuvo que buscar asilo en la residencia oficial de Argentina en Caracas. Durante meses, el país se preguntó dónde estaba María Corina. La respuesta llegaba de vez en cuando a través de videos grabados en lugares irreconocibles, con paredes blancas y luz tenue, desde donde seguía organizando la resistencia y coordinando con la comunidad internacional. Su capacidad para mantener cohesionada a la oposición desde el anonimato y para seguir documentando la represión sistemática fue lo que finalmente inclinó la balanza en Oslo.

El Nobel de la Paz 2025 no solo premia su trayectoria, sino que la coloca en un estrato de protección diplomática que el régimen de Maduro no puede ignorar fácilmente. Aunque el oficialismo intentó minimizar el galardón tildándolo de “premio al fascismo” y de ser una “herramienta del imperialismo de Trump”, el impacto simbólico ha sido devastador para la legitimidad de Maduro. Machado ha logrado algo que parecía imposible: transformar una derrota electoral forzada por el fraude en una victoria moral y política de escala global. Al dedicar el premio a los “presos políticos y a cada venezolano que se niega a rendirse”, Machado reafirmó que su lucha no terminó con el anuncio en Noruega, sino que entra en una fase de presión internacional sin precedentes.

Hoy, mientras se recupera de su lesión en un lugar no revelado tras abandonar Oslo por razones de seguridad, María Corina Machado sigue siendo el epicentro de la política venezolana. Su paradero es un misterio que atormenta a los servicios de inteligencia de Maduro, pero su voz es más omnipresente que nunca. Ha pasado de ser una dirigente local a convertirse en un símbolo universal de la resistencia civil contra el autoritarismo. El 2025 será recordado como el año en que el mundo finalmente reconoció que la libertad en el hemisferio occidental tiene nombre de mujer y que, a pesar de las cárceles, las actas robadas y los escondites, la verdad tiene una persistencia que termina por romper hasta las dictaduras más cerradas. Machado ha demostrado que el poder de una idea y la valentía de sostenerla pueden, efectivamente, mover las placas tectónicas del poder mundial.

Lea también: Trump no descarta una guerra con el régimen de Maduro: “Él sabe exactamente lo que quiero”

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