María Callas, de Pablo Larraín

Los últimos días de una diva

Oswaldo Osorio

Y Pablo Larraín lo hizo de nuevo: El biopic de una prima donna que se sale de las convenciones de las biografías cinematográficas y que se esmera en trascender hasta su esencia, como diva y como mujer, sin importarle mucho la sucesión de acontecimientos destacados de su vida. Bueno, las otras dos no pertenecían a la ópera, pero sí fueron primeras damas: Jacqueline Kennedy en Jackie (2016) y Lady D en Spencer (2021), cerrando así su trilogía de mujeres icónicas del siglo XX.

Sorprende cómo el mismo director que realizó tan ásperas películas sobre la dictadura de su país (Tony Manero, Post Mortem, El Conde), tenga no solo el interés sino también la sensibilidad para abordar estos personajes y su mundo interior. Porque eso es lo que hace Larraín, tratar de comprender íntimamente a estas mujeres en sus circunstancias y en retrospectiva. Si bien con María Callas no estaba el peso de la política y del poder rodeándola y acosándola, había otros tipos de fuerzas que la atraían, la repelían o la condicionaban.

La principal fuerza, sin duda, era el público y lo que de ella se esperaba. O al menos eso es lo que decide enfatizar el relato del cineasta chileno, para lo cual usa como principal recurso abordar al personaje en su última semana de vida, y solo dando esporádicas miradas a algunos episodios de su historia, empezando por unos apoteósicos minutos iniciales en los que deja clara la magnitud del talento de la Callas, de su regia presencia en los fastuosos escenarios y hasta de la entrega con que Angelina Jolie la iba a interpretar en el resto del metraje.

El retrato que de la diva propone la película en esos últimos días es casi el de un ser muerto sin haber muerto. Así que elegante espectro de esta mujer deambula por la pantalla y por las calles de París sin más aliciente que el de esperar su fin. Por eso abandona su propio cuerpo, sin más alimento que los barbitúricos y repeliendo cualquier cuidado médico. Porque María hacía mucho había dejaado de existir, cuando su magnífica voz la convirtió en La Callas: “No existe vida fuera del escenario”, decía. De manera que sin voz no hay Callas. El relato insiste en esta pérdida y en sus consecuencias, haciendo de este sombrío estado de ánimo el tono general de la película. Todo esto la convierte en una historia sobre la muerte y la agonía, más en lo espiritual que en lo vital.

Pareciera también que es una historia sobre el delirio, pero es preferible ver sus largas conversaciones imaginarias con el joven periodista como un recurso narrativo, no tanto como un desequilibrio del personaje. Este recurso le permitió a Larraín y a su guionista, Steven Knight, profundizar –y también especular, por qué no– en las honduras emocionales de esta mujer y en su relación con su arte y con el mundo, destacándose especialmente en esta parte (aunque igual cubre toda la película) el ingenio y la agudeza de los diálogos, sobre todo en la manera como ella define las cosas de la vida y como lidia con las demás personas. Hay que añadir que ese falso delirio también le permitió al cineasta, desde la puesta en escena, crear esas bellas y enérgicas representaciones operáticas en las plazas y espacios públicos de París.

No es posible conocer cabalmente a una persona con una película, eso lo sabemos desde El ciudadano Kane, pero para un biopic, sin duda puede haber un mayor acercamiento con el “sistema Larraín”, el cual prefiere concentrarse en un periodo crucial o significativo del personaje y, desde allí, proyectar su vida y su espíritu. En consecuencia, me gustó conocer así a María Callas, a pesar de lo apesadumbrado del punto de vista elegido y de atestiguar los estertores de su sagrada voz. Porque su fama y sus momentos de éxito están descritos en Wikipedia, pero para tener acceso a lo velado y a lo intangible, bueno es confiar en la labor que hacen autores como Pablo Larraín.

Malta, de Natalia Santa

Una mujer real

Oswaldo Osorio

A veces, para encontrarse hay que irse. Esa es una idea que ha funcionado para mucha gente, y con más frecuencia para los jóvenes. En el horizonte de Mariana y de este relato está la isla mediterránea de Malta, eso quiere decir que esta película, desde su mismo título, empieza con un deseo, pero antes la historia debe dar cuenta de cómo es la vida de ella y cuál es ese mundo que quiere dejar. En ese trámite, Natalia Santa logra construir una pieza aparentemente sencilla pero llena de capas, dramática, emotiva, graciosa y con una sólida puesta en escena en su base.

A Santa ya se le conocía por La defensa del dragón (2017), una película muy diferente en su tema y personajes, pero con una concepción del cine similar a esta: un realismo cotidiano ejecutado de manera elocuente, más interesado por el devenir de sus personajes y sus relaciones que por un gran conflicto central, y con la actuación y los diálogos como la fuerza que mueve el relato. Es un cine sin concesiones, directo en lo que quiere decir pero sin ser obvio, y que puede lograr un alto grado de identificación con cualquier espectador.

Tal vez la principal virtud de esta obra es la construcción de su protagonista, una mujer auténtica y ricamente compleja, definida sin apelar a lugares comunes ni estereotipos, todo lo contrario, concebida desde una forma de representar a la mujer como el cine colombiano apenas se está atreviendo recientemente (La piel en primavera, Cristina, El alma quiere volar, ¿Cómo te llamas?, Una mujer). Así como podemos ver que se orina en el baño o se mancha el bluyín cuando le llega el periodo, presenciamos su vida sexual sin ningún tipo de juicio o énfasis moral. También trabaja, estudia, flirtea con un compañero o discute y ama a su familia. Es una existencia llena de facetas y matices que la ponderan como personaje, el cual termina siendo más parecido a la vida que al cine mismo.

Mariana vive agobiada por una suerte de descontento existencial. Por eso se quiere ir. La ausencia del padre, la relación tensionante con la madre, la falta de amigos, cierta precariedad económica… son muchos los factores. De ahí que es una mujer con la que hay que lidiar para entenderla, porque incluso a veces resulta repelente. Pero, por eso mismo, siempre es tan real, tan de carne y hueso, no solo hecha artificialmente de diálogos e imágenes. Sus distintos rangos y matices se pueden ver mejor cuando está en el entorno familiar, donde la directora consigue sus mejores escenas, tanto las emotivas y desenfadas como las duras y dramáticas. Es fascinante ver cómo esta película pasa fácilmente de un tono a otro en esas relaciones familiares.

También es una película sobre la ciudad, o al menos sobre esa Bogotá de Mariana, que suele ser fría, tanto por el clima que obliga a todos a andar abrigados como por el contacto entre las personas, que parecen necesitar del calor del licor y la música para socializar mejor. La cámara recorre las calles y se monta al transporte público con su protagonista. Ambas miran la ciudad con cierta distancia y recelo, con la única banda sonora del sonido ambiente, y solo a veces, unas –más frías aun– clases de alemán.

Y además de todos estos componentes, a Natalia Santa todavía le quedó tiempo y espacio en la historia para proponer una línea alivianada por el humor, que bien sabe salpimentar el relato. La relación de Mariana con su compañero de estudio (un divertido Emmanuel Restrepo) contribuye a que ella se salga de tanta hosquedad que la define y se abra a contarnos más de ella, de su pasado y sus anhelos, pero también pone en evidencia sus frustraciones y reticencias.

Malta es una película que hace parte de un cine nacional significativo y que va a perdurar: cine de autora, con un guion que ya no tiene vicios y cargas literarias, una poco frecuente forma de representar a la mujer y un tipo de realismo que toma distancia del realismo social y con agenda política. Una obra compleja, orgánica y sensible al abordar a sus personajes y temas. Una segunda película que nos promete a una importante cineasta del futuro.

 

 

La luz que imaginamos, de Payal Kapadia

Llueve para dos mujeres

Oswaldo Osorio

Uno esperaría de una película india que no fuera muy europea… salvo que la haya premiado un festival europeo. Y aunque esta se llevó el Gran Premio del Jurado en Cannes en 2024, de todas formas, esperaba que esto no fuera así. Pero parece que fue muy ingenuo de mi parte, porque, además, el jurado de ese año estaba presidido por la estadounidense Greta Gerwig, así que darle el premio a una película sobre mujeres y con la narrativa propia del cine de autor europeo o independiente gringo, parecía una decisión apenas obvia.

Ese es el problema de llegar con expectativas a ver una película, y en este caso lo que esperaba de La luz que imaginamos (All We Imagine as Light) era por doble partida: ver cine indio y apreciar un premio de prestigio en Cannes. No obstante, ni con lo uno ni con lo otro quedé conforme, pues insisto en que, por un lado, su narrativa se acerca más al cine de autor Occidente y, por otro, no me pareció la obra maestra de la que muchos hablaban. Lo extraño es que Payal Kapadia no tiene formación europea, por lo que necesariamente hay que introducir el debate sobre cineastas tercermundistas que, consciente o inconscientemente, hacen cine más para el espectador extranjero, especialmente el “festivalero” europeo, que para el de su propio país.

Ahora sí, hablando de la película, se trata de un relato donde no importa tanto un hilo argumental convencional como sí la cotidianidad de dos enfermeras y su problemática relación con los hombres, así como con las normas sociales que tienden a regular estas relaciones. Prabha, la mujer mayor, lidia con su soledad en tanto su esposo, que poco conoció, lleva un año viviendo en Alemania; mientras que Anu, la más joven, oculta su prohibido noviazgo con un musulmán. Son dos situaciones sin salida que condicionan las vidas y estados de ánimo de estas dos compañeras de vivienda y de trabajo.

Sin historia convencional, un relato de cotidianidad, personajes ordinarios y largos planos contemplativos, son conocidos gestos narrativos de un cine que vemos con frecuencia en otras latitudes y que, de todas formas, permiten dar cuenta de unos universos emocionales y espaciales que tienen fuerza y hasta son reveladores. En general, eso ocurre en esta película, el problema es que es tan reconocible la fórmula que poco es lo que sorprende, tanto en lo que nos quiere decir como en la forma en que lo dice, lo cual es reforzado por una música muy eficaz en cuanto a su belleza y emotividad, pero por completo ajena a esos personajes y a ese Mumbai siempre atiborrado, bullicioso y continuamente acompasado por la lluvia.

Hay que reconocer que el relato sabe jugar con el contraste entre las dos protagonistas, pues mientras Anu es vivaz y rebelde, Prabha es contenida y silenciosa, sin embargo, el conflicto de la primera es más obvio y recurrente en el cine de estas latitudes (amor prohibido por diferencia de religiones), mientras que el de la segunda resulta más sutil y lleno de calladas connotaciones, pues se trata de una mujer que reprime sus emociones porque está más alienada por los condicionamientos sociales, aun así, es un personaje con una noble y sensible humanidad que siempre le da calidez a esta historia.

No obstante, el problema con estos personajes y su desarrollo es que extraña un poco que este relato, aun siendo contado en este tiempo y escrito y dirigido por una mujer, sea solo una historia de mujeres, pero no tanto una película feminista, pues en su tratamiento y punto de vista ellas siguen siendo definidas por el mundo de los hombres. La cineasta nunca les da una alternativa ni vestigio de escapatoria alguna. A lo sumo, hacia el final, como un gesto de sororidad, hay una aceptación de la trasgresión social que está haciendo Anu por parte de las dos mujeres mayores. Y tal vez por eso lo mejor de la película es esa situación e imagen últimas antes de los créditos.

 

 

El libro de las soluciones, de Michel Gondry

De las manías del genio

Oswaldo Osorio

“Ningún genio fue grande sin un toque de locura”, cita Rosa Montero a Séneca, en su libro El peligro de estar cuerda, para empezar a desarrollar su larga reflexión sobre la relación entre la creatividad y las rarezas y manías de los seres humanos. El genio (y loco) audiovisual que es, sin ningún atisbo de duda, Michel Gondry, es puesto en escena por él mismo en esta película, sin que podamos saber (aunque tampoco importe mucho) qué tanto del ingenioso director francés hay en ella.

Además de sus posibles manías, el relato fue construido también a partir de un hecho que realmente le ocurrió al cineasta en 2012, cuando tuvo que escaparse con su película Mood Indigo, luego del riesgo que corría de que se la apropiaran sus productores. Así que es posible ver en esta pieza una versión de “genio trabajando”, pues en ella se pueden reconocer muchos de los procedimientos y gestos creativos que tanto nos fascinan y sorprenden de películas suyas como Eterno resplandor de una mente sin recuerdos (2004), La ciencia del sueño (2006) y Be Kind Rewind (2008), o de los videos musicales que creó para The Rolling Stones, The White Stripes, Björk, Radiohead, Chemical Brothers y tantos otros.

Tal vez su naturaleza autobiográfica lo hace un título diferente a los anteriores. Es como si esta vez estuviera haciendo una película más para él mismo que para los demás: el cine como catarsis o como auto terapia, podría pensarse… Aunque también como reproche (o venganza) contra los productores que limitan a los creadores y contra los colegas traidores que terminan caminado tras el dinero (y a quienes puede matar en la ficción).

El caso es que es fácil ver a Michel Gondry en Marc Becker (¿Homenaje, tal vez, al querido cineasta francés de los años cincuenta, Jacques Becker?). Pero el asunto es que igual quienes le rodean como los espectadores tenemos que lidiar tanto con el genio como con el maniático, cuyos peores defectos son los de egocéntrico y tirano. Por eso la sensación al ver esta película es un constante estado de contradicción, pues encanta y repele al mismo tiempo. Encanta porque podemos ver a ese genio en acción, con su entusiasmo arrollador, sus ideas brillantes (las gafas de hojas) o divertidas (el camiontaje) o disparatadas (el documental sobre una hormiga), así como por su humor inteligente y esos recursos visuales y de puesta en escena que, como una muñeca rusa (y como el afiche), la película mete dentro de otra película y (a veces) dentro de otra película. Es la mente de Gondry trabajando a distintos niveles.

Sin embargo, también repele porque puede llegar a ser un individuo insoportable y con quien poca empatía se logra tener. Es un torbellino de aceleres y arrebatos, de crisis y caprichosas pataletas con las que todos tienen que ver y cuyo único antídoto parece ser su querida tía –de quien en 2009 hizo un documental titulado La espina en el corazón–. No obstante, todo ese comportamiento errático y grosero es matizado por dos cosas: por un lado, haber abandonado su medicación, y por otro, la manera paciente y comprensiva con que los demás lo soportan y lo quieren, lo cual puede ser reflejo de la verdadera persona que es, y aquí podemos estar hablando de Marc o de Gondry.

El libro de las soluciones (Le Livre des solutions, 2024), para quienes somos admiradores de este creador, es un acontecimiento, pues sus películas son muy espaciadas en el tiempo. Y aunque esta no alcanza a maravillar como otros de sus trabajos, efectivamente está construida con la misma materia prima: personajes que ven el mundo de manera distinta y se enfrentan a él con cierta ingenuidad y creatividad, historias juguetonas y refrescantes, una tremenda inventiva visual y un espíritu siempre inquieto y reflexivo sobre la existencia y las pequeñas cosas que pueden conducir al bienestar o la felicidad.

 

La semilla del fruto sagrado, de Mohammad Rasoulof

Así en la casa como en el país

Oswaldo Osorio

El cine iraní parece que solo lo hicieran expresidiarios. O al menos el que llega a nuestras carteleras, que suele ser el premiado y apoyado internacionalmente (léase Europa), casi siempre porque sus películas denuncian las injusticias y la represión del régimen. Así como Jafar Panahi, Ali Asgari y tantos otros, Rasoulof fue condenado a prisión por hacer películas que no hablan bien del estado de cosas en Irán. Pero con este nuevo título no escarmentó (como ninguno lo hace, afortunadamente) y repitió la dosis de denuncia y crítica, esta vez por la forma como son tratadas las mujeres en su país.

Un juez al servicio del Estado pierde su pistola de dotación y sospecha que alguna de sus dos hijas, o hasta su esposa, la tomaron para perjudicarlo. Esto sucede al mismo tiempo que en Teherán se presentan manifestaciones donde las mujeres, a pesar de las violentas represiones y múltiples encarcelamientos, protestan por las imposiciones del régimen, que empiezan por el uso obligatorio del hiyab y prohibiciones en su indumentaria. Pero claro, el velo sobre su cabeza solo es el símbolo de una condición subalterna y de constante amenaza en que viven las mujeres en ese país, y por extensión en el mundo islámico, así como la relación de las mujeres de esta familia con el juez resulta una clara expresión del funcionamiento del sistema.

El título y el epígrafe de la película hacen referencia a un árbol que crece sobre otros y termina estrangulándolos con sus raíces. La verdad, no sé bien si esta metáfora sugerida quiere hacer alusión a que las mujeres son estranguladas por el sistema o que estas, en su lucha actual, finalmente terminarán sofocando a aquel. Lo cierto es que habla claramente de un conflicto que parece de vida o muerte y en el que solo puede haber un sobreviviente, quien vencerá de forma violenta e inexorable.

En ese laboratorio de país que es la familia del juez, el conflicto comienza sugerido por un padre distante y al que se le debe guardar un respeto reverencial. Sus hijas son como de su propiedad, y por tanto, como tales, debe proteger y controlar. Pero con la desaparición de la pistola, la tensión se empieza a equiparar con la de las calles, donde los bandos están bien definidos y la violencia latente se torna real y, en últimas, fatal. Pero en este difícil trance doméstico lo que más llama la atención y es manejado por el guion con gran habilidad, es la construcción del personaje de la madre y las posiciones que asume ante esta crisis. Los demás personajes están claramente definidos, incluso arquetípicamente, pero la madre resume la complejidad del problema y de la situación de este país teocrático, donde hay dos posiciones extremas y ninguna posibilidad de un punto medio, de una conciliación, así que ella pendula entre ser la autoridad que debe mantener el orden, pero también la mujer que comprende la inequidad y represión en que viven sus hijas. Con una fluidez y credibilidad sorprendente, ella puede pasar de un bando al otro, aunque, inevitablemente, llegará el momento en que se verá obligada a definirse por fin.

Sin embargo, no todo es virtud y relevancia en esta película. Su gran debilidad es su incapacidad para concretar lo dicho, que en realidad siempre fue muy claro y definido, en menos tiempo. Es decir, fue innecesario esperar casi tres horas de metraje para entender lo que quería decir; y ni hablar de ese último segmento en el pueblo del juez, donde la sobriedad de la puesta en escena previa se desbarata con ese torpe juego del gato y el ratón en que él se trenza con “sus mujeres”, para finalmente terminar en un clímax de pantomima y aburridamente predecible. Claro, esto no opaca sus valores, pero sí hace la diferencia entre ser solo una película importante a ser una gran película.

La jauría, de Andrés Ramírez Pulido

El no futuro tolimense

Oswaldo Osorio

Más que una jauría, los jóvenes que protagonizan esta historia parecen uno de esos grupos de perros que tiran de un trineo, pues en lugar de estar dispuestos para lanzarse a la caza, han sido cazados y sometidos. Conservan su rabia latente y una irrefrenable pulsión de libertad, pero tanto sus carceleros como el relato los mantienen confinados por sus propios intereses, los primeros para acondicionar una finca de recreo y el segundo para dar cuenta de unas dinámicas de violencia, marginalidad, corrupción y desesperanza social y existencial.

Esta ópera prima tiene un gran problema para quienes han visto los dos cortometrajes previos de este director: El Edén (2016) y Damiana (2017). Y es que, conociendo los cortos, el largo no sorprende, incluso le hacen spoilers y hasta compiten con él en la complejidad y hondura de su premisa. La Jauría es la combinación de las circunstancias y personajes de Damiana con la locación y un hecho crucial de El Edén. Es cierto que en el cine de autor los vasos comunicantes entre sus obras y la reiteración de temas, personajes y universos es algo común, pero tal vez en este caso resultó contraproducente, al menos para las expectativas de aquel espectador que esperaba esa gran película ganadora del Premio a la Semana de la Crítica en Cannes.

Hecha esta significativa salvedad, hay muchos elementos adicionales que el largometraje propone. Se trata de la historia de Eliú, quien se encuentra en una especie de centro de reclusión para su resocialización luego de asesinar a un hombre. Cuando llega a aquel centro el Mono, el otro joven con quien cometió el crimen, el ambiente en el lugar se torna inestable y enrarecido, incluso amenazante.

Este ambiente es tal vez la principal virtud del filme, pues el recién llegado aumenta la sensación de zozobra del lugar, que ya de por sí se mostraba adverso y anómalo. Empezando por esa suerte de filosofía de reaconductamiento que les aplican mientras los someten a trabajos forzados. También el calor intenso, el tupido sonido la naturaleza, las precarias condiciones de vida, los mantras de una terapia inútil y la permanente coacción carcelaria. Todo se conjura para hacer de este universo un lugar inquietante para el espectador e insoportable para estos jóvenes. La tensión se siente a cada minuto, con cada diálogo y la presión es latente, por lo que en cualquier momento se espera el estallido.

En medio de todo esto, el relato despliega una radiografía de distintos aspectos nada halagüeños, empezando por la condición marginal de sus protagonistas, producto de sus precarias circunstancias sociales y la falta de oportunidades, así como por las subsecuentes malas decisiones que los llevaron a este abismo. Igualmente, la construcción de estos personajes sugiere una ambigua mentalidad entre un espíritu de supervivencia y de derrota, la cual está cruzada por sentimientos primarios como la venganza o la violencia. Incluso la historia proyecta, con descarnada claridad por vía del hermano menor, la cíclica renovación de esa generación de marginales y desadaptados. Es la versión tolimense del no futuro.

Otro asunto radiografiado en el relato es la corrupción en estos centros de detención y la condición de usar y tirar de quienes permanecen recluidos en ellos; de la misma forma, está esa violencia normalizada en todas las instancias del contexto nacional. Todo se quiere resolver con la supresión del otro y, la más de las veces, impunemente. Aunque llama la atención que esta violencia, que hace parte de la cruenta realidad del país, esté aquí cruzada por un componente no realista, por un guiño sobrenatural, lo cual, valga aclarar, no es una propiedad exclusiva de esta película, sino que muchos otros títulos del cine colombiano cuentan con esta combinación, como Todos tus muertos, Retratos en un mar de mentiras o Los reyes del mundo.

Se trata, sin duda, de una obra con una fuerza y un universo muy singulares, aunque hable de aspectos recurrentes del cine colombiano de autor: violencia, marginalidad y jóvenes sin futuro. Lo único que se resiente en ella es que, a pesar de todos esos asuntos referidos en este texto, la premisa, encarnada en el protagonista, parece reducida a la mera supervivencia: respirar, mimetizarse, aguantar y escapar. Y es que no necesariamente se pueda decir que la mirada de largo aliento contribuye a la construcción de unos personajes más complejos, de hecho, hay algunos muy esquemáticos, el Mono, por ejemplo.

Tal vez estoy siendo muy exigente con ella, pero de nuevo aplico el criterio de comparación con sus cortos, sobre todo con El Edén, en el que en solo quince minutos unos personajes similares terminan siendo más complejos éticamente y el relato más contundente hablando de la violencia y del contexto social.

Golpe de suerte, de Woody Allen

Por azar o por milagro

Oswaldo Osorio

Medio centenar de películas y Woddy Allen no se agota, ni él a sus casi noventa años ni su cine. Es cierto que ya no hace grandes obras maestras, ni sus películas sorprenden mucho, sino que se trata más bien como de conversar agradable y sosegadamente con un amigo de siempre, que no ha cambiado en mucho tiempo –y ya no cambiará– y que sigue hablando de lo mismo, pero que no aburre ni cansa. Por eso, presenciar esta película es como ver a un viejo artesano trabajando y complacernos por la maestría y facilidad con que teje su obra.

De hecho, la combinación matrimonio + infidelidad + asesinato ya la habíamos visto en Crímenes y pecados (1989), aunque con mayor dramatismo, y hasta la habíamos visto con el componente adicional de la reflexión sobre la suerte en Match Point (2005), pero con personajes más cínicos y oscuros. Así que Golpe de suerte (Coup de chance, 2023) es una vuelta de tuerca a unos ingredientes que ya había trabajado, pero lo hace variando la receta, diferenciando la intensidad de sus componentes y, con ello, consiguiendo un efecto diferente. Así que esta película sabe distinto.

Sabe a comedia ligera pero inteligente, a romance libertario en tono idealista y a intriga criminal que juega con la paradoja. Por eso el asesino es un estereotipo del esnobista sin escrúpulos, por eso la historia de amor está cruzada por la poesía y por los paseos en el parque (además con la fotografía del eterno Storaro) y por eso los crímenes son tratados sin gravedad y con el riesgo de que salgan mal. De tal forma que la propuesta de esta película no está tanto en la novedad de lo que cuenta, sino en la manera de hacerlo, pues lo hace con desparpajo y fluidez, construyendo un universo orgánico y cargado de detalles y matices que hacen de los espacios, las situaciones y los personajes un compendio de sofisticación, tanto visual como narrativa.

Es cierto que llega un momento, en el segmento previo al clímax, en que Allen parece sentirse demasiado a gusto desarrollando su intriga de crímenes y afectos, por lo cual parece alargarse un poco de manera innecesaria, pero eso lo contrarresta con una resolución exprés, cargada de gracia e ironía. No obstante, aunque esta pieza parezca solo un divertimento narrativo en esos entornos que tanto le gustan al cineasta neoyorquino –que desde hace mucho desarrolla una obra europea–, de fondo siempre nos está hablando de asuntos esenciales y profundos, o reflexionando acerca de aspectos nimios que terminan siendo trascendentales.

Así que en esta película Woody Allen habla del ilusorio bienestar del matrimonio, cuando se confunde la felicidad con lo que apenas es comodidad afectiva y material. Por eso llega cualquier escritor, que le recuerda la espontaneidad y libertad de la juventud, y le puede trastornar la vida a una mujer casada. También la película alcanza a hacer una radiografía, a veces maniquea pero otras trazada con filigrana, de esos hombres que creen ser dueños del mundo, lo cual generalmente logran de manera efectiva con una equilibrada dosis de planificado encanto y de una oculta agenda para manipular y dominar su entorno, sin que medien los escrúpulos.

Por último, está esa reflexión sobre la dicotomía entre la suerte y la fuerza de las acciones. ¿Existe la suerte o el destino se lo forja cada quién? ¿Toda vida es un milagro o un simple acontecimiento definido por el azar? Dicha tensión entre estas posibilidades es planteada por el director, de formas tanto manifiestas como sugeridas, sobre todo a partir de sus dos personajes masculinos y los contrastes que los diferencian. Por eso, al final, nos damos cuenta de que todos los malabares ficcionales del querido Woody estaban en función de dar respuesta a esta dicotomía y a las preguntas que de ella se desprenden.

 

La estrategia del mero, de Edgar de Luque Jácome

Priscila y el mar

Oswaldo Osorio

En el cine de la costa Caribe colombiana se pueden identificar algunas constantes como, en principio, claro, su relación con el mar, no solo como paisaje privilegiado y fotogénico sino como un espíritu natural con el que conviven sus habitantes y que los condiciona; una cultura machista que define muchas de sus historias y que se hace más recalcitrante lejos de las ciudades; y una suerte de poética que a veces surge aun en medio de las realidades más aciagas. Esta película comparte estas constantes e, incluso, hace de ellas la esencia de un relato que sabe decir con claridad y contundencia lo que se propone.

En una isla vive un solitario pescador, uno de los últimos en ser capaces de sumergirse a pulmón hasta las profundidades donde se encuentra el mero, pero su paz y rutina se rompen cuando llega, luego de muchos años de no verlo, su hijo Samuel, ahora convertido en Priscila. El conflicto está servido y se acrecienta con la actitud hostil del pescador y su desprecio por lo que ahora es su hijo. Así que se apodera del relato una pesada atmósfera cargada de beligerancia, que se tensa al punto de violenta ruptura con cada contacto entre padre e hija.

El relato decide desde el principio su punto de vista, que es el de Priscila, con lo cual se pone en evidencia no solo el rechazo y los prejuicios de que es objeto, tanto por parte de su padre como del grupo de pescadores que eventualmente van a la isla, sino también de la difícil vida que ella ha llevado por su condición de mujer transgénero, una vida que solo conocemos en fuera de campo y que está marcada por duras pruebas como la muerte de su madre o por escabrosos sucesos como las marcas en sus brazos o el asesinato de un policía.

Con todo esto vemos a un personaje bien dimensionado, víctima de su condición y de sus circunstancias, un personaje que no puede ocultar su tristeza y frustración, pero que también es dueño de un cierto gesto de altivez y resiliencia que no lo deja hundirse por completo. No se puede decir lo mismo del padre, quien, siendo consecuente con su naturaleza, tiene una visión del mundo y una actitud más básicas, aunque no está exento de la posibilidad de transformarse. Por otro lado, está ese pescador que hace, literalmente, de villano de la historia. Él tal vez resulta la nota más baja de la película, por su esquematismo y porque parece más producto de los afanes del guion para crear una intensidad y nos giros que el relato no necesariamente requería. No obstante, no se puede negar que funciona para enriquecer los cuestionamientos que la película hace sobre este choque de mundos.

Hacia el final, tal vez resulta un poco predecible, en tanto es apenas lógica la transformación de la relación entre sus dos protagonistas, sin embargo, no es tampoco complaciente, porque el futuro de Priscila sigue siendo azaroso, por eso funciona tan bien su final, entre entrañable y poético, con ese viaje a la infancia y hacia el fondo del mar, dos lugares donde todo es puro y verdadero, donde es posible evadir, al menos momentáneamente, los prejuicios e inequidades de la vida.

Estancia, de Andrés Carmona Rivera

De puertas para adentro

Oswaldo Osorio

Una casa está definida por quienes la habitan. Muchas veces no importa su historia o el lugar donde está situada. Este documental se decantó por lo primero y desatendió lo demás. Y es que una casa patrimonial, que está ubicada en el más importante parque del centro de Medellín, bien pudo conducir a cualquiera a dejarse seducir por su pasado, su arquitectura, su restauración y su entorno, pero Andrés Carmona eligió dirigir su paciente mirada a ese grupo de hombres mayores que viven en ella, creando así un relato que despliega un universo íntimo, oculto y revelador.

Si elegir como su principal interés a los personajes, antes que al lugar, fue la primera decisión inteligente, la segunda fue privilegiar una mirada respetuosa y contemplativa, tanto del interior de la casa como de sus habitantes. La cámara muchas veces parece emplazada como un mueble más, a la espera de que un espacio vacío sea ocupado o transitado. Entre tanto, el encuadre, la luz y el aura añeja de la casa incitan al espectador a pensar en lo ya sugerido, en ese tempo distinto en el que se mueven esas vidas y ese lugar. Es un devenir diferenciado por los días sin afanes, incluso sin ocupación, así como por el peso del tiempo en la gastada madera y en esos rostros marcados por los años.

La humanidad y recuerdos de cada uno de estos viejos que forman el coro protagónico se va develando paulatinamente, por lo que el relato resulta un viaje al pasado, a distintos pasados, con unos denominadores comunes, intensos y problemáticos, como su homosexualidad, su juventud vivida con ímpetu y la ciudad conservadora y mojigata que habitaban, la cual los restringió y reprimió.

Sin ningún atisbo de sensacionalismo, el documental testimonia unas vidas que pudieron ser adversas y turbulentas, pero también vivaces y con un gesto de resistencia al no renunciar a sus creencias e identidad, ya sea el más libertino de ellos o aquel casi místico imbuido en su ordenada rutina. De igual forma, la historia de amor entre tres de ellos se asume con naturalidad, porque en aquella casa no hay nada prohibido ni nadie se escandaliza por nada. El abundante consumo de licor, las anécdotas escabrosas, el lenguaje sucio o procaz y hasta la misma muerte están normalizadas en un entorno que ya es seguro y que moldeó sus propias reglas.

Se trata de un trabajo cuidado y amoroso con estos personajes y con su singular vida doméstica, un documental con una mirada sensible que supo entender las circunstancias de la vejez y otros tipos de masculinidades, una película serena en su trasegar y que fue capaz de encontrar en un mismo lugar el amor, la frustración, la risa, el abandono, la nostalgia y la hasta paz interior.

Ese crimen es mío, de Francois Ozon

– “Yo lo maté…”   – “MeToo”

Oswaldo Osorio 

“La maté porque era mía” es una frase que comúnmente se dice citando un tango, que la verdad es que no existe, aunque sí fue el título en español que recibió una película del gran Patrice Leconte, que en realidad se llama Tango (1993) y donde no terminan matando a nadie. El caso es que es una de esas frases que, situada en un maledicente imaginario colectivo, es solo reflejo de una tradición patriarcal y machista de un dudoso sentido de dominio y posesión del hombre sobre la mujer. Esta película bien podría ser una respuesta a esa frase, diciendo algo así como “Lo maté porque no era mi dueño”.

Así de claro lo dijo también Leslie Gore en una desafiante canción pop de los años sesenta, titulada You don’t own me, y así mismo lo afirmaron las dos amigas y protagonistas de Ese crimen es mío (Mon Crime, 2023), cuando la una, la actriz, dijo que asesinó a un productor que quiso abusar de ella, y la otra, la abogada, la defendió ante la justicia y la opinión pública. Cuando esto pasa, el espectador inmediatamente se da cuenta de que está, más que ante una comedia, ante una farsa, donde, con un gran sentido de la ironía y un humor refinado, el relato pone en evidencia la inveterada desigualdad de género que ha existido en el mundo.

Muchas buenas películas cómicas comienzan con una gran mentira, mientras que el humor se desprende de los esfuerzos por ocultarla, por elaborar los remiendos de sus puntos débiles y por silenciar a quienes conocen la verdad. En ese sentido, esta también es una comedia de enredos, a la manera clásica, pero con algo de comedia de variedades, tanto por el oficio de la protagonista como por los suntuosos y animados escenarios de la París de 1935.

Pero en medio del glamur de la puesta en escena y la sofisticación de su narrativa llena de ingenio y rapidez, siempre está ese reproche histórico desde aquella época (y desde esta, claro) por el arrinconamiento de la condición femenina en la sociedad. Por eso esta historia se muestra altiva e irreverente, incluso descaradamente revanchista, al punto de parecer divertido que una mujer le corte el cuello a su esposo. Vimos que se lo merecía, y por esa risa burlona al saberlo no hubo culpa alguna, porque la moral en una farsa se trastoca, tanto la de los personajes como la del espectador, pues asesinar en esta película, más que ser un crimen, está en función de hacer una declaración.

Así que, aunque parezca una película ligera, la verdad es que es una pieza que viene envenenada y muy en sintonía con los alegatos y reivindicaciones del rol social de las mujeres en el mundo actual, y que han tomado mayor fuerza desde el Movimiento MeToo. Además, todo está empacado en una producción impecable en todos sus aspectos, como ya nos tiene acostumbrados –sobre todo cuando tiene buen presupuesto– el versátil Francois Ozon, un cineasta que no es la primera vez que se pone del lado de las causas femeninas, ya lo había hecho con películas como Bajo la arena (2000), 8 mujeres (2001), Swimming Pool (2003), Potiche: Mujeres al poder (2010) y Joven y bonita (2013).