Polvo de estrellas, de David Cronenberg

La vida en un agujero negro

Oswaldo Osorio


Los universos del director canadiense David Cronenberg siempre van a ser inquietantes, no importa si se sitúan en el mundo de los video juegos, los accidentes automovilísticos, la mafia rusa o Hollywood. Esta película en principio parece solo una crítica y descarna mirada a la flagrante banalidad y decadencia que impera en la llamada Meca del cine, pero luego se va tornando en una de sus desquiciadas historias, incluso con algunos componentes de sutil horror.

El relato se centra en una famosa actriz, a quien ya le está empanzado a dar dificultad conseguir papeles, y también en una familia, en la que el padre es uno de esos gurús espirituales que guían al veleidoso rebaño de Hollywood, el hijo es un completo patán de trece años que protagoniza una popular serie y la hija es una desequilibrada joven que trata de rehacer su vida luego de que, en un oscuro episodio, quemó la casa y puso en peligro la vida de su hermano.

En la primera mitad del filme, que resulta más bien poco atractiva en términos narrativos y argumentales, Cronenberg se ocupa de presentar y definir a sus personajes, esto a partir de nerviosos diálogos y hostiles o hipócritas relaciones interpersonales, en las que se hace evidente el insensible material con el que está tejido aquel superfluo mundo y las angustias y muda desesperación de esta gente.

El director no tiene ninguna compasión en su mirada con esta fauna enferma de fama, porque sabemos que, aunque muchas de sus películas las ha hecho allí, no son películas de la industria. Siempre ha manejado una distancia con ese mundillo y en esta película demuestra una suerte de desprecio, tanto hacia estas personas preocupadas por nada distinto a sí mismas, como hacia esa despiadada dinámica de aquel deslumbrante y al tiempo sórdido negocio que “te mastica y luego te escupe”, como diría alguna vez Marilyn.

Pero en la segunda mitad, el relato se empieza a centrar en la oscura y enfermiza historia de esa familia. Inquietantes fantasmas o apariciones producto de la esquizofrenia se hacen presentes y empiezan a condicionar la trama y a los personajes. Así mismo, temas más retorcidos como el incesto, el suicidio, la violencia y el asesinato se toman el relato. Y aunque argumentalmente puedan parecer un poco forzados, no es difícil asociarlos a aquel mundo y sus prácticas. Es decir, esa truculencia en la trama puede verse entonces como una alusión directa a esa realidad de aquella ciudad y aquel negocio que el filme todo el tiempo ha estado criticando y desnudando.

No es de las mejores películas de David Cronenberg, hay que reconocerlo, pero sin duda se trata de un filme sin moldes ni fórmulas, una agria visión de un universo tan retorcido como los de sus películas de corte fantástico, un mordisco a la mano que en ocasiones le ha dado de comer y que, aún después de esta película, gracias a su talento y audacia, lo seguirá alimentando cada vez que a él se le antoje.

Vicio propio, de Paul Thomas Anderson

Cine negro hippie

Oswaldo Osorio


El cine negro generalmente está asociado con la estilización y austeridad del blanco y negro, con la pulcritud y gravedad de sus personajes, también con las sombras de la noche y los bajos fondos de sofocantes metrópolis. En esta película tiene todos esos elementos, pero también los contradice sistemáticamente o, al menos, los desarrolla con unas irónicas e ingeniosas variaciones.

Las contravenciones al clásico estilo del género comienzan por su protagonista. El frío y sofisticado detective privado, heredado de la novela negra y fundado por la fina presencia de Humphrey Bogart, es cambiado aquí por un hippie desaliñado y marihuanero. Aunque también es detective privado, también con la correspondiente ambigüedad moral que define a este personaje del cine negro y también siempre en busca de la verdad y la justicia, independientemente de sus métodos.

La extravagancia de la estética hippie y sicodélica es una constante irreverencia de color frente al histórico género, así como la soleada Los Angeles y sus playas hace desaparecer del registro los acechos nocturnos y la amenazante urbe. Sin embargo, con estos personajes y en este ambiente, ubicados en las antípodas de un thriller, la trama de crimen y corrupción se desarrolla con mayor gravedad y complicaciones que las que pudo tener El sueño eterno (Howard Hawks, 1946).

Y tal vez este es el gran fallo de esta película, esa casi ininteligibilidad de la trama con todas sus aristas, subtramas y personajes. Hay asesinatos, desapariciones, secuestros, carteles de droga e infiltrados en movimientos ideológicos. Todo pasa por las manos del protagonista, ese detective a quien vemos durante casi todo el metraje tratando de dilucidar algo con las escasas pistas que tiene, y el espectador, por su parte, está más desorientado que él. Solo al final se tiene un mapa completo de toda la intrincada historia, pero esto a costa del tedio y la incertidumbre causados por una extensa trama, más complicada que compleja.

No obstante, los buenos oficios de Paul Thomas Anderson (Magnolia, Boogie Nights, Petroleo sangriento) hacen que este problema se minimice al lado de asuntos concretos, como los inteligentes diálogos, muchas situaciones divertidas y fascinantes por su construcción, así como la concepción de los personajes y su relación entre sí, en especial la que llevan el detective y un policía que lo acosa, el leitmotiv más fuerte del relato, un estimulante juego entre el cinismo hostil, el honesto insulto y el distante aprecio.

No es una película fácil ni para todo tipo de público, pues es un relato que resulta más agradecido e inteligente para el espectador que tenga los referentes históricos del cine negro. Así mismo, aunque definitivamente esto es un problema de concepción y construcción de la historia (basada en una novela de Thomas Pynchon), es un filme que se disfruta (y se entiende) menos observándolo en plano general, pero resulta más atractivo y revelador si se miran elementos particulares o más de cerca: un personaje, una situación, una línea de diálogo o un referente al contexto cultural de la época.

Whiplash, de Damien Chazelle

Un choque en busca del genio

Íñigo Montoya


Esta película no es sobre música, ni sobre el talento, ni sobre el genio artístico, tampoco sobre el jazz o el espíritu que anida en todo artista y cada arte. Es una película sobre dos hombres egocéntricos, arrogantes y que hacen lo que hacen, al parecer, por los motivos equivocadas. En razón de esto, no me parece la bella y apasionada película que muchos han querido ver, sino una complaciente pelea de gallos que tiene a la música solo como una excusa (solo se escuchan un par de canciones!).
Tenemos entonces a Fletcher, un profesor de música que entrena -no se puede usar otro término- una banda de jazz en una prestigiosa universidad. Más que una práctica o enseñanza, sus clases son torturas físicas y sicológicas a los estudiantes, más cercano a la primera parte de Nacidos para matar que a Mr. Holland Ophus. Y se supone que hace esto porque está buscando al próximo Charlie Parker. Por otro lado, está Andrew, un mozuelo sin madre que, más que aprender y disfrutar de la música, quiere ser el más grande baterista que existe.
Como se puede ver, pues, la música para ellos solo es un medio, porque el fin es una meta que solo les traería grandeza a sí mismos, con lo cual se despojan de toda seña del humanismo o de la sensibilidad que siempre están asociados al arte y a su práctica. Por esta razón, no hay manera de identificarse con ninguno de los dos personajes ni con sus acciones o motivaciones. Hay una tensión constante en el relato, claro, pero por la dinámica víctima victimario o por la confrontación de egos, pero al final resulta artificial cuando, de forma complaciente, al parecer los dos ganan, los dos tienen la razón.
Yo quería ver una buena película sobre música, sobre ese misticismo y libertad que representa el jazz, pero solo vi a un niño arrogante que asumió ese misticismo como una mera competencia contra el mundo y a un inclemente profesor que convirtió esa libertad en un mecánico entrenamiento de máquinas humanas que saben leer música.

Alma salvaje, de Jean-Marc Vallée

Viaje a pie

Oswaldo Osorio


Esta es una road movie a pie. Y como en todas las road movies, quien viaja lo hace buscando y/o huyendo de algo. Además, la travesía no solo es física sino -o sobre todo- emocional. En esta historia su protagonista, Cheryl Strayed, huye y busca. En medio de esto también se transforma y, consecuentemente, al final de la travesía no es la misma mujer que la inició.

Cheryl Strayed decide recorrer sin compañía la Pacific Crest Trail, una ruta de mil seiscientos kilómetros que recorre de sur a norte el oeste de Estados Unidos. Paulatinamente y sin afanes, el relato va aclarando la razón de este viaje. Para hacerlo, el director apela a una estructura narrativa en la que la continuidad cronológica del viaje es constantemente interrumpida por miradas al pasado de la protagonista: a su infancia, a la relación con su madre, a su malogrado matrimonio y su vida cargada de culpa e insatisfacción.

En esta visión fragmentada, pero articulada por el viaje a pie, se ven al menos tres diferentes Cheryl Strayed: la niña, que a pesar de las adversidades de su familia no ha perdido la inocencia; la mujer, sumida en una espiral de autodestrucción; y la caminante, que busca su redención recorriendo ese largo sendero y sufriendo físicamente, por el consecuente maltrato de tan dura empresa, pero también emocionalmente, por las culpas y fantasmas del pasado que acudían a llenar los espacios de su soledad.

La que más se puede ver en el relato es, por supuesto, la última, quien paradójicamente está más desorientada que la niña y la mujer, pero es una desorientación producto de su voluntad de cambiar y renovarse. No sabe cómo o si lo logrará, pero esa desorientación es como una hoja en blanco en la que -un poco literalmente, debido al diario que lleva- quiere reescribir su destino.

Si bien es una historia de corte biográfico, no es la reconstrucción esquemática de la vida de una persona, de esas que muchas veces se hacen tan planas y predecibles cuando apelan al esquema del biopic (biografía cinematográfica), sino que, justamente por hacer el énfasis en la caminante, el relato pone el acento más en lo reflexivo que en lo anecdótico. Para ella, la visión de su vida en perspectiva le permite ver y entender lo que en el pasado estaba cubierto por un velo de inexperiencia, tozudez e inconsecuencia. De ahí que esos episodios del pasado aparecen en la película, más que como insertos de su historia pretérita, como pensamientos, emociones o sentimientos.

La música contribuye mucho a esta forma de crear esas imágenes-sentimientos. Una canción que la conecta con una vivencia o con una emoción, luego resuena en su cabeza y aparece y desaparece sutilmente en la banda sonora, entonces las notas musicales, a veces apenas insinuadas, le dan pie a una sensación más amplia o a una idea, ya nostálgica o dolorosa, que ha marcado su vida o que apenas empieza a descubrir.

Con C.R.A.Z.Y (2005) y Dallas Buyers Club (2013) el canadiense Jean-Marc Vallée ya había dado pruebas de su buen criterio para contar historias y desarrollar personajes que luchan contra sus circunstancias para encontrar su identidad o reinventarse. En este filme sabe dar cuenta de la experiencia vital de una mujer, pero sin tomar el camino fácil, pues le apuesta más a la construcción interna del personaje y a una mirada reflexiva de su historia, sin concesiones emocionales ni heroísmos redentores, solo propone el relato honesto y sensible de una mujer que quiso ser la mujer que su madre crió.

Foxcatcher, de Bennett Miller

Cómo comprar una mascota y una medalla

Íñigo Montoya


Las películas sobre deportes suelen ser relatos de superación o periplos de asenso y caída. Las dos opciones terminan por ser predecibles y repetitivas. Por eso fue una sorpresa ver cómo esta historia no cae en lo uno ni lo otro, aunque tiene de cada opción un poco. De ahí que resulte una película intrigante en el rumbo que va a tomar y que pone en juego unas situaciones e ideas que rara vez están en la ecuación usada para este tipo de cine.

Es la historia de un millonario que hace de mecenas de un grupo de luchadores, en especial de un medallista olímpico en quien centra sus esperanzas de ganar otra medalla dorada, para el deportista y, sobre todo, para él mismo, que fungiría como entrenador. Hasta aquí tenemos una premisa que no se sale mucho de los esquemas enunciados atrás y, hasta cierto punto del relato, así avanza la trama durante un buen tramo, sometiendo al espectador un poco al tedio de lo obvio y predecible.

Entonces este par de personajes comienzan a mostrar su verdadera naturaleza: el luchador, su falta de carácter y voluntad para obtener lo que supuestamente quiere con tanto fervor; y el millonario, sus vicios y pusilanimidad siempre cubiertos por la gruesa cortina de su cuenta bancaria. Pero lo más llamativo de la historia, y al tiempo lo más turbador, es la relación que se establece entre los dos, la cual pasa del agradecimiento del deportista a su mecenas y la admiración de este por aquel, a una situación de sometimiento del joven (aunque el filme se mostró muy tímido, por no decir cobarde, cuando evitó las connotaciones sexuales) y luego de una tensión que llegó hasta el repudio total.

Cuando el hermano del luchador entra más plenamente en escena como entrenador del equipo, como el único personaje aplomado y noble, todo el relato se convierte en una sucesión de situaciones incómodas y tensionantes que este hermano trata de catalizar. Pero lo que ocurre es que se enfatizan más la conformación de estos tres personajes, consiguiendo con esto una intensidad dramática cargada de diversas emociones, que el director sabe muy bien capitalizar en un relato que no termina de sorprender e impactar hasta el último minuto.

Birdman, de Alejandro González Iñárritu

¿La virtud está en el artificio?

Oswaldo Osorio


No pretendo negar el indudable ímpetu dramático de los filmes de Alejandro González Iñárritu, ni la fuerza de sus personajes o la intensidad que consiguen sus historias gracias a los recursos narrativos que utiliza. Todas esas características están presentes en sus cinco largometrajes. No obstante, a pesar de estos adjetivos, tampoco implica que necesariamente haya una especial virtud en estos elementos, los cuales, si se miran detenidamente, evidencian una cierta tendencia al artificio y el efectismo.

Y no es que no pueda haber artificio y efectismo en el cine, al contrario, buena parte de la industria está basada en ellos y funcionan de maravilla, pero otra cosa es que estén presentes en películas que pretenden abordar unos temas y personajes serios y cargados de realismo, como las de González Iñárritu. Ese artificio empieza por la misma concepción de sus historias y personajes, un amasijo de elementos cruentos y extremos: desahuciados, trágicos accidentes, adictos, venganzas, asesinatos premeditados y al azar, y un largo, truculento y sórdido etcétera.

Birdman no tiene tantos excesos y se concentra en un solo personaje y en una premisa clara y sólida: una vieja estrella de Hollywood que se quiere reinventar haciendo una obra de teatro, y con ello demostrarle al mundo, y a sí mismo, su valía. A partir de esta premisa, efectivamente el director crea el inquietante retrato de un hombre y sus batallas internas, determinadas por el pulso que se da en la vieja confrontación entre arte e industria, así como las repercusiones que esto tiene en la valoración que se hace de los artistas según opten por lo uno o lo otro.

Sus inseguridades como hombre, padre y actor son puestas de manifiesto de forma lúcida y angustiante en cada escena y recurso de la película, empezando por esa voz de sí mismo que retumba en su interior, la cual resulta tan contundente como -claro que sí- artificial y efectista. Por eso tal vez lo mejor y más honesto de este filme no es tanto esa suerte de esquizofrénico desdoblamiento del personaje central, sino la manera como los demás personajes lo reflejan y contribuyen a complementar la premisa del relato. Porque una buena forma de conocer a alguien es observar sus relaciones con los demás y cómo estos lo perciben. Además, de paso, ese coro de personajes también evidencia sus voces y demonios internos.

Pero mi reparo con este filme es que, para dar cuenta de este personaje y su premisa, González Iñárritu recurre a sus viejos trucos, que subrayan sobremanera lo que quiere decir o extorsionan las emociones del espectador. No están aquí las peripecias narrativas de sus tres primeras títulos (las rupturas -muchas veces gratuitas- de la linealidad narrativa en Amores perros, 21 gramos y Babel), pero sí ese falso plano secuencia, que a veces es ideal para respaldar al personaje o una situación, pero otras solo es pura vanidad técnica; por otro lado, están la hija en rehabilitación, el posible embarazo, los excesos de aquel actor del método y ni qué decir del par de giros forzados -y muy complacientes- del final, todo lo cual es constatación de su necesidad de crear el drama desde afuera, a partir de elementos extremos, artificios y efectismos.

St. Vincent, de Theodore Melfi

El gruñón y el inocente

Íñigo Montoya


Una película divertida y entretenida pero predecible y complaciente. Es una lástima cuando uno se encuentra con esta contradicción, producto de una calculada combinación entre un cine inteligente y prometedor, pero desarrollado con recursos gratuitos y facilistas, que además apelan a lo más elemental de las emociones del espectador.

La historia parte de un esquema conocido,  pero que en ocasiones ha dado para unos relatos originales y de calidad. Este esquema es el encuentro entre dos contrarios que terminan, no solo conviviendo, sino además con unos estrechos lazos afectivos: de un lado, un viejo gruñón, empobrecido y políticamente incorrecto, y del otro, un inteligente pero inocente niño de buen corazón y que siempre sigue las reglas.

El esquema da para una divertida y emotiva trama llena de humor (visual y negro), sentimentalismo, aventuras, dramas y pilatunas (porque el viejo a veces se porta como un niño y el niño a veces tiene la madurez de un viejo). En el camino, se desarrollan los conflictos de un lado y de otro, lo cual contribuye a que se fortalezca la relación. Todo está muy bien puesto en esta cinta y el esquema funciona perfectamente, pero el espectador siempre está un paso delante de la trama. Poco sorprende y nada nuevo dice.

Esta sensación es subrayada por la presencia de Bill Murray, quien se ha convertido en la última década en un actor de culto, eso a pesar de que casi siempre en sus protagónicos tiene el mismo registro, esto es, el viejo antisocial y de gesto siempre desganado que carga en una mano un trago y en la otra un cigarrillo. Así lo estamos viendo desde que empezó sus colaboraciones con Wes Anderson (Rushmore, Viaje acuático, Los excéntricos Tenembaum, Moonrise Kingdom), pasando por Perdidos en Tokio, hasta las Flores Rotas de Jarmush.

El francotirador, de Clint Eastwood

Dios, patria y familia

Oswaldo Osorio


Hay una dualidad constante en el cine de Clint Eastwood, por una parte, la frecuente presencia y casi apología de la violencia, el uso de la fuerza y un subido patriotismo de derechas; pero por otra, una inclinación por historias donde prevalece el humanismo y con personajes que, aun en medio de la violencia, tratan de tomar partido por la libertad y la justicia, incluso por la ternura.

En El francotirador (American Sniper, 2014) está presente esta dualidad. La historia de Chris Kyle, sus misiones en Irak, la leyenda que se creó en torno suyo y las repercusiones que tuvo la guerra en su vida, son relatadas por Eastwood en este filme, además con ese pulso firme y lucidez que lo han convertido en el último gran maestro del cine clásico de los Estados Unidos.

Por momentos parecía que iba a ser una de esas tantas películas sobre la ocupación del ejército estadounidense a países del Oriente Medio, de esos himnos a la guerra y al imperialismo que ha hecho, por ejemplo, Kathryn Bigelow (Zona de miedo, La noche más oscura), concebidos sin ninguna duda ética ni ambigüedad ideológica en sus personajes o en el punto de vista del relato frente a la ocupación o a la guerra misma.

Algo de eso hay en esta película, porque la mitad de ella se concentra en el thriller bélico, planteado incluso de una manera esquemática: reducir la guerra a la confrontación entre tres hombres. De un lado, un valiente soldado y bienintencionado patriota y padre de familia; y del otro, un “carnicero” que lidera la resistencia y su letal francotirador (tampoco es el primer, ni el mejor, duelo de francotiradores que vemos en el cine). En esta parte el director aplica del manual las formas más básicas -y eficaces- del drama bélico y del cine de acción.

Sin embargo, el contrapunto a esta parte, hecha sobre la plantilla del cine bélico comercial de Hollywood, está en la mirada más de cerca que plantea el relato acerca del personaje, sobre todo cuando no está en el frente, y especialmente cuando departe con su familia. De forma sutil, pero angustiante y conmovedora, se dibuja el contraste que hay entre ese héroe de guerra con el hombre que luego se ve en casa, quien ha heredado una permanente tensión y que parece haber perdido su tanto capacidad para vivir en familia como para disfrutar del estilo de vida por el que se supone ha combatido todos esos años.

Y no solo es el retrato de otro soldado con traumas de guerra, porque Clint Eastwood (apoyado en la interpretación de Bradley Cooper) es capaz de darle la vulnerabilidad y humanidad que contrasta al compungido hombre vestido de civil con ese guerrero protector que se puede ver en Irak. Es la misma persona pero con una actitud casi opuesta en un lugar y en otro. Le cambia el gesto, la voz, la expresión corporal y hasta la seguridad en sí mismo y en lo que cree.

Es entonces cuando se evidencia que no es otra película bélica ni una apología a la guerra o a la violencia, pues el relato pone de manifiesto en este filme esos dos aspectos que más atrás este texto le reclamaba a otros de su tipo: En primera instancia, se puede ver cómo duda el personaje frente a esa cruenta realidad y su sentido (aunque nunca lo dice explícitamente), y en segundo lugar, se aprecia la forma en que el punto de vista de la película es un claro cuestionamiento a la guerra y a esa forma de patriotismo.